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Desde el dintel la encontró perfecta, comenzando por su larga cabellera rubia cepillada hasta sus blancos talones. Estiró su mano para sentirla pero en segundos huyó y, con desesperación, la buscó en la tina, en la cama, en los recuerdos. La indagó en el corredor que llega a la calle, en su corazón y la olió en su ropa durante toda la mañana. Pero esos lugares quedaron insatisfechos y no tuvo otro remedio que regresar al baño para verla otra vez y entonces aprendió que no debía acariciarla si era verdad que la quería. Así que se conformó y la miró desde allí: su espalda ancha, desde sus hombros tostados, y sus muslos largos pero también sedosos.

Prendió un cigarrillo mientras pensaba en el lugar donde la conoció. Trató de averiguar quién los habría presentado y cuándo estuvieron juntos. Quiso acercársele pero recordó que por desearla había escapado del espejo hacia el fondo de la pared y lágrimas le costó volverla a descubrir.

Pensó que sería una suerte que esta vez saliera por entre esas esquinas del muro del espejo como hoy, que se acercó pero con la bata de encajes de seda blanca y no con el vestido amarillo ceñido que le traslucía la cadera y su bikini y -ahora sí- logró advertirle sus pasos que caminaron desnudos y la conoció de frente al mirarle sus ojos azules de mar, su nariz fina de mujer inmadura y sus labios delgados de rojo sangre.

Trató de empinarse para verle su seno y su vientre -por donde se gesta la vida- pero no alcanzó y se quitó las medias porque eso oyó, aunque le pareció más un consuelo que una orden. Y al levantar de nuevo su mirada la volvió a ver dentro del espejo retocándose su maquillaje.

"Acaríciame suave", le dijo ella y como un autómata la complació pero no estaba allí, por lo que enmudeció toda esa noche.

La siguió en su cuerpo desnudo. En sus labios que se refrescaron. Retornó a sus halagos, a su cadera, a su cuello, pero no estaba con ella. La sentía distante, como otra cualquiera.

Se mortificó todo el día por olvidar quién era la rubia del espejo y desde la puerta aspirando la colilla quiso de nuevo aproximarse a ella pero el miedo a perderla lo inmovilizó. Entonces, como una luz fugaz, la interrogó. Se extasió en su cara de niña buena. Y antes de proseguir con otro interrogante sintió salir del espejo sus dedos perfumados con jazmín para callar su boca y comprendió lo que debía silenciar.

En la noche alcanzó a revivir su memoria y salió al baño para esperarla y mientras disfrutaba de sus pasos desnudos recordó su vida de colegio y la halló dos escritorios más allá del suyo, en el mismo salón de clase, comenzando el bachillerato, y la reconoció idéntica -pero con la falda escocesa del uniforme de gala y las blancas medias tobilleras que sacudía con obstinación. En ese momento se maravilló de su memoria fotográfica porque sintió el latido de su vida, cuando su mano la acarició en el teatro escolar mientras el profesor de biología proyectó la película del martes. Se murió de pánico. Ese recuerdo lo buscó completo, sin fantasía. Miró al espejo y se le disiparon las dudas respecto a ella, porque la observó otra vez descascarando la pared y lamiendo arena.

Ahora piensa que entre más alegrías sienta mayor aflicción debe soportar en los días venideros y no es extraño verle entonces su rostro sombrío y plúmbeo, aislado por el contagio que cree emanar de su arraigado pensamiento negativista y de su fuerte carácter de rechazo social.

Por eso me contagio por el desanimo y entonces me encierro, lloro y me castigo porque tengo clara conciencia de que los días no tienen motivos y el mundo se me asimila a un cabaret: cretino, déspota y con un olor nauseabundo de creolina, piensa. Porque vengo de allí, se dice. A la mierda la realidad que es nacer y morir, repite. Soy un malparido y como soy hijo de nadie, me cago en el mundo, maldice. Y no la escucho, confiesa. Cuando llega el momento de exigirme una idea le respondo en tono frío, fingido y hasta amargo, reconoce. Y es el instante de fastidiarnos. De oírle jurar que nunca más te volveré a ver mientras viva. De escucharle cómo le lanza la vulgaridad a la vida y de ser impotente ante sus volteadas de espalda, se calma. Porque ella también se considera la víctima de una sociedad aparente y cínica, recuerda. Pero cosa rara, reflexiona: en esos estados su sensación es de estar robándole tiempo a Dios y su rabia no le alcanza para lanzarle dardos vengativos a mi enamorado corazón sino que confunde su insuficiencia de utilidad con la presión del jefe que la lleva también a encierros esporádicos y lentos monólogo frente a este espejo que cuelga en nuestro cuarto. Y esa creencia de estar postrada a una estática te enferma y tus nervios te irritan, le sugiere. Y todavía más, ya que si a lo anterior le acumulas abandono-soledad-y-tristeza es natural que yo sea un recepcionista de tu comportamiento y un contador de tu mal genio, le recuerda. Porque sabes que para mi no hay otro amor como tu amor, ni nada igual a la pasión, le canta. Porque además soy una de las pocas personas fieles que se mantiene a tu lado. Te quiero de verdad, me esfuerzo en entenderte y no me importa la discusión en el motel porque tus labios no dirán nunca "no te quiero" y ese ja, ja, ja tuyo me lo confirma. Comprendo tu crisis nerviosa, ya que también soporto un exceso de responsabilidad en ese desmotivado trabajo. Conozco tu interés como mujer ante el mundo. Te respeto pero no te hagas la sorda y no te pongas así amor. Ven, la solicitó. Pon tu brazo acá, le ordenó. Dáme un beso, le suplicó, Nunca me dejes que no te dejaré, le pidió. Lo que es la vida, lo que fue del egoísmo, la envidia que cerca y mata, le cantó.

"¿Háblame, quieres?", le dijo, pero ya no estaba con él.

Volvió a escarbar más adentro en sus recuerdos pero extrajo el dolor por la muerte de su esposa. Esculcó más allá pero cada vez se la ataba con fuerza y horrorizó su memoria.

Caminó hacia atrás en el baño para inspeccionar todo su cuerpo y pidió entender a su manera, la última rutina, y como si hubiese aprendido a leer el futuro de sus días, se convirtió en augur de su vida. Dejará que su encierro de tristezas lo llame al orden de una nueva realidad. Creerá en sus pasos que esperan y aguardan cualquier visita en estos silencios. Sabrá que es martes y soltará el nerviosismo penetrante de entonces por el frío que traen los muertos, pero esta vez lo borrará con mucha solemnidad a través de la mano al aplastar su bigote blanco que lo hallará disminuido por el paso de los años y de la soledad. Cerrará la puerta donde cuelga la calle y sin darse cuenta apaciguará su dolencia al liberar un suspiro ahogado por el amor. Y también sin darse cuenta, su clamor le servirá para depositar otro llanto por su esposa, y entonces, llegará a comprender que todo el torbellino de evocaciones, le atropella en la habitación y le oscurece su interior al sentirse sin solidaridad.

Ahora sabe que ese es su destino inexorable en esa experiencia que soporta desde hace ochenta años. Lo comprende por la ley natural que envuelve a todas las vidas. Y lo acepta con tanta honradez, que una lágrima rueda por sus huesos abultados y recorre en zigzag su cuarteada piel, pero no tiene más para ofrecerse que una cerveza helada y se la brinda porque lo acompaña a su pasado que ha entendido como ajeno.

Ahora entiende a su manera que sus lágrimas le suavizan el hedor de la nostalgia, le limpian la putrefacción de su soledad y le calman el torrente de recuerdos dejados por la vida.

Sin vergüenzas se reconoció en el espejo y buscó a la mujer en él. Se notó cansado, disminuido, pasmoso y un ligero sueño le cerraba el sudor de su cara, pero desde el dintel la observó completa caminando desnuda por la media luna del espejo, esperándolo mientras peina su larga cabellera rubia.

Texto agregado el 20-10-2007, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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