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HACE NO DEMASIADO tiempo, tomaste la firme determinación de cometer al menos una insensatez por año, y así como hay quienes lanzan sobre los parques poemas desde un avión, tú has preferido un acto un poco más discreto para iniciarte en estos juegos, pretendiendo huir, a lo delincuente, con algún libro costoso de la librería de la esquina. La idea, moralmente condenable –con la que sin embargo te has obsesionado–, se te ha ocurrido hace dos o tres días, el lunes para ser exactos. Mientras pasabas frente a la vitrina, miraste los libros sobre poesía que se apilan al lado de la puerta de salida y has pensado en cuán sencillo resultaría para el amigo de lo ajeno llevarse sin pagar cualquiera de ellos. La boca se te hace agua.

Hoy es el día que has elegido para tu acción de arte. Despertaste un tanto ansioso, viste el noticiero en su edición matinal sin la acostumbrada expresión de desasosiego, al tiempo que sorbías una taza de café que olvidaste azucarar. Te duchaste en silencio, sin tararear la banda sonora que tienes dentro de la cabeza, y luego llamaste a tu trabajo, buenos días, buenos, quiero avisar que hoy no podré ir a trabajar, estoy enfermo, de qué está enfermo, del intestino grueso, adiós. El teléfono suena, seguramente es tu interlocutor que va a exigirte una mejor explicación. Lo dejas sonar; ya viene siendo hora de ir y perpetrar de una vez el delito. No vaya a ser que te arrepientas.

De un momento a otro, da la impresión de que el conserje del edificio, los transeúntes presurosos y hasta el joven saltimbanqui de la esquina te miran con recelo. ¿Será posible que sospechen lo que te dispones a hacer? Cuando falta media cuadra para llegar a la librería, te detienes repentinamente. Una señora cabizbaja choca contigo, se aleja sin siquiera mirarte. Das media vuelta, desandas el camino. Pero tras dudar unos instantes, entras al cafetín de siempre, te sientas cerca de la ventana y pides lo primero que se te ocurre.

AHORA ESTÁS PENSANDO, evaluando la situación y tus posibilidades (es una lástima que no trajeras los cigarros). Caes en la cuenta de que, una vez consumado el robo, no sólo te verás impedido de volver a entrar a la librería: también tendrás que deambular con cierta obligada paranoia, una doble precaución frente a los rateros y a quienes puedan también reconocerte como tal. ¿Valdrá la pena el sacrificio? Sabes, de cualquier modo, que eres un buen tipo, al menos eso crees. No volverás a robarte nada, no mientras puedas evitarlo. Hoy nada más quieres hacerlo para poderlo contar.

Llevas un buen rato allí sentado. En un comienzo, te has entretenido identificando la manera de caminar de cada uno de los paseantes, incluyendo a los cuadrúpedos, pero ya a estas alturas empieza a irritarte tu incómodo estado de indecisión. Allá afuera, las vidas transcurren veloces, frenéticas, prestándose muy poca atención la una a la otra, indiferentes al paso del tiempo y a su propia espantosa rutina. Algo te dice que la tuya consiste, entre otras cosas, en transgredir, sea cual sea el significado de ello. No, no vas a permitir, por lo tanto, que se te pase por delante sin correr ningún riesgo. Resuelto, te pones de pie. Luego de pagar la cuenta, dejas sobre la mesa una propina equivalente a la décima parte del consumo, como toda persona decente debe hacer. Caminas, sigues caminando. Antes de darte cuenta ya estás dentro de la librería.




REVISAS UNA Y otra vez, con fingido entusiasmo, los títulos de la sección de antropología. Te sientes algo nervioso, aunque afortunadamente nadie parece haberlo notado. Segundos antes, saludaste con un gestito de cabeza al vendedor, evitando, eso sí, mirarlo directamente a los ojos. Las manos te están sudando. Será mejor que te mantengas atento a la primera oportunidad que se te presente.

El vendedor de la libería te acaba de dar la espalda por segunda vez durante unos instantes, y en ambos casos decidiste que a la próxima darías el zarpazo. Tu vista está fija en un mamotreto que trata sobre el Museo de la Moda de Tokio, avaluado en sesenta y nueve mil nueve noventa. Afuera, pasa un auto haciendo sonar el claxon. Alguien tose. La puerta está abierta, libre. Atento, el vendedor se agachó a recoger alguna cosa.



AHORA VAS CAMINANDO rápido, espantando a las palomas a tu paso. Corres en dirección a tu edificio, permiso, permiso, buenos días don custodio. A zancadas subes las escaleras, abres la puerta, cruzas la sala y te sientas ante el escritorio. Se te acaba de ocurrir la genial mentira con que has de narrar tu hazaña, y no quieres que se te olvide.

Texto agregado el 27-10-2007, y leído por 136 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
16-10-2009 Y que sintió cuando consumó su acción. Ah? Sin embargo el relato es el relato y hay que apreciarlo como está. Bien!!! aiwin
27-10-2007 Un relato ligero, fácil de leer, aunque parece faltarle cuerpo, cierta densidad atmosférica que no logra proveer el narrador omnisciente. Quizás narrado en primera persona y separando los juicios morales de los hechos a su vez que extendiendo el mundo del personaje; podría situarse como un espacio creíble para el lector. Goudet
 
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