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Se decía que ella al besar, dejaba algo en las bocas de sus víctimas. Cómo lograba besarlos, ese era el objeto de mi intriga. Yo había salido años atrás de la academia de policía y me había incorporado a la elite de detectives privados por pura vocación, pues soy un “voyeurista”, un entrometido y un pendenciero. Porque me gustaba y disfrutaba persiguiendo al infiel, al adúltero, tomarle fotos, películas, grabaciones de voz. Y sin querer, por error, la descubrí a ella.

Esa noche yo había entrado a una barra siguiendo al marido de una congresista. El trabajo era minucioso, delicado, acorazado por la más meticulosa secretividad. Debía ser yo lo mas discreto posible. Así que cuando noté al adúltero marido besuqueándose con su sobrina menor de edad, no pude más que agradecer mi buena suerte. Me senté a lo lejos, pero frente a ellos, cerca de unas mesas con velas en la parte de atrás, y desde allí comencé a tomarles fotos digitales, que luego enviaría al correo electrónico de la diva política que ahora pagaba mi renta.

Iba por la segunda toma cuando, sin darme cuenta, me percaté de una escena muy fogosa en la mesita de al lado. Estaba este hombre, alto, rubio, de ojos claros, besando y siendo besado por la mujer más hermosa que hubiera un ser humano descubierto jamás. Me di cuenta de pronto de que había estado demasiado tiempo observándola cuando, sin ningún tipo de remordimiento, ella me miró a mí. Fija. Altiva. Desafiante. Tragué rápido y bajé los ojos, sólo para descubrir que por algún espacio de tiempo había sido negligente enfocando al esposo de mi clienta y las últimas fotos, todas, se habían echado a perder. Eliminé las imágenes inútiles de la cámara y continué mi trabajo. Claro, sólo para luego descubrir que la chica me estaba mirando atenta, etérea, dedicada, esta vez mientras obsequiaba un beso francés.

Aquello me desquició y no volví a saber de mi encomienda hasta que esta mujer espectacular dio un giro a su lengua, todavía dentro de la boca del individuo, y depositó en sus adentros un fruto de color marrón.

— Sabe a almendras. — musitó él mientras lo masticaba y seguía besándola a ella.

Entonces ella se levantó de pronto y se dirigió hacia la puerta, y mientras lo hacía, el caballero al que acababa de besar y abandonar se quedó allí muerto. Inerte. Sin vida. Simplemente dejó de respirar.

Desde ese momento comencé su búsqueda. En bares, antros nocturnos y discotecas. Y siempre la encontraba de la mano de otro caballero nuevo. Caballero que se embriagaba en su encanto, en sus curvas, en aquel cabello largo que le cosquilleaba el rostro, en su sonrisa de diosa romana que hipnotizaba y urgía a entregarle la vida. Sandra era el nombre, y lo descubrí porque varios de estos hombres mientras la besaban, le gemían: “Oh, Sandra, eres maravillosa. Sandra, vámonos de aquí. Sandra, quiero amarte toda la noche”. Pero Sandra nunca se iba. Al menos nunca con ellos, porque se quedaba y siempre partía sola al final. Dejándolos comiendo aquellas “almendras”.

La noche antes de encararla me preparé. La persecución sehabía convertido en un lazo obsesivo, en la espina de mi carne. Había abandonado mis otras tareas, mis otras responsabilidades, mis otras misiones por la cruzada de perseguirla a toda hora y a todo lugar. Había olvidado todas mis obligaciones. Entonces me dije a mi mismo: “Esta noche esto termina, la vas a besar, la vas a saborear, pero en el momento decisivo, en el momento de la almendra, la vas a enfrentar, la tienes que aprehender y entregarla a las autoridades.” Se había descubierto que el ataque al corazón en cada víctima no era más que un efecto demoledor del fruto que encontraban en sus estómagos y tráqueas. Era una semilla, muy poderosa y venenosa, la patus sebaceous, a la que sólo muy poca gente era inmune, pero que al resto de la población le era mortal. Eso explicaba por qué ella se la pasaba en su misma boca, entre su propia lengua, mordisqueándola leve y provocativamente con los dientes, sin recibir ningún efecto devastador aparente. Descubrí también por uno de los reportajes que la semilla era amarronada, de la familia de las legumbres y subfamilia de las habas, con un sabor muy particular pero que a menudo se confundía como almendrado. “A mi no me la echas, víbora. A mi no. Vas a ver.”

Esa noche nos citamos a las nueve. Ella llegó a las diez. Tarde pero triunfadora, espectacular como siempre. Yo me había puesto espejuelos y me había pintado el cabello con un spray para oscurecer. Pero vestía mis mejores galas, mi mejor perfume, enjuagador bucal y blanqueador de esmalte. En la muñeca iba mi Gucci de lujo y en la oreja una pendiente de oro al estilo Versace. Estaba de revista.

Nos vimos, nos olimos cada uno por el cuello. Nos sentimos cada cual palpando las manos, los brazos, subiendo a los hombros, enredando el cabello, olfateando la nuca con exquisitez. La música se escuchaba de fondo a lo lejos. Ella repitió mi nombre eufórica con total anhelo. Yo decía irreverente “¡Que buena estas, Sandra! Me tienes loco.” Cada vez que me hallaba con el lóbulo de su oreja lo lamía, lo mordisqueaba ensimismado su eterno sabor a miel, sucumbía a sus embriagantes besos llenos de promesas tibias, adornados por su mano y su vaivén. Entonces noté algo nuevo, quizás insignificativo, algo que quizás había hecho con otros, o quizás no… no lo sé. Simplemente me frotó una fragancia. Fue algo tenue. Fugaz. Usó su dedo índice para pasarlo por arriba de la comisura de mis labios, entre el superior y mi nariz aguileña, de a poco, de a poquito, así nomás. Y esa esencia, aquel brebaje, tal poción, esa fragancia endulzante, atenuante, lenitiva por demás me hizo mirarla, sólo mirarla. Y observar de modo alucinante, casi inconsciente e irreflexivo como mi cuerpo se despojaba de toda voluntad y seguía a Sandra y, a su hasta ahora ignorado, poder hipnótico.
A la sazón, mientras en cámara lenta la veía extraer la semilla marrón, y colocarla como anzuelo azucarado entre sus dientes, mi subconsciente recolectaba atónito el hecho memorativo de que precisamente una de las características principales del cloroformo es su olor suave, dulce y se podría decir que hasta agradable. Y que el mismo además de ser un poderoso e indulgente anestésico en grandes cantidades, es un maravilloso hipnótico en dosis menores, a parte de estar altamente demostrados su elevada toxicidad y su fácil descomposición ante la luz o el aire transformándose en insospechado cloro.

Así que inmóvil, indolente, carente de objeciones y sin ninguna intención de contener aquel letargo, la presencié dotada de hermosura mientras me asesinaba.

Se decía que ella al besar, dejaba algo en las bocas de sus víctimas. Cómo lograba besarlos ya no sería el objeto de mi intriga.

Texto agregado el 19-10-2007, y leído por 169 visitantes. (0 votos)


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