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Penélope y yo

Mientras que para algunos estudiantes el primer día de Universidad consistía en recorrer el campus intentando localizar las aulas, los laboratorios o la cafetería, para mí se convertía en el inicio de una apasionante búsqueda de alumnas guapas, solas y desorientadas, que me permitiesen desarrollar todas mis facultades naturales de seducción.

Sólo unos ojos experimentados como los míos podrían haber descubierto la belleza intacta de Penélope, oculta como estaba bajo una gabardina innecesaria para el soleado día que disfrutábamos y demasiado aparatosa para un cuerpo que yo adivinaba firme pero delicado. Me acerqué a ella con aire distraído e inicié mi acostumbrado ritual:

-Perdona, ¿sabes dónde está la Secretaría? Me hago un lío con los papeles y…

Me miró como se mira a una cucaracha que uno no se atreve a pisar para no mancharse la suela de los zapatos. Negó con la cabeza y se marchó con paso rápido. Me dio tiempo únicamente a ver que llevaba el pelo corto y que usaba gafas grandes, pero, y aunque entonces yo no lo sabía, su preciosa cara ya se había instalado dentro de mí.

Por supuesto que aquel pequeño tropezón inicial no iba a suponer mi retirada. No era la primera vez que algo así ocurría y siempre había logrado completar mis conquistas con resultados altamente satisfactorios. Y sin embargo, con Penélope parecían no funcionar ninguna de mis reconocidas estratagemas, pues durante las siguientes semanas sólo conseguí arrancarle algunos monosílabos desganados. Ni una sonrisa, ni una fugaz esperanza agazapada en una mirada furtiva. Nada. Probé el acercamiento a través de las que parecían sus amigas, pero aparte de enterarme de su nombre lo único que escuché fue un desalentador: “¿Penélope? Esa no sale con nadie” que casi logró que empezara a olvidarme de ella.

No obstante, cierta mañana, en uno de los pasillos de la Facultad, oí que me llamaban desde un grupo que formaban Penélope y varias muchachas más. Me acerqué y una de ellas dijo:

-¿Tienes tú los apuntes de Francés? Pásaselos a Penélope, que ya los copiaremos nosotras.

Aquello pareció sorprender tanto a la aludida como a mí, pero yo estuve más veloz:

-Claro, claro. Pero es que los tengo muy desordenados –y dirigiéndome a ella dije- Será mejor que quedemos en la cafetería para comer algo y los pasamos a limpio.

Penélope intentó protestar pero ya las demás asentían dándolo por hecho y yo me alejé para no estropear mi ansiada cita al tiempo que la muchacha que me había llamado me despedía con un guiño cómplice.

Aquel mediodía, mi primer encuentro con Penélope lo comencé pertrechado con mis tópicos de conquistador trasnochado, queriendo epatar y deslumbrarla con mis invenciones, pero lo terminé desarmado y derrotado por su mirada dulce y por los esbozos de sonrisa que me dedicó. Cierto que no habló mucho, que se resistía a confiarse como si se escondiera tras un muro que le proporcionaba seguridad, pero a mi me bastaron aquellas pocas palabras para olvidar mis ínfulas pueriles y conversar con una sinceridad que no recordaba en mucho tiempo.

Me las apañé para lograr una segunda cita y a esta le siguieron otras. Cada vez se abría un poco más a mí. Le costaba, pero si llegaba a relajarse se convertía en una criatura encantadora. Hablamos de música, de cine, de libros. Era bastante culta y, por primera vez en mi vida, no me importaba reconocer mi ignorancia las muchas veces que no lograba seguirla.

Estas reuniones se vieron interrumpidos por las vacaciones de Navidad, en las que ella regresó a su pueblo. Yo las aproveché para ayudar algo en mi club de tenis, al que tenía demasiado abandonado durante las últimas semanas a pesar de que pertenecía a su Junta Directiva. Me ofrecí voluntario para ordenar un cuarto trastero lleno de papeles viejos, raquetas usadas, redes y rodillos, y así, además de paliar mi mala conciencia, los días pasarían más rápidos en espera de mi rencuentro con Penélope.

Durante una pausa en el trabajo hojeé un antiguo ejemplar de “Todo tenis”, revista a la que el club estaba abonado, y cuál fue mi sorpresa al descubrir en una de sus páginas la fotografía de una niña de doce o trece años vestida de tenista con una cinta en la melena y sujetando graciosamente una raqueta en sus manos. Se trataba sin duda de Penélope. Aunque llevaba el pelo largo era fácil reconocer su sonrisa y la forma de ladear la cabeza. Lo confirmé leyendo el texto que acompañaba a la foto, donde se podía leer su nombre completo y se referían a ella como a “una joven promesa del tenis nacional”. Guardé la revista con alegría para enseñársela a Penélope cuando comenzaran las clases. Nunca habíamos hablado de tenis, pero ahora ya teníamos otra cosa que nos unía.

Sin embargo, cuando comenzó de nuevo el curso ella no acudió a la Facultad. Esperé impaciente dos o tres días antes de preguntar a sus amigas, pero ninguna de ellas sabía nada. Yo ignoraba donde vivía, no tenía ningún número de teléfono donde localizarla. A los quince días, cuando yo ya comenzaba a desesperar, apareció por fin en clase. La interrogué con avidez temiendo que hubiese estado enferma o que hubiese ocurrido algo en su familia. Me contestó con la mirada perdida diciendo que había estado “por ahí”. Parecía más taciturna de lo habitual y pasaron varios días hasta que recuperó la normalidad. Me acordé entonces de la revista y, aprovechando una pausa entre dos clases, se la mostré. Me sobresaltó su reacción, pues en cuanto la vio, la tiró con fuerza al suelo y abandonó atropelladamente el aula con los ojos enrojecidos mientras gritaba: “Tira eso, tíralo”. Me levanté para seguirla y la alcancé cuando llegaba a la gran escalera principal.

-¿Pero qué pasa? ¿Qué te ocurre?

-Déjame –contestó sin detenerse.

-¿Eres tú la de la foto, verdad? Jugando al tenis.

Se detuvo en seco y me miró con rabia:

-Escucha: nunca, nunca me hables de tenis ¿entiendes? –y siguió su camino.

Pasaron varios días antes de atreverme a abordarla de nuevo. Por supuesto no mencioné lo ocurrido y por nada del mundo hubiese hecho referencia alguna al tenis. Reanudamos nuestros encuentros y pasé los más maravillosos meses de mi vida. Estábamos cada vez más compenetrados y yo ya me sentía dispuesto a reconocer abiertamente que me había enamorado.

En el mes de abril Penélope volvió a desaparecer durante veinte días sin que yo lograra averiguar ni la causa ni el destino de sus ausencias. Intimábamos, pero se guardaba una parte de su vida para ella sola y cambiaba de tema si le preguntaba por su familia o su infancia. Por mi parte, casi sin darme cuenta, visitaba cada vez menos mi club de tenis.

Cuando se terminó el curso se nos podía considerar novios formales en toda regla. En la fiesta que se celebró yo bebí más de la cuenta sin acordarme de que había abandonado la costumbre en los últimos tiempos. Me sentía mareado, casi había perdido el control, pero no me importaba. Penélope era mi novia y yo era feliz. Salí del salón de actos para que la brisa de la tarde refrescara mi cara y me derrumbé en un banco del gran jardín del campus. La cabeza me daba vueltas y los sonidos retumbaban en mi embotado cerebro, por lo que sólo me di cuenta de que un hombre se había sentado junto a mí cuando me habló.

-Así que tú eres el amigo de Penélope.

Entrecerré un poco los ojos para centrar mi mirada y vi a un tipo elegante con un rostro familiar.

-Encantado. Soy el padre.

Traté de incorporarme para adquirir una postura más digna y balbuceé una disculpa.

-Oh, no te preocupes –dijo-. Yo también estoy un poco borracho.

Tenía el pelo blanco y se adivinaban grandes ojeras tras sus modernas gafas.

-A decir verdad –continuó-, casi siempre estoy borracho.

Empezaba a caerme bien. Se notaba que tenía ganas de hablar y yo no se lo iba a impedir. Me contó muchas cosas de la niña Penélope que me hicieron sonreír mientras a él se le nublaba la vista. Seguro que había sido un buen padre. No me costó preguntarle por el tenis.

-¿No te ha dicho ella nada? No sé si yo debería…

Quizás no debía haberme dicho nada, pero lo hizo. Tal vez por el alcohol, tal vez por descargar algo del peso que lo aplastaba. No era extraño que Penélope no quisiera saber nada del tenis. A los trece años, como bien decía la revista, Penélope se estaba convirtiendo en una gran jugadora con posibilidades de llegar a la élite en poco tiempo. Aquella destreza no se debía, sin embargo, a una afición innata en ella, sino más bien a una imposición de su madre, quien había volcado sobre su hija todas sus ambiciones y anhelos para que llegara a ser campeona, la número uno. Ser el segundo en algo, decía, es no ser nada. Contrató a la mejor entrenadora para que le diese clases siete días a la semana, la sometió a una estricta dieta alimenticia y la inscribió en cuanto torneo local o provincial llegaba a sus oídos. Penélope aceptaba con resignación estas obligaciones por no disgustar a su madre, a la que siempre había estado muy unida. En cierta ocasión se celebró una competición en una ciudad alejada que precisaba que Penélope y su entrenadora pernoctasen en un hotel. La madre quiso darles una sorpresa y se presentó por la noche en la habitación sin avisarlas. Se las encontró desnudas en la misma cama y a Penélope llorando. Tras los primeros momentos de estupor y abrazando a su hija para que se calmase, comenzó a gritarle a la entrenadora todo lo que se le venía a la mente, amenazándola con llamar a la policía en ese mismo momento. Pero ésta no se amilanó, sino que se enfrentó a ella. La madre se enteró así de que no era la primera vez que ocurría, y escuchó con asombro que si presentaba la denuncia ya podía olvidarse del futuro como tenista de Penélope. Tenía la suficiente influencia en ese mundo para que, a una palabra de ella, se le cerrasen todas las puertas. Con gestos tranquilos, la entrenadora se vistió y salió de la habitación.

Lo más asombroso fue que la madre de Penélope no hizo nada. Por muy penoso que le resultase lo que había visto, la sola idea de renunciar a ver a su hija convertida en campeona se le hacía insoportable. Durante los siguientes días trató de restar importancia a los hechos ante los sollozos de su hija. Le decía que no era para tanto, que ya buscarían a otra entrenadora, que pronto estaría todo olvidado. Pero a Penélope se le fue cayendo el velo que ocultaba la verdadera faz de su idolatrada madre. Desde entonces ya no fue la misma. Se volvió una criatura solitaria, huidiza y resentida.

Su padre me dijo que llevaba varios años divorciado, que se sentía culpable por no haber defendido a su hija cuando se enteró, pues había adoptado la cómoda postura de ponerse del lado de su mujer, escudándose en sus muchas obligaciones y en un anticuado concepto machista de la educación de los hijos. Ahora, cada vez que tenía ocasión, corría para estar con ella.

Me despedí de aquel hombre triste y busqué a Penélope entre el bullicio de la fiesta. La encontré charlando animadamente con unas amigas y la abracé por detrás. Le besé el cuello y ella ladeó la cabeza con un sutil estremecimiento.


Texto agregado el 12-10-2007, y leído por 64 visitantes. (0 votos)


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