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EL VIEJO Y LA CULPA

Por Omar Barsotti



El estampido pulverizó la parsimonia de los patos y la bandada levantó vuelo, giró un poco loca, algo dispersa sobre el gris paisaje de agosto hastiado de lluvias, y luego se organizó en una flecha que inició un vuelo bajo sobre el agua marrón, desapareciendo en una curva del río antes de que el eco del disparo se disipara.
El hombre proyectaba una casi imperceptible sombra que se teñía de rojo, rojo de sangre absorbida lentamente por la tierra y convertida en gruesos rubíes coagulados, redondos y brillantes, casi inofensivos, inopinadamente hermosos pese al mismo hecho que les diera origen, los provocara y los condenara al retorno al polvo, no en forma casual y fortuita, no tan sólo como consecuencia natural de la evolución que hace a la tierra carne y a la carne, negra, pútrida y germinativa tierra, sino por la intervención voluntaria de un ente extranjero a esa evolución, incapaz de comprenderla pero, en cierta medida, capaz de intentar y aún lograr acelerarla ( una medida en forma alguna escasa, sino total y absoluta, no limitada, ni mensurable, ni controlable, sino aún, todavía, y después de todo, terriblemente dependiente de su deseo, no de su voluntad, que es medida y es control, sino de ese impulso independiente y rapaz con que el ser humano ejercita su capacidad de alcanzar independencia total mediante el leve – y casi inapreciable- artificio de descontrolarse)
Pero el hombre no pensaba en eso, no en ese momento al menos. Miró el sucio cielo, accionó mecánicamente el cerrojo de la carabina y antes de comprender bien lo qué estaba haciendo, caminó lento hacia el monte cercano no porque ese fuera su deseo, sino porque no había otra opción y, aunque la tuviera, tampoco la elegiría ya que ese tiempo había pasado para él, tanto como para el río pasara el momento de cambiar de curso. Se detuvo mirando la tierra húmeda y pútrida, serpenteante y ácida, la pipa entre los dientes, apagada y fría, movida hacia arriba y abajo por el férreo apretar de los dientes y los labios murmurantes. Frunció el ceño, después del pensamiento o quizá antes, como una fugaz forma de apresarlo y enjaularlo presionándolo para que fuera lo suficientemente vívido para verlo y escucharlo. Y él estaba ahí. Podía verse. Y a la vieja frente a él. Y podía escucharse diciendo: “Vieja, lo maté”. Y ella inquiriendo: “ ¿A quién?“ y él dudando un poco y luego, tartamudeando respondía; “Al Paco”.
Cerró los ojos y lloró ( a los ochenta y cinco años, o diez mil árboles hachados, o millones de remadas por el río, o infinidad de zanjas abiertas y ranchos construidos e inundaciones y ranchos reconstruidos, y miles de días de hambre y privaciones, más la ineludible, infaltable, fatal carga de mal, engaño, traición y errores, propios y ajenos, pero siempre en las mismas espaldas, pesando de noche y de día, de niño, de joven, de adulto y de viejo, por siempre).
Se sentía como un soldado abandonado en una guardia lejana, ya superada hace mucho tiempo por el enemigo, sin que nadie se molestara en darle aviso de la inevitable, inapelable retirada que preludia la fatal derrota e incomprensible extinción. Se sentía así de solo y ridículo, pero no en ese momento, sino un poco después cuando se sorprendió sorbiéndose las narices y sintiendo las lágrimas calientes y salobres escurriendo por las comisuras de los labios; entonces, se volvió a sentar aún hipando, pero calmo, lo bastante tranquilo como para seguir adelante y enfrentar a su vieja mujer, aunque quedaba pendiente el saber cuál sería su reacción. Si le digo que lo maté, dijo su imaginación, que irá a pensar la vieja. Nunca se sabe lo que piensa. ¿Qué respuestas exigiría?: ¿por qué, cómo, dónde...y ahora, qué vas a hacer?. Lo maté junto al tocón de quebracho – era la verdad – después voy a ir enterrarlo – estaba dispuesto a hacerlo – se lo merecía. Y ella: Se lo merecía – afirmaría con esa forma de repetir lo que se le decía como queriendo hacer destacar el absurdo o la mentira o lo que fuere que no le agradara. Y luego sin dejar caer el toscano de los labios, recién preguntaría: ¿ ¿Se lo merecía?. ¿Y quién sos vos para decidirlo?. ¿ Sos Dios, acaso?¿ Dios sos?..¿ Qué te has creído? . Y tomaría la escoba y gritaría: ¡Asesino!. Pero no, seguramente gritaría cosas peores y no se conformaría precisamente con la escoba y dejarle solo con la carga de la decisión y el crimen, abandonándole sin consuelo ni complicidad. Quizá tomaría la escopeta colgada sobre el espaldar de la vieja cama de bronce. Siempre – pensó – siempre pensé en sacarla y cambiarla de lugar y esconderla, pero la dejé de un día para otro y así ahora está allí y yo acá y la vieja mirando la escopeta y pensando que si maté al Paco me da un escopetazo, que no es corta para pensarlo y llevarlo a cabo.
Un relámpago cruzó el cielo tiñéndose de verde entre los sauces y los camalotales, luego el trueno agitó a la aves y se escurrió por el monte como un tren alejándose en la noche. El hombre se incorporó, la lluvia comenzaba a rizar el río. Caía suave, lenta, puntillosa y apenas chispeante. Pronto haría sonar las hojas de los álamos como si fueran cascabeles y los animales se silenciarían y aquietarían quedando en ese estado de atención y concentración tan próximo a la meditación que hace dudar a los seres humanos de la animalidad que tan fácilmente da por supuesta.
Podía ver la cocina del rancho. En la puerta un gato se lame las patas, somnoliento y ahíto; refugiadas debajo de los ceibos las gallinas disputan por los caracoles persiguiéndose unas a las otras con las faldas levantadas, el cuello estirado y un griterío de burdel; los perros divisan al amo y corren hacía él, le rodean y saltan ansiosos. Está de pronto en la puerta de la cocina. La vieja levanta los párpados pesados apartándose del fuego de leña al que le estaba dando aliento y del que ha obtenido llamas largas y ágiles que le alumbran la cara y marcan inclementes sus infinitas arrugas.
- Vieja – miró con aprensión la escopeta sobre la cama y prosiguió casi sin respirar: maté al Paco – se sentó en la cama con la cabeza baja sintiéndose repentinamente culpable y malvado con una horrible duda creciendo como un gusano en sus entrañas.
- ¿ Lo enterraste? – dejó de agitar el fuego y con una enigmática sonrisa observó la sorpresa de su marido y luego continuó sin esperar respuesta: se merecía el descanso, ya estaba viejo y enfermo, sufría mucho casi ciego... pobre perro. Hiciste bien viejo. Andá a lavarte.
Perplejo y como arrastrando una culpa sin castigo se recostó en la cama mirando el techo murmurando:

- Las mujeres no tienen sentimientos.


Fin - Omar Barsotti – 01/2004

Texto agregado el 28-03-2004, y leído por 166 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
31-03-2004 Más que sorpresivo final. Muy bien plantado elpersonaje del viejo. Mis estrellas neftali
 
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