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-¿Qué hacer cuando el rodeo se hace eterno? Cuando llegas al pie y te tropiezas con una inmensidad indiferente ¿Qué hacer con la montaña? ¿Se puede vencer una montaña? ¿Se la puede convencer? ¿Se la puede ignorar?
Tenemos montaña, ella no piensa en nosotros ¿podremos hacerla nuestra?
Quizá la dificultad nos dé la vida. Cuando la meta es el horizonte no se puede considerar el alcanzarla. Pero la montaña es incontestable, está ahí y, si no nos ignorara, destilaría suficiencias hasta ahogarnos.
Nos sentamos en las faldas, respiramos, dormimos a su sombra. Es un engaño que el horizonte no se aleje, en nuestra mente se va a nuestras espaldas y nos mira de frente. Y el frío nos alcanza, olvidamos que nuestro avance huye de la noche, y algo cristaliza en nuestro centro. Y olvidamos que la noche llega, pero no se va. Hay que vencerla, cada vez es más difícil.
Nos dejamos llevar por un susurro que no nos habla a nosotros, que simplemente está ahí que es estando, que nos llama en la exacta medida que lo seguimos. Dormimos, sentimos crecer un sueño de piedra, de frío y raíces profundas y noche eterna. El abandono es quizá el sentimiento más prohibido, más hermoso. El pecado máximo es dejarse de ser, los ángeles, que nunca fueron, eso no lo entienden. Sólo Dios lo ve y lo envidia.
Quedamos allí, hechos uno, consumados en la fusión plácida de la cesión y siendo ya poco más que otro obstáculo acumulado en el camino…

Los fieles miraban a lo alto. Se erguía frente al amanecer y la luz incidía directamente sobre sus ojos flameantes. Cuando la fiebre entraba en él, cuando alzaba los brazos y la voz y miraba más allá de cuaquier barrera y extraía y les arrojaba la verdad a las cabezas todo, las dudas, le hambre, la sed, la sed, la sed, el hedor de los muertos, de sus propios cuerpos consumidos, el dolor, el escozor en las heridas cobraban el único sentido que habrían de tener; sentirle, seguirle, serle.
Los lanzaba, ola tras ola desesperada contra el muro impávido, contra la montaña erizada espadas y lanzas, fraguada de escudos y brazos de hierro. Pura carne desnuda, casi inerme, contra la montaña. Armada con palabras, eso sí. Palabras del fuego de su voz que les chispeaban en el alma antes de apagarse.
Y él, en lo alto, miraba con infinito despego por encima de la montaña, por encima del llano de carnes desmadejadas, por encima incluso del cielo y de un Sol sangriento nacido no más que para iluminarle hablando, clamando, lanzándoles como a olas, olas contra la barrera indiferente.

Texto agregado el 25-03-2004, y leído por 174 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
22-04-2005 Sólo decir que envidio tu forma de escribir... Salud! Desdentado_Daroca
 
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