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Antesala

El sendero que llevaba a la casona antigua rezumaba la frescura del atardecer. El huésped decimonono avanzaba lento, con algo de afectación.
Al llegar, encontró al huésped vigésimo tercero sentado en la galería. Este último denotó sorpresa al advertir el arribo de alguien que ya había partido y parecía contradecir, con su sola presencia, la usual sucesión temporal. Sin embargo prefirió mostrarse cortés y no expuso ningún reparo.
Decimonono buscó una silla y se sentó a su lado.
El verano era dócil, la arboleda se balanceaba lentamente y detrás de ella, el lago de los elevados dejaba escuchar un murmullo de agua y costa. Algo en el aire llamaba al sosiego.
“Podríamos contar algunas historias mientras esperamos la llegada de la noche”, dijo decimonono. Entonces vigésimo tercero aceptó con un movimiento de cabeza. Ya comenzaba a sentir la intromisión de un peculiar aroma a pasado. Sin embargó habló con súbita alegría, “Yo comienzo”, pensando que tal vez el divertimento lo alejaría de algunas ideas capaces de romper esa calma en la que deseaba continuar suspendido.


“Había una vez un sueño pretencioso que paradójicamente negaba su carácter onírico y a todos decía que no había más realidad que la suya. Tildaba de ficticios a los sabios griegos, al monte Everest y a las constelaciones en su conjunto.
La soberbia de aquel sueño no tenía límites. Una vez, en medio de la reunión anual de cazadores de jabalíes, pronunció el que tal vez fuera su discurso más inflamado.
« Tomados de las manos escucharán mi furia desgreñada tronar por todo el orbe anunciando el fin de la farsa.
Ora quiero arrasar vuestras heredades ora quiero relamer las feromonas de vuestros temores. Vampiro imponente sorberé también los recelos de aquellas brumas difusas que se arrogan realidades. Aquí estoy, única fuente del ser, referente obligado de todo aquello que anhele una verdadera existencia.
Decidido y luminoso entraré en sus entornos, en mi mesa podrán comer y beber una y otra vez, todos los voraces de puertos, y seguir luego con los viajes que son mis extensiones, viñedos de la exaltación, rúbricas de acuerdos largamente gestionados. Y más.
Hago y haré. Porque no es cierto que yo sea un apéndice de la imaginación de alguien que dormido, digamos Atilio Tancredo Vacán, me constituye como sueño. Yo soy por mis propias atribuciones, no olviden por ejemplo la vez aquella en que crucé a nado el ancho río de la soledad. Estoy ahora y aquí, en este momento, los convoco, soy pura presencia. Juntos creceremos sostenidamente, y no habrá más imposibles en nuestros señoríos ».

Así habló tan engreído, y terminó suscitando la rabia de los cazadores que descargaron los rifles sobre su cuerpo, difuso, de sueño alabancioso. Pero no hubo munición capaz de eliminarlo.
Sin embargo, mientras todos refunfuñaban ante su indestructibilidad, un cazador llamado Periquito Rojas, comenzó a maquinar un plan tan complejo como osado. Un plan de exterminio.
No se sabe bien en qué circunstancias lo hizo, pero lo cierto es que Periquito había leído al escritor Osvaldo Lamborghini, y sabía que Atilio Tancredo Vacán era uno de sus personajes. Así fue que, poco a poco, comenzaron a ordenarse las piezas que pondrían jaque mate a esa molesta preeminencia del onírico e indiscreto charlatán.
El siguiente paso fue conformar un grupo esotérico, capaz de administrar una energía tal, que permitiese a una persona introducirse en cualquier obra literaria y desde dentro, cambiar su derrotero.
Al cabo de unos años esa energía pudo ser generada y organizada. Entonces Periquito Rojas estuvo listo para entrar al cuento. Sí, a ese cuento, «El Fiord ». Ni más ni menos que el relato en que nace A.T. V.
La idea consistía en evitar aquel alumbramiento. Para ello Periquito iba armado con un facón.
Llegó en el momento del parto, apreció conturbado las expresiones de dolor de Carla Greta Terón. No obstante, rápidamente se adaptó a la escena, escondió su arma bajo el colchón, folló y fue follado, hasta que tuvo la oportunidad de acercarse al precoz recién nacido. Entonces buscó el facón y le amputó la cabeza con un movimiento magistral.
En esos momentos el sueño brindaba una conferencia ante la Asociación de Mujeres Inspectoras de Tránsito, estaba como de costumbre, alardeando y haciendo promesas de cara al futuro, cuando de repente comenzó a cristalizarse en forma de fina capa de hielo. Después se escuchó el ruido de una grieta, y la multiplicación de las fisuras terminó por convertirlo en añicos”.


Decimonono no dijo nada. No comentó ningún pasaje del relato que acababa de escuchar, simplemente comenzó a narrar su propia historia.


“El 30 de junio de 1908 en Tunguska (Siberia) un meteorito arrasó con 2000 kilómetros cuadrados de bosque. El pastor Sergei Semenov fue uno de los pocos testigos del fenómeno. Notó que el cielo se partió en dos, y por encima del bosque todo pareció cubrirse de fuego. Sintió un gran calor, como si su camisa se incendiara. Luego hubo una gran explosión, la tierra tembló, y fue lanzado por el aire unos 5 o 6 metros.
Pasados dos o tres días, Sergei comenzó a recordar el futuro. Probablemente como consecuencia de una profunda alteración de su metabolismo. Recordó la revolución bolchevique, la marcha a Roma de Benito Mussolini, el terremoto de 1976 en China, los juegos olímpicos de Los Ángeles, la novela “El Evangelio según Jesucristo” de José Saramago, entre otras muchas cosas que lo agobiaban y distanciaban cada vez más de los aldeanos con los cuales vivía.
En el seno de aquella bucólica comunidad se rumoreaba que Sergei estaba poseído por Lucifer. Para corroborar dicha posesión, lo forzaron a ingresar, amarrado de pies y manos, dentro de una gran bolsa arpillera, en la que también colocaron piedras. Luego ataron la abertura de la bolsa con nudos indescifrables y la arrojaron a un río profundo y torrentoso. Si Semenov era una criatura del mal, podría escapar a su encierro y ante la vista de todos remontaría vuelo. En caso contrario moriría ahogado.
Ocurrió lo segundo. Y por eso se celebró una misa en la que todos los habitantes del pequeño poblado rezaron por su alma inocente.”


Vigésimo tercero guardó silencio un momento, como si esperara la continuidad del relato. Pero al percibir que había terminado, balbuceó un comentario condenatorio de las supersticiones del populacho y luego se disculpó diciendo que el cansancio lo estaba venciendo e ingresó a la casona. Minutos más tarde decimonono hizo lo mismo. Al día siguiente tendrían que levantarse bastante temprano, para aguardar el arribo del Maestro y de nuevos huéspedes.






Comunión

Venas azuladas latían en los troncos y ramas de los álamos, mientras que de los sauces brotaban brazos danzantes, emisores de bisbiseos.
“ Fai Wei es un hongo que al ser ingerido provoca agudas distorsiones de la realidad”, se repetía uno de los discípulos, al mismo tiempo que veía como una tenue ola del lago aniquilaba ese intento de anclarse a lo conocido, convirtiéndose en tres picos de aves, amenazadoramente voraces.
Septuagésimo quinto no dejaba de pensar en la remera roja con mangas cortas que llevaba el Maestro. “Se cree muy coqueto porque viste una chomba de primera marca. Habla y habla de meditación abnegada, pero no hace más que presumir su hábito”.
Quincuagésimo octavo podía enhebrar los fragmentos de una biografía, la suya, hasta ese momento inconexa y vacua; repasar un berrinche vivido a los cinco años y hallarlo dulcemente conectado con una cópula acaecida la semana pasada.
Decimonono había devenido jaguar, himplaba de a ratos, cazador solitario, guerrero azteca. Su andar cuadrúpedo era completamente felino, y en los ojos brillaba la llama sagrada del mundo animal.


“Cada cual en su propia comunión. Ya sea de carácter mezquino y retrógrado, ya sea magnánima y superadora”, afirmó el Maestro en voz alta y convocante. “Porque el hongo tiene un espíritu propio, pero flexible, capaz de amalgamarse con lo más esencial de las personas”, advertía levantando la mano derecha, seguro de que sus palabras tenían la chamánica aptitud de llegar a los huéspedes-discípulos, más o menos dispersos, imbuidos en sus “viajes” particulares.
“De todas maneras, es menester no congelar la comunión. Una aparición cicatera bien puede dar paso, en otra oportunidad, a una visión noble, despojada de ruindades. Fai Wei no condena, sino que revela una configuración pasible de ser transformada. Así que, cuando dentro de dos días vuelvan a sus faenas cotidianas, no olviden reflexionar sobre lo experimentado esta noche. Si en verdad les disgustó lo que han sentido y percibido, abóquense a la tarea de modificar aquellas aristas que consideran causales de tal disgusto. Incluso si la presente velada les ha parecido magnífica, no se detengan en un goce estéril, y mediten sobre las posibles maneras de enriquecer y multiplicar el placer encontrado”.


La partida


Repuestos los cuerpos, tras horas de sueño y un gran banquete con alimentos nutritivos y energizantes, los aprendices se disponían a partir.
El publicista aficionado a los libros de Castaneda iba a retomar su trabajo con la empresa canadiense de shampoo. Por su parte, el trotamundo ávido de nuevas sensaciones, abandonaría pronto el país rumbo a la India, donde pensaba visitar un renombrado fumadero de opio. El vendedor de bienes inmuebles, amigo del publicista, estaba a punto de cerrar un gran negocio con una cadena de supermercados, y ya comenzaba a imaginar la reunión en la que se rubricaría el acuerdo. El gastroenterólogo, el escriba del faraón, una abogada penal, y muchos otros.

Dentro de un año se verán nuevamente las caras.
Adjetivos numerales ordinales les serán asignados en clave pitagórica.
Su hospedaje será la vieja casona, su portal el hongo que crece en las adyacencias del lago de los elevados.

Texto agregado el 02-02-2008, y leído por 68 visitantes. (1 voto)


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