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Ganarse la vida

Como nadadores, escondiendo la cabeza en el agua de la propia melodía, los músicos de la banda íbamos hacia la tarima forrada de terciopelo rojo desbastado, llevando en brazos ese pedazo de metal o madera, gastadito pero cálido. Nos conocíamos poco, algunos casi nada. Ahora que lo pienso, después de lo que pasó, tal vez sea muy importante contar algunas cosas para intentar explicar, con suerte, una parte de los hechos. Por ejemplo: parece increíble cómo la gente que almuerza todos los días en el mismo lugar, se sienta en la mesa que eligió la primera vez y cuando la encuentra ocupada se incomoda.
Así repetíamos la ceremonia como un ritual. Paso a paso, desde el principio, ese breve contacto a solas con el instrumento, espacio para el reencuentro de aquella parte del alma que dejábamos dos horas más tarde en el armario de Don Luis, nuestro director, para ir a ganarnos la vida en lo que podíamos. Sabido es: el sueldo de la Secretaria de Cultura no alcanza ni para pagar la luz.
Yo era de llegar apurado, cinco minutos antes del comienzo. Volando a la taquilla, dejar el bolso, manotear la tuba y después derecho hacia Don Luis, que nos esperaba sentado a esa mesa ridículamente chica, meta cigarros negros sin filtro y cara de culo. Jamás me olvidaba de saludar al tambor, que me respondía como un resorte, mano bien abierta en lo alto, la clase de tipo que parece esperar una foto.
El tambor: brazos largos, flaco de esos que toda la vida fueron flacos y que, cruzada la línea de los cuarenta, no puede negar lo que siempre fue. Vaya a saber qué infancia le había dejado semejante cicatriz justo abajo del ojo izquierdo, un arañazo de alambre, un rasguño del Diablo hubiese dicho mi abuela Mecha, en paz descanse. Pelo oscuro cortado a la navaja, patillas rapadas, ojeras permanentes, distintivas de quienes sufren del hígado, según escuché por la radio alguna vez.
Eterno cansado, el tambor era el primero en llegar a los ensayos. Sentado en la parecita sin terminar, justo al lado de la cancha de básquet, esperaba entre el humo de los Parissien y nos saludaba a todos de la misma forma, sin decir una palabra.
La Banda Municipal “Carmelo Prudencio Nicanor“ ensayaba martes y jueves en el Club Carumbé, que cedía gentilmente sus instalaciones a cambio de no pagar los impuestos municipales. La banda tenía ese nombre –y lo mantiene- en memoria del primer director de la agrupación, un farmacéutico anarquista, fanático de la ópera italiana, que estuvo entre 1930 y 1953. Nada que ver con Don Luis, bicicletero del barrio Juan XXIII, radical hasta los huesos, fanático de Di Sarli, demasiado acostumbrado a vivir solo y algo sordo de tanto escuchar radio Rivadavia.
Qué cosa ¿no?, el destino marca todo, vea. También ocupábamos el mismo lugar en cada actuación: yo, con la tuba, estaba delante del tambor y detrás, a la derecha, de Cachito, que le daba a la flauta dulce como a las botellas de tinto y a las mujeres. Pobre Cachito, carajo, quién podía imaginarse. Hincha pelotas como él solo, cierro los ojos y lo veo: petiso, cabeza negra, cara de Oscar Alemán, imitaba mi manera de inflar los cachetes al soplar. Claro, para él era fácil sacar sonidos suaves sin esfuerzo. Siempre acelerado, un ratón para subir a la bicicleta y salir a los pedos apenas se terminaba el último pasodoble. Voy a cortar el pasto a lo del doctor Mieres, decía y todos nos reíamos, porque en verdad aprovechaba la ocasión para hacerse unos manguitos y de pasó fifarse a la mujer del médico. Cuando nos enteramos de que lo había atropellado el tren supusimos que se escapaba del marido y yo dije: murió en su ley. Más tarde supe que no, que huía de un asaltante y no vio al tren. También me contaron lo de los diez hijos, la villa 31, la llegada al pueblo después de las elecciones. Para morirse.
Vuelvo al destino. Ese mismo día tocamos en una Sociedad de Fomento, todos apenados por lo de Cachito. Yo ocupé el lugar entre mi posición y la del finado. El tambor sonó como nunca: fuerte, acompasado, como si nos guiara en la pena. Fue la única vez que lo miré de reojo y lo vi sonreír, lo sentí del mismo lado de la vida.
Hoy hace un mes, mire, y esta tarde fuimos a tocar en otra Sociedad de Fomento. Ni bien terminamos dejé el instrumento, salí solo y decidí darme una vuelta por el taller, porque soy cerrajero, creo que no se lo había dicho, disculpe. Me senté en el sillón de cuerina, calcé la lupa en el ojo izquierdo, prendí el foco amarillo y agarré la Trabex de la señora Nisiman: tenía la llave quebrada dentro. En ese momento pasó.
Alguien entró al local, con paso firme dio la vuelta al mostrador chico y en un segundo lo tuve enfrente. Pidió la guita con voz de no tener paciencia, de estar decidido a todo. Capaz que si le daba los pocos billetes de la caja se iba y listo, pero no. Voy y me paro, tiré la lupa para verlo bien y ahí estaba el tambor, inmutable. Quise decirle algo pero no me dio tiempo. Por el gesto de la cara, creo que lamentó fueran así las cosas. Disparó una sola vez, a la cabeza. Me mató en el acto.
Quería contárselo a usted, que es bombero, pero veo que no me escucha. Debe ser por ese tambor que suena atrás mío, que suena cada vez más fuerte, que no deja de sonar.

Texto agregado el 21-12-2007, y leído por 173 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
24-12-2007 Eres maravillosoo escribiendo !!! muy buena historia... me encanta lo bien que describes cada cosa.... yo creo que nuestras deciciones, nuestros pasos, nuestros viajes, son manipulados por el destino... espero algun día poder escribir algo asi... xD!!! besoss....!!! DCovali
21-12-2007 Buena historia, con un final fantástico. Se lee con fluidez y agrado. Salú. leobrizuela
 
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