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Nunca supo, Paulina, si habían sido aquellos yuyos preparados por la vieja nodriza india, y que había bebido a sorbos cortos, porque la garganta se le apretaba, dura, y le costaba tragar. Nunca supo si fueron aquellos yuyos, a sorbos empujados por lágrimas secas, los que le provocaron el aborto. Tampoco supo, pero no le importaba saber por qué su padrastro la odiaba, y suponía que porque la odiaba la había embarazado, y después le había dicho:”tu vientre está maldito, vos no lo vas a tener.”
Había un rancho, la soledad, el sauce y el río. Había en Paulina, el miedo atávico a la oscuridad, a las tormentas, a los vagos espíritus errantes, que los relatos de la india evocaban cuando Paulina era una niña, y que la india contaba desde la ambigüedad de la superstición y de la memoria enflaquecida por los años.
Paulina tomó el té con la cara ardiendo todavía por la bofetada abierta de su padrastro, bajo la mirada negra de los ojos achinados y negros como la noche cerrada, como el gato de pelo negro que se pegaba a las piernas del hombre, y parecían uno solo vigilando a Paulina, que tragaba el odio y el miedo a cada sorbo corto.
Dos días después, la sangre oscura, el coágulo, casi la muerte.
“Lo enterré debajo del sauce”, dijo él. Y no dijo nada más, en esa soledad casi nunca se hablaba, se obedecía, pero Paulina supo en seguida lo que había querido decir, y tuvo más miedo. Prefería la mano pesada asestada sobre la incredulidad de su cuerpo pequeño, prefería la lujuria perversa que la abría al dolor, pero no quería pensar, trataba de alejar su pensamiento del sauce y del hueco clavado justo cerca de las raíces del sauce.
A veces, se acercaba al río para acarrear agua, para refrescar la piel de los veranos, para limpiarse el cuerpo, del cuerpo del hombre de ojos achinados y negros, pero siempre lejos del sauce. El sauce lamía el río en la parte más estrecha, por allí era fácil pasar al otro lado. Del otro lado, el pueblo, de este lado, el sauce, la soledad, el rancho.
Siempre estaban juntos,el hombre de ojos achinados y negros y el gato de pelo negro como los ojos del hombre. Paulina pensaba que el gato era como una parte del hombre, como una sombra o una prolongación.

A veces, el hombre se iba al pueblo, remontaba primero el río en un bote pequeño, y aunque Paulina sabía que era más fácil cruzar en la parte más estrecha, también recordaba que estaban el sauce, y la raíces, y el hueco rojo. El hombre se iba al pueblo, y el gato aparecía desde detrás de un mueble, de una mata de pasto, de cualquier lado y en cualquier momento. Entonces Paulina sabía que el hombre se quedaba, aunque se fuera.
No le dijo que se iba, nunca le decía nada, pero Paulina lo vio subir al bote y remontar el río.
Al atardecer, la tormenta se precipitó de pronto en oscuros remolinos de agua, y viento desmesurado, que sacudieron con crueldad al río, al sauce y al rancho.
El vendaval duró toda la noche, y el otro día y toda la otra noche. Después, la calma. El hombre de los ojos achinados y negros no regresó ese día, ni al otro día, ni tres días después de ese día. “El bote era muy chico”, pensó Paulina la quinta noche después de la tormenta ; cerró los ojos y se durmió.
Despertó de una pesadilla que no recordaba.El aire estaba fresco y la noche limpia, silenciosa, estrellada. El hombre no había vuelto, buscó, esperó ver salir al gato de debajo de la cama, pero el gato no salió. Esperó verlo salir de atrás del armario sucio o entrar por la ventana abierta, pero no. Se levantó despacio, con cuidado, con los ojos preparados para ver, para adivinar la silueta, la sombra negra, y caminó descalza por el suelo de tierra del rancho. Pero el gato no estaba dentro del rancho.
Respiró en la noche abierta, la ausencia, la libertad que le proporcionaba la ausencia del gato y la ausencia del hombre de los ojos achinados y negros y caminó hacia el río. Tal vez ahora las cosas fueran distintas, pensaba, tal vez ahora el hombre se hubiera hundido con su bote y con su sombra. Cuando llegó al río se animó, de a poco, a acercarse a la parte estrecha, la que lamía el sauce. Llegó lenta, el aliento, los latidos del corazón detenidos de miedo y de incertidumbre.
Una grieta de luna iluminaba el lugar en donde antes de la tormenta latía el sauce.Ahora el sauce yacía desgajado, ofreciendo a la noche las raíces dolientes y el hueco vacío.Al lado del sauce, el gato. El gato la miraba quieto, aunque tal vez no estuviera mirándola, pero estaba quieto, inmóvil, sólo se movían los párpados que se entrecerraban con engañosa somnolencia.Y entre cada parpadeo lento dejaba entrever la luz acechante de los ojos absolutos, sin pupilas.

Paulina sintió un dolor profundo en el vientre, un dolor agudo que le sangraba y le manchaba los muslos.
El gato ahora, tenía el hocico fruncido y dejaba ver desagradablemente los dientes, cuando de su boca escapó algo que parecía un maullido distante, pero que no era un maullido.
Era un rumor, un quejido, el quiebre sofocado del llanto de un niño.




































































































































































































Texto agregado el 25-03-2004, y leído por 360 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
14-05-2005 HERMOSO!! me atrato tu cuento tan desgarrador como triste... pobre Paulina. se me enfrio el mate nocturno. mañana te sigo leyendo te felicito escribes muy bien, se nota que tienes estudios. leo en tus textos palabras que mi bocabulario no aprendio. mis ***** para ti un abrazo. nilda
26-03-2004 Joer...que tensión y que final. Esta muy bueno, hasta lo del gato está bien hilado. Saludos. nomecreona
25-03-2004 Gracias, Irreverente y margarita. Yo también quiero a los gatos, pero como simbología, lo elegí así. Yuyos, aquí, le decimos a hierbas, que pueden ser medicinales, o utilizadas con cierta intención. Despectivamente por pasto. Algo así, no conselté el diccionario, me guié por mi autodiccionario. Pero algo así es. Ximena Ximena
25-03-2004 Un texto magnífico, donde el climax obsesivo y trágico se ha conseguido por medio de repeticiones, como esas cantinelas que se repiten sin cesar. El gato, magnífico símbolo de lo oscuro, de lo tétrico. Única oblección. Mi gato es negro, de terciopelo, con ojos amarillos, pero tan manso y cariñoso como un corderillo. Por cierto, ¿qué son yuyos? Aquí, sentir yuyo es algo así como sentir miedo y escalofrios. margarita-zamudio
 
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