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Hoy vi a Claire Danes. Hace un rato, en medio de un montón de gente. No la reconocí de inmediato. Buscaba a Marta para irnos a la casa cuando de pronto me fijé que alguien me estaba mirando. Miré de vuelta y me sonó su rostro. A los segundos supe que era Claire Danes. De inmediato se me apretaron las costillas, y me reflotó por la sangre un sentimiento viejo y potente, de los que hoy en día no existen.

Claire Danes estaba con un grupo de jóvenes, y ellos no paraban de hablar, cerrándose en un semicírculo hermético que de seguro buscaba excluirlos de la contaminación que emanaban la mayoría de las personas que pululaban por allí. A su lado estaba su hermana, que es más flaca y más alta. Claire Danes, con sus ojos típicos de Claire Danes, seguía igual que antes. Cuando digo “los ojos de Claire Danes” no me refiero a los ojos exactamente, sino al conjunto de su rostro que es como entre introvertido y blanco, muy blanco, y con ojos absolutamente redondos que parecen de vidrio.

Nunca le hablé a nadie de Claire Danes. Claire Danes no pertenecía a mi mundo. No estudiábamos en las mismas partes, y no nos veríamos nunca más en la vida luego de aquella vez. No tenía sentido que hablara de ella con nadie. No tiene sentido que lo haga ahora, tampoco. Claire Danes de seguro no recuerda mi nombre, asi como yo no recuerdo el suyo. Recuerdo un pedazo de su apellido, pero no con certeza absoluta. Lo que sí recuerdo es cuando ella, yo y otros cuatro sujetos, compartimos ese espacio mancomunado hace un par de años. Y ella debe recordarlo también, o no me hubiera mirado de esa forma. Claire Danes me vio igual que la vez en que nos topamos de frente y las cortinas estaban cerradas, cuando ella perteló todo lo que pasaba por mi cabeza y yo no lo evité.

Podría hacer algo por toparme otra vez con Claire Danes. Podría recorrer las calles de Temuco y ver si de repente sucede otra vez. Quizás esta vez no me reconozca y pueda abordarla como si fuera un desconocido. Así sería más fácil, y más natural, porque de otra forma no podría decirle nada. No podría decirle nada porque tendríamos que recordar la ocasión y sería demasiado absurdo. Sería absurdo. O quizás esperar el próximo año y asistir al congreso al que de seguro irá. Lo malo es que en una de esas también iría Katina Huberman y sería incómodo. Es tan pequeño Temuco que de seguro Katina Huberman anda en este congreso. Un día me di cuenta que Katina Huberman era amiga de una chica de segundo de psicología. Fue el colmo.

Pero vale la pena el sacrificio. El próximo año me venderé e iré a ese congreso, sea cual sea el lugar de Chile en que se haga. Lleva dos años haciéndose en la novena región (el año pasado fue en Pucón), así que en una de esas no me toca viajar tanto. Mis excusas serían deliciosamente perfectas. Podría dejar a medio mundo feliz aceptando que yo también puedo ir a un congreso, y que contra toda lógica, también soy capaz de compartir un poco, de hablar algo (o fingir). Podría hacerlo y así encontrarme otra vez con Claire Danes. Hablar como si fuera todo nuevo y nunca nos hubiésemos conocido. Podría teñirme el pelo para despistar. Incluso dar mi nombre, lo que estudio, etcétera. Contarle todo de mí, porque no va a recordar ningún detalle (así como yo no recuerdo nada de ella aparte de sus ojos de vidrio, de un azul témpera muy raro, demasiado azul, casi lilas). Es necesario que lo haga porque en Claire Danes existen sensaciones que ya no se usan, que caducaron, que se perdieron. Es necesario que vea a Claire Danes, aunque pase un año entre este momento y ese, porque ella lleva consigo sentimientos extintos y exóticos, alejados de la turba por una distancia impresionante.

Hoy vi a Claire Danes en el lobby, de improviso, de repente. Tardé unos segundos en reconocerla. Allí estaba, y estaba diferente, pero igual. Irradiaba lo mismo que antes. Estaba allí, en un grupo de gente joven que a propósito buscaba diferenciarse de los dinosaurios y los otros especímenes. Ella estaba allí, relativamente cerca, en todo un micro mundo inaccesible. Rodeada. Yo estaba solo, naturalmente. Sin ningún clan al que sumarme y evadir. Yo estaba allí de paso, de casualidad, en busca de la persona que faltaba para que el auto arranque y desaparezca, buscando salir rápido, como intenté que el concierto pasara rápido. Haendel me aburría.

Cuando vi a Claire Danes en el lobby me vi de pronto maravillado y petrificado. Estaba frente a la imprevisibilidad misma encarnándose en sus pupilas de témpera vidriosa, en medio de un núcleo soporífero de estorbos y sonrisas, de rostros cargados de felicidad obvia, correctísima, light. Maravillado porque Claire Danes era una grieta en medio del insobornable suceder de los eventos, un cisma en el nadismo absurdo, en la religiosidad soporífera de Haendel. Claire Danes era como Bach apareciéndose de repente y anunciando un advenimiento de cosas muertas que nunca debieron desaparecer. Ella encarnaba y simbolizaba todo eso. Era todo eso. Un evanescente refulgir anárquico, contrario a la intrascendencia absurda que destilaba de los dinosaurios y los que la rodeaban.

Marta me encontró justo en ese momento. Me tocó el hombro y sonriente me dijo que si la buscaba para que nos fuéramos. Le dije que sí, que nos esperaban afuera. Le dije eso sin dejar de mirar a Claire Danes, que en ese momento evitaba mi mirada conversando con un tipo perfil Sara Espejo. Caminé de espaldas dos pasos, intentando absorber lo más que podía el cuadro. La imagen que con alta probabilidad no se volvería a repetir. La escena en la que yo retrocedía lento, con la cándida esperanza de que pasara algo distinto a lo evidente, a la salida a la noche helada y el recorrido de un par de metros hasta el estacionamiento, a la forzosa llegada del 11 de enero, luego del 12, y el 13, en que las cosas serían igual que siempre, igual que en todo. Caminé lento, como si por hacerlo el tiempo avanzara más despacio, como si por eso todo fuera a ser en algo diferente. Como si con eso lograse obviar a los dinosaurios felices, o borrar la sonrisa de Marta, o evitar la pérdida de una especie sin descendientes. Me fui lento, aún sabiendo que no lograba nada. Y seguí lento. Aún en el auto, cuando las risas de Marta y otras mujeres rebotaban en las ventanas. Seguí lento porque estar lento era la única forma de dilatar el momento, de conservar la imagen para la posteridad en la que no pase nada. La eternidad evidente de segundos infinitamente lógicos y hasta felices. Felices como los aplausos huecos al final del concierto. Felices como ausentes de Claire Danes eran todas esas notas, y esos rostros llenos de alegría por la vida. Por la vida sucesiva, rápida, calma, nutritiva. Por la vida exenta de impresiones y de traumas por los muertos. Por la memoria muerta o las imágenes vidriosas de la gente como Claire.

Texto agregado el 22-01-2008, y leído por 227 visitantes. (0 votos)


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