La mañana llegó sin hacerse esperar, desperté en un lecho de sonidos sórdidos, cómodo. Puse mi cabeza sobre el agua y quise ser siempre una turbina de mí mismo. Me dijeron que suba al segundo piso en silencio.
Las escaleras sonaban por todos lados, sentía que rebotaban por toda la habitación, me aterraba la idea de despertar. De pronto ya estaba arriba y, para mi sorpresa, no estaba en ningún lugar. Es decir, no era yo. Y peor aún, no existía nada de lo que en general uno puede concebir como realidad. Sólo había castores sobre los árboles, y yo era uno de ellos, gritando como loco, atrapado en mi pequeño cuerpo. Mi pelaje era bello, el bosque inmenso.
La calma llegó después de mi muerte, fue entonces cuando logré entender mi destino. Aún así algo me mantenía consternado, el olor a claveles me hacía pensar en ella, y pensar en ella me recordaba que algún día estuve vivo, pensando en ella.
Ahora estoy en una catarata, las aves son navideñas y la comida entra caminando en la casa. Tomo conciencia de nuevo, soy un sonido en el espacio y no puedo compartir. Me mandan callar.
Empieza de nuevo todo, muero en el mismo lecho una y otra vez. Siento como si cayera de un abismo infinito, abro los ojos y te veo, echada en el pasto, sonriendo. Me confunde la idea de ser alguien, inconcientemente había experimentado sensaciones de placer al percatarme de mi inexistencia anterior.
Nadie me dijo que la intriga haría un agujero en mi mente.