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En el cielo había tantas luces, pero el pequeño ventanal sólo permitía observar una diminuta porción de nube. Una pequeña esperanza que quizá en tiempos añejos pudo haber complacido a un par de enamorados que intentaban encontrar en esas formas a los animales del zoológico o a los dioses griegos.
Cinco y cuarto. En la esquina derecha de la habitación, Alejandro corría a través de esos paisajes invariablemente blancos y naranjas, con esas gotas de sudor bajando por su semblante. Qué calor que hace, y este tiempo que no pasa, pensó. A su izquierda otros individuos lo acompañaban en esa maratón de meta inalcanzable y difusa.
El espejo de enfrente reflejaba algo más que las sudorosas caras de todos ellos. Quizá era un punto para descansar esos ojos acostumbrados a tantas piernas.
Cinco y veinte. Qué calor que hace, y este tiempo que no pasa, pensó toda la fila de corredores.
Una mujer de pelo rubio ocupaba la esquina izquierda de la habitación. Observaba las negras calzas que cubrían sus rodillas –que subían y bajaban lentamente-. Intentaba parecer complacida con esos cuádriceps que cada día eran más fuertes. Sin embargo no se animaba a preguntarse cuántos escalones invisibles había subido, cuántas torres Eiffel había escalado.
En el centro de la sala, viejos gladiadores con ropa deportiva y poderosos bíceps luchaban frente a unos entes sin vida. Estáticos, inamovibles, pero a la vez duros de vencer y pesados de levantar. Un chico de cara enjuta los acompañaba. Peleaba con entusiasmo, pero sus catorce años le decían basta.
Cinco y media. Qué calor que hace, y este tiempo que no pasa, pensaron todos a la vez.

Colgados del techo, los televisores eran el único punto de observación común para todo el grupo. Los tres acordes de las canciones de moda del canal de música tranquilizaban los sudorosos oídos de los individuos. Acostumbrados al ruido constante, jamás al silencio.
Alejandro seguía corriendo, ya faltaba poco. A su derecha podía contemplar una paradisíaca playa en la que el aire no se movía, y sobre cuyas aguas no tenía interferencia la luna. El paisaje siempre allí, estable, como metido por arte de magia entre ese mundo blanco y naranja. Quizá tapando un agujero, que algún desprevenido albañil realizó erróneamente con un taladro, destruyendo la monotonía bicolor.
La rubia de las escaleras había podido desviar su pensamiento un segundo a ese ventarrón que permitía contemplar una nube. ¡No se dan cuenta que puede llover!, me voy a mojar toda, se dijo.
Mientras tanto los gladiadores del centro estudiaban paso por paso nuevas técnicas para derrotar a sus enemigos. Se escuchaban los consejos: la espalda más derecha, claro, bien, y ahora la roldana va así y se tira para abajo, aunque sin mover los hombros.
El profesor se encontraba detrás de un mostrador, leyendo una revista de la farándula y mirando de soslayo al mundo. El quinto mate le hizo doler la barriga.
Seis menos cuarto. Al fin se acabó el sacrificio, pensaron Alejandro y la rubia. Los dos se dirigían hacia el mismo punto. Esa ventana abierta.

El enjuto chico que acompañaba a los viejos gladiadores estaba agobiado. Pero quería seguir, continuar la batalla frente a ese enemigo invisible. Por un momento cerró los ojos. Y todo esto por vos, Mariana, Dolina tenía razón…todo lo que hace un hombre es por una mujer.
El reloj hizo clac: Seis en punto.
¡Pam! Todos comprendieron la onomatopeya: alguien había caído al piso. Por una rareza, o por una alineación de los planetas, todos soltaron sus posiciones y corrieron hacia el mismo lugar. En el centro yacía Martín, el enjuto chico. Pronto entre las canciones de moda se coló una sirena de ambulancia.
Pobre pibe, era tan chiquito… fue un paro, dijo el médico.
En la esquina izquierda se veía el ventarrón herméticamente cerrado, bajo el cartel de diminutas letras que decía “PROHIBIDO CERRAR, LA CIRCULACION DE AIRE ES NECESARIA. Gracias. El Gym.”

Seis y cuarto. Las melodías fabricadas por computadora que asomaban desde el televisor volvían a adueñarse de los oídos de la gente. Alejandro y la rubia intercambiaban posiciones, casi sin mirarse. Mientras tanto, el respirador artificial intentaba extender la vida de Martín hasta la llegada al hospital.
Los gladiadores tampoco intercambiaron sus miradas. Se dispersaron por la sala en busca de más enemigos invisibles.
Qué calor y este tiempo que no pasa, se dijeron todos mientras contemplaban ese ventarrón herméticamente cerrado, con los dioses griegos tan pero tan lejos.

Texto agregado el 10-10-2007, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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