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DELANTE MÍO SE levanta la arquitectura imponente y de líneas simples del Hospital Militar, el mismo sitio donde, meses atrás, el país presenció, conteniendo el aliento, la decadencia física del dictador, su corrupción moral, su agonía tantas veces anunciada, alegres algunos, aliviados unos cuantos, indiferentes unos pocos, la mayoría, en todo caso, experimentando abatimiento, ya fuere por saber extinto al salvador de la patria o bien por ver derrumbada para siempre toda ilusión de hacerlo pagar por los innumerables crímenes cometidos. Cruzo el estacionamiento –a estas alturas poco importa, el viejo ya no existe–, a mi costado derecho media docena de ambulancias estacionadas, listas para partir si una situación de emergencia así lo amerita. Entro. A mitad del pasillo principal doblo hacia la izquierda, hacia la escalera, subo hasta el tercer piso, otro corredor, nuevamente hacia la izquierda, apenas unos pasos más y ahí está, Banco de Sangre.

Empujo suavemente la puerta de vidrio, Buenas tardes, Buenas tardes señor, Vengo a hacer una donación, Perfecto, deme su cédula de identidad para que anote sus datos, Tome, Gracias, y dígame, viene a donarle sangre a alguien en particular, Sí, A quién, A Fulanita de Tal –le doy el nombre–, Muy bien, espere un momentito, listo, tome su cédula y una lista de indicaciones que debe tener en cuenta, Ajá, Lo van a llamar en unos minutos más, asiento.

Arrellanado en un silloncito de cuero, con el aire del ventilador dándome en la cara y oyendo el rumor de un televisor pegado al techo de la sala de espera, leo sin prestar demasiada atención, La donación de sangre debe ser un acto voluntario, por lo tanto, no done si se siente presionado por algún motivo o ha recibido dinero por venir al Banco de Sangre; Cualquier persona en buenas condiciones de salud, que tenga entre dieciocho y sesenta y cinco años, y que pese más de cincuenta kilogramos, es apta para donar sangre; Donar sangre no produce problemas para la salud, ya que la cantidad que se extrae no es capaz de provocar síntomas y se recupera en pocos días; El procedimiento completo demorará alrededor de treinta minutos e incluirá un cuestionario, una entrevista, un chequeo básico, un exámen de sangre y la extracción propiamente tal; En la entrevista se le preguntará por conductas o circunstancias que puedan estar relacionadas con infecciones transmisibles vía sanguínea; Todos los datos que se le piden son importantes para protegerlo a Ud. y a las personas que recibirán...

Joven –alguien me habla desde el umbral de la puerta–, Usted es el donante, Sí, Pase por acá, sígame, y entonces camino detrás de una enfermera baja y regordeta, quien me mide el peso y la altura, para luego tomarme la temperatura corporal y la presión. Me pincha el índice izquierdo con una aguja diminuta, vierte mi sangre en un trozo rectangular de vidrio, mezclándolo con otros tres líquidos y murmurando, Usted es erre hache negativo, Sí, respondo, y nada más: qué otra cosa podría decir, sé a qué grupo sanguíneo pertenezco, y por lo mismo estoy plenamente consciente de cuán necesario es hacer una donación como ésta cuando alguien necesita de una sangre por lo general escasa.

Se me acerca otra mujer, Venga, acompáñeme. Me conduce a una pequeña habitación donde no hay más que un par de sillas y una mesa con un computador, Bien, yo a continuación voy a formularle algunas preguntas que son, la verdad, un poquitito indiscretas, pero que nos permiten resguardar, en primer lugar, su salud, en la eventualidad de que, dadas determinadas características, no resulte recomendable extraerle sangre, y en segundo lugar, proteger a la o las personas que han de recibir su sangre. Yo sólo asiento, nuevamente no hay nada que agregar. Dicto mi rol único tributario, mi número de teléfono fijo, mi número de teléfono celular, mi domicilio y mi dirección de correo electrónico, y respondo, acto seguido, las preguntas sobre las cuales se me previno, Ha pagado alguna vez por tener sexo, No, Le han pagado alguna vez por tener sexo, No –tampoco creo que exista alguien dispuesto a hacerlo–, Ha mantenido relaciones sexuales con otro hombre, No, Ha cambiado de pareja sexual los últimos seis meses, No –dudo un instante si decirlo, y a continuación añado–, Nunca he tenido relaciones sexuales, Okey, entonces nunca lo han tratado por alguna enfermedad venérea, No, Y dígame, se ha inyectado drogas, Nunca, Se ha emborrachado alguna vez hasta no acordarse, Hasta ese extremo no, pero casi, Y de ello cuánto tiempo ha pasado, Harán un par de años –¡mentira!–, Tiene usted algún tatuaje, No, Perforación, piercing, Tampoco, Se ha hecho algún corte últimamente, Nada, ni de pelo –la mujer esboza una mínima sonrisa–, Lo ha mordido un perro, No.

A fin de garantizar la confidencialidad del diálogo, la puerta está cerrada, no hay ventanas ni ventilación. Empiezo, por lo mismo, y sobre todo una vez que me di cuenta de lo anterior, a experimentar una ligera sensación de sofocamiento, quien sabe si por efecto de una singularmente poderosa sugestión. Miro a la mujer, en este momento está hablando, A su sangre –dice– se le harán los siguientes exámenes: hepatitis be, hepatitis ce, veiache, sífilis, enfermedad de chagas y hache te ele ve. De nuevo asiento con la cabeza.

–Ah, y otra cosa –agrega–. Al final de la donación se le entregará un pequeño formulario en el que se le dará la oportunidad para que nos indique si no desea que la sangre sea transfundida porque Ud. tiene dudas sobre si pudiera infectar a alguien…
–Okey.
–…si éste fuera el caso, marque no y deposítelo en el buzón que tenemos en la sala de donantes. ¿Tiene alguna pregunta?
–Ninguna.

Se puso de pie, abrió la puerta y dijo, Acompáñeme por acá. Un par de minutos más tarde, la primera enfermera me hacía tomar asiento con los pies en alto en un sillón todavía más cómodo que el de la sala de espera.



EN ESTE MOMENTO estoy saliendo del Banco de Sangre y desandando el camino recorrido en un inicio. Tuve, durante un instante, la intención de ir hasta la calle por las escaleras, pues no me pareció que valiese la pena llamar al ascensor y esperar su llegada siendo tan pocos los pisos que debo bajar, pero al recordar las recomendaciones que poco antes se me habían hecho sobre ejecutar el mínimo esfuerzo físico posible, me detuve frente al elevador –descensor, en este caso– y presioné uno de los botones que allí había. La puerta se abre, entro y marco el primer piso. Me miro en el espejo. Se dibuja en mi rostro un gestito de aprobación. Bajo una chaqueta de cuero en cuyo brazo izquierdo he cosido un parche de la bandera nacional junto a otros símbolos igualmente respetables, se adivina, de todas formas, mi torso fuerte, de músculos marcados. Llevo los viejos pantalones de camuflaje metidos dentro de unos zapatones de caña alta, pues, a pesar de que prefiriría lucir algo más mi extraordinario físico, siempre he optado por andar cubierto, no así, en todo caso, mi cabeza, que en mi reflejo veo brillar gracias a la luz blanquecina que ilumina débilmente el montacargas.

La puerta ha vuelto a abrirse, esta vez frente al pasillo de entrada. El anciano que, en su asiento, aguardaba pacientemente el resultado de sus exámenes, me vio salir del ascensor como siempre, otra vez yo, con bastante más cabello que hace un minuto, gastadas las zapatillas de lona a causa del trajín diario, huesudo, ni alto ni bajo: el aspecto, que intenta resultar enteramente natural aunque es, en algún nivel, estudiado, revela –hasta donde puede– a un joven un poco triste, y a juzgar por el movimiento inquieto de los ojos, la mayor parte del tiempo apuntando hacia el suelo, en un estado de permanente perplejidad. Paso delante del anciano al tiempo que me pongo los anteojos de sol, y aquí voy, a mi costado izquierdo media docena de ambulancias.

Ya he salido del Hospital Militar, el mismo sitio donde, meses atrás, el país presenció el ocaso de un dictador que al menos tuvo el descaro de llegar a serlo. No como yo.

Texto agregado el 05-12-2007, y leído por 147 visitantes. (0 votos)


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