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Llegar a tiempo

Saca pecho, camisa abierta empapada de sudor. La panza cuelga muerta, quemada de sol. Brazos suspendidos al costado del cuerpo, manos en la cintura, tensas, palmas rojas de golpear, empujar. Temibles cuando se elevan hacia el cielo pidiendo paciencia, antes de que la voz ronca putee porque no cree lo que está viendo. El hombre, exageradamente grande, está en el centro del patio lleno de tierra. Hace juego con el paisaje.
El chico lo ve y se deshace en lágrimas. En un segundo aquella desolación toma vida. Las alpargatas arrancan tierra del desierto que rodea la casucha de chapa. Ladran perros, dos gallinas vuelan hasta el tambor de doscientos litros lleno de basura. Piernas gruesas, chuecas, corren hacia el pibe que no puede dominar una lona desteñida y la deja caer. Suena el tren no tan lejos y enseguida está ahí su viento furioso. Atraviesa de polvo al hombre en movimiento: los pantalones se le caen, el cinto mal ajustado. El coloso vuelve a levantar las manos al cielo sin una nube. En una de las muñecas brilla un reloj de oro. Una mujer, acodada en el agujero que oficia de ventana, niega indignada al verlo pasar. El tren se pierde en el aire caliente con los insultos del energúmeno que corre, con la mirada del pibe tan inmóvil.
La sombra del padre cubre al miedo del chico y al rollo de lona caída. Deben llevarla en la camioneta que tiembla de chapas ahí nomás, imitando al hijo. Los perros ladran enfurecidos al vacío de vías que todavía resuenan. Plumas y patas vuelven desde el aire terroso hacia el suelo con calma de agua oscurecida. Revienta la radio en gritos histéricos, rapidísimo, jajajajajaja, capaces de revolver más aún los nervios del padre que se detiene frente al chico, al rollo en el piso. Que mira al azul de arriba herido de sol.
Varias trompadas sacuden la cabeza negra y de pelo fino del mocoso. A gritos le exige que levante eso. El hijo, mareado, tambalea con el peso. Otros dos cachetazos le sacuden la cara en llanto. Hágase hombre, carajo, dice el gigante y el pibe arroja al fin el peso en la caja del vehículo. Ríe, mientras descarga un mandoble sobre la espalda morena que se mete en el asiento del acompañante hirviendo rencor. Un tango meloso viene por los techos del rancherío, impide entender al padre que se sienta al volante. La puerta se cierra, dentellada feroz sobre los ojos de la figura agazapada por temor a otros golpes. Desde la ventana del rancho una mujer ancha mira, vacía de sentimientos. Punto sin color en el patio desértico, el primo mayor del chico hace puños las manos impotentes. La Ford interrumpe el paisaje quieto, va achicándose por un camino vaporoso, marrón molido, y las dos figuras desiguales se hacen olvido en un huracán chiquito, caño de aire. Por la calle de tosca avanza el regador municipal, mamotreto verde oliva que corcovea y siembra ilusión de humedad. El tierral que hierve furioso. Se pierde hacia la ruta. La mujer vuelve a lo negro del aire encerrado, regresa a su espalda llamada por llantos urgentes, parece que piensa lo mismo desde que nació, vida en redondo, pozo sin fondo. El primo sigue forjándose en el patio.
El hijo tiene ahora veintitrés años, estudia en la Tecnológica, está por recibirse de Ingeniero. Su primo mayor trabaja en una empresa de productos plásticos. La ciudad creció hasta pegarse al patio, desaparecido junto con la casucha debajo de un pequeño chalet con parque. Otra camioneta, igualmente Ford, recorre las calles asfaltadas llena de rollos de lona que se venden a buen precio. El padre ayuda con la mercadería y su vástago la distribuye. La mujer ancha murió hace tiempo, con naturalidad de rocío.
Aquella noche, los dos muchachos anduvieron divirtiéndose y el amanecer tiñe de naranja los bordes del parabrisas. El primo maneja su cuatro por cuatro flamante con la vista pendiente de la ruta sin nadie.
-Mirá qué tarde se hizo, metele pata porque no llego para el reparto. Sabés cómo se pone el viejo.
Sin escuchar la voz que canta, ecualizada, por cualquier FM, el conductor acelera. Entra en una brisa tibia que preanuncia los calores de febrero. Recorren curva y contra curva con maestría de dibujante. El sol, canto de moneda en el horizonte. En la casa, el padre prepara los rollos, los carga como puede en la camioneta. Sus brazos muestran venas finas, rasguños de la muerte que siempre avisa. La rabia intacta para descargar contra quien se equivoque. Cuando termina de subir los bultos, el hombrón ensancha su pecho debajo de la camiseta transpirada, matea con la vista perdida en el pasto corto. Como el hijo no llega, decide arrimar la camioneta a la ruta. Su corazón fatigado ruge y dos piñas abollan el aire de la mañana que todavía no es. La Ford corcovea emocionada. Por las vías no pasa tren alguno desde hace rato. El padre revive aquel vibrar de metales y ventanillas. Estaciona entre unos árboles, no sea cosa que lo asalten como aquella vez que prefiere olvidar. Baja para estirar las piernas gruesas que lo sostienen inseguras. Prende un cigarrillo prohibido. Camina un rato, cruza la ruta, se sienta cerca del asfalto para ver si llega el pibe, adormece hecho bronce en el amanecer.
Percusión de candombe acompasa el andar urgente de la cuatro por cuatro. Los ojos del conductor achinan rayas en la cara. El hijo mira su reloj envuelto en luz. Un golpe sordo, bamboleo brusco, se hace vapor de recuerdo.
-Estos perros de mierda, dice el primo.
-No parés, el viejo debe estar hecho una furia, apura el hijo. Dale, insiste, no aflojés la pata.

Texto agregado el 31-01-2008, y leído por 311 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
14-02-2008 Metáforas que muestran una vida en una frase, cuadros de violencia trasmitida por generaciones y un final sugerido e impactante. Mis 5* cerrense
03-02-2008 Muy bueno: una mezcla de sordidez, drama, poesía y unas metáforas magníficas. margarita-zamudio
31-01-2008 Me parece maravilloso cuando se escribe sin necesidad de tener que poner nombres a los personajes. Muy bueno. *5 MARIAOTILIA
 
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