Con sus manos llenas de magia, el ilusionista hacía sus trucos todas las tardes de domingo en ese rincón del pueblo. Ella lo esperaba sentada en una de las bancas de la plaza, para regalarle la más bella de las sonrisas. Así, casi sin darse cuenta, este ilusionista entró en su corazón, haciendo el mejor de sus trucos, envolviéndola en su remolino de fantasía, construyendo castillos en el cielo…
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El mejor de los fantasistas conocidos jamás en la historia, pintó arcoiris que perdieron su color de un momento a otro. El otoño abandonó el sitio y con él se fue este hombre de papel, que dejó más que recuerdos en el pueblo. Con esto destrozó el corazón de la joven, quien a pesar de la lluvia y de la tormenta, seguía esperando todos los domingos sentada en la misma banca, que el ilusionista volviera de regreso al pueblo, para regalarle más que una sonrisa.
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Pasaron los años, y ella tuvo que tomar la decisión de olvidarse, sin querer tuvo que hacerlo. Con el pasar de los años se sentaba junto a sus hijos a ver los espectáculos de los domingos en la plaza, recordando con cada mago que visitaba el lugar, aquél ilusionista que se llevó con él la fantasía y la luz de su vida.