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Memorias Abaciales
El alba ya despuntaba la montaña veteada de nieve que a la distancia se veía esponjosa y cálida, los pájaros han comenzado a trinar mientras que el frío se cuela por debajo de la puerta a mis espaldas y un escalofrío traspasa este pesado hábito que llevo como señal de obediencia y castidad.
Corre el año de 1467 mientras escribo estas líneas, que espero, se conserven para la posteridad, relatando uno de los sucesos mas trágicos que aquel pueblo bárbaro del este cometió contra nuestra abadía hace ya 32 inviernos como este.
El sol no se había asomado cuando en la abadía ya había el movimiento habitual, algunos criados cocinando, otros organizando las pesebreras y nosotros los monjes en la oración en ayunas que era costumbre desde nuestros tiempos de simples novicios para alabar a Nuestro Señor con un mínimo sacrificio ante la enormidad de Su magnificencia; recuerdo al abad a mi lado moviendo nerviosamente las manos mientras que de su boca fluía el latín puro, no vulgar como se está haciendo corriente durante estos tiempos. Yo movía mi camándula calmadamente en contraposición al acelerado curso que había visto en los últimos días en el Superior, cosa poco habitual en él. Siempre había sido muy calmado, pausado y sabio, resolviendo aquí y allá problemas menores que surgían entre la servidumbre y una que otra vez intercedió, a pedido del pueblo, en asuntos mayores que logró resolver con su gran inteligencia; él sí se merecía estar al frente de la Abadía de Nuestra Señora de Figosa.
Continuamos orando hasta que el gallo cantó y nos dirigimos a desayunar pero al llegar al comedor me di cuenta de que el maestro no estaba ya a mi lado, lo busqué por encima de las cabezas de mis hermanos pero no vi esa particular coronilla calva que debería estar a un puesto del mío, aunque comí pan recién horneado con huevos y leche con la misma tranquilidad de siempre
Transcurrió el día y noté de nuevo la ausencia de Moskoroni en el almuerzo, cosa que empezaba a preocuparme así que comencé a indagar a los criados pero la mayoría no sabía dónde estaba, solo algunos supieron responderme que estaba encerrado en su celda y solo salía para encomendar unas cartas selladas con el anagrama de la abadía por lo que dejaba entrever que estaba escribiendo cartas oficiales, quizá al emperador o al mismísimo papa; este detalle me dejó bastante intrigado porque eso solo se hacía en periodos en los que se necesitaba ayuda o se comunicaban importantes noticias y como monje de confianza de la compañía sabía que no había ninguna noticia de tal magnitud como para comunicarla con el sello monástico, aún así no indagué para nada a Moskoroni porque confiaba en su indudable inteligencia.
Ya el sol comenzaba a ponerse y el llamado de una campana nos convidó de nuevo en la capilla para rendir los últimos honores al Creador y allí volví a verlo mas alejado de los normal e igual de agitado como lo estuvo en la mañana; apenas terminó la acción de gracias tomé la determinación de acercarme a él para averiguar que era eso que lo tenía tan mal pero cuando estuve a dos pasos me espetó un “sígueme” y se dio la vuelta para dirigirse a su despacho, lo seguí callado esperando alguna otra palabra, pero entró al recinto circular, cerró la puerta con llave y me invitó a sentarme, me quedé mudo al ver como los años se le reflejaban en ese rostro generalmente jovial y supuse que el asunto no marchaba bien.
“Tenemos serios problemas” comenzó, “hace días recibí una carta anónima que me indicaba que los ejércitos del este, enemigos de nuestra nación y en especial de la religión estaban marchando hacia acá, con una seria posibilidad de acabar con todo lo que se cruce en su camino y, como bien sabes, el pueblo de Figosa y la abadía son lo primero y ruta obligada para acceder al interior”.
Soltó todo eso tan rápido que me quedé de una sola pieza, no podía creer que después de tanto tiempo de paz el azote fuera a empezar de nuevo. “¿Para cuando estarán acá?” alcancé a preguntar “quizá para mañana o esta misma noche” respondió con pesadez. Ahí comprendí que todas esas cartas eran para pedir la ayuda que tanta falta nos iba a hacer y pregunté, temiendo a la respuesta, si tendríamos alguna mano amiga. “No, el emperador no alcanzará a llegar con las tropas así que solo Dios y su infinito poder podrá ayudarnos”. Con esta última frase salió de la habitación dejándome solo con mi mente hecha pedazos por lo que me retiré a mi celda con un remolino frente a mis ojos y me acosté sabiendo que esa noche no dormiría.
Un estruendo me sacó del letargo en el que estaba, este venía de abajo, de la muralla de piedra que rodeaba a la edificación, de inmediato me levanté y comencé a sacar a los monjes que pude de su celda para llevarlos a un lugar que pocos conocíamos; opté mas que todo por los jóvenes confiando en que si algo muy grave llegaba a suceder ellos continuarían con la obra que durante cientos de años hemos construido a punta de conocimiento y fe. Bajamos apresurados las escaleras hasta llegar a la cocina, corrimos el estante de los platos y abrimos una puerta que daba a una rampa empinadísima que se perdía gracias a la oscuridad del lugar, cogí una lámpara que encontré en el comedor y comenzamos a bajar sin saber a donde exactamente a donde llevaba, solo sabía que era a un lugar seguro. Llegamos a otra puerta mas baja que daba a un sótano donde había muchas cosas abandonadas, los hice entrar allí y subí de nuevo hacía los aposentos en busca del abad; los gritos se escuchaban abajo donde vivían los criados y oscuros lamentos se elevaban en la noche fría, a veces se alcanzaban a ver reflejos del fuego que consumía las pesebreras.
Entré a la habitación privada de Moskoroni pero estaba desierta, solo el mobiliario, desconcertado crucé los pasillos de las celdas y entré en la capilla, lo encontré allí arrodillado en la primera banca con su camándula con una calma que no empataba con la situación, intenté arrastrarlo para que fuera conmigo al escondite pero rehusó mi insistencia sin decir una sola palabra, se negó completamente a ser salvado y se quedó plantado frente al altar rezando una y otra vez sus interminables oraciones en latín. Lo miré desconcertado sin poder entender por qué una persona de tal sabiduría quería morir de una manera que seguramente no sería la mejor y aceptando los designios, seguramente divinos, di media vuelta para regresar. Durante el trayecto de la capilla al sótano escuché como avanzaban quemando y destruyendo todo a su paso, motivo por el cual aceleré el paso para encontrarme con los que había podido salvar y me esperaban pacientemente en el sótano.

Fueron oscuros días de refugio; mi alma buscaba desesperada la paz del Señor pero no la encontraba, los maleantes habían robado todo, hasta nuestra tranquilidad. Pasó una semana hasta que por fin pudimos salir pero encontramos todo en ruinas. Aquel pasado glorioso se había escapado junto con el humo que ennegreció las rústicas paredes del templo, la casa del abad, los establos y demás edificaciones que antaño elevaban una voz de poder y riqueza. Nuestra abadía sucumbió ante la ira y el odio de los hombres incultos que la atacaron, de la gran biblioteca solo quedó la ubicación porque lo demás se perdió. Ante tal panorama devastador mi corazón también se derrumbó y con lágrimas en los ojos partí de aquel lugar donde tantas maravillas había visto y vivido hasta encontrar este refugio santo que guardará mis huesos en una humilde urna y mi gastada memoria en estos folios en los que también grabé con lágrimas mi pasado grandioso y destruido en su momento. Para dejar de lado tal sentimentalismo poso ya mi pluma y que descanse acá el pergamino ante tanto rasgueo sin misericordia.

Texto agregado el 15-10-2007, y leído por 59 visitantes. (0 votos)


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