Llevaba dos semanas allí colgado y nadie se ha tomado la molesta de venir a recogerlo, aún pese a que ni siquiera él es capaz de soportar el terribe hedor que emana de sus entrañas ya decadentemente parasiteadas.
Se sentía engañado, él la había estado aguardando desde el primer momento en que la vió, cuando apenas tenía unos pocos años vividos, momento en el que comprendió que inminentemente ella llegaría por él algún día. Pero después de todo, nada ha ocurrido, estaba abandonado, ahora como en toda su vida lo estuvo.
Repentinamente se dió cuenta que no estaba del todo solo, se encontraba apestado de gusanos los cuales les entregaban cierto consuelo, de hecho, había aprendido a ver con ternura a aquellas criaturas tan injustamente despreciadas por los suyos. Le fascinaba el que no tuviesen rostro y, sobretodo, aquella pequeña luz que se trasladaba al interior de ellos mientras reptaban. Él sólo deseaba que le arrebataran la conciencia mientras le engullían el cerebro para por fin pederse en el descanso eterno, pero sabía que dicho órgano había sido lo primero en ser devorado.
Pero advierte otra presencia, por un instante sintió alivio, alegría incluso, pero inmediatamente se da cuenta de que no es a quién espera. Éste pequeño individuo estuvo hace mucho enfrente de él antes de que se percatase, su rostro pálido, sus ropas similares a las de un arlequín y aquella demencial bondad que irradia, hacen que sienta cierta extrañeza pues sabe de que se trata de un ángel. El visitante no se inmuta con la inquieta expresión del hombre suspendido, y con totalidad tranquilidad lo mira en los globos oculares ya huecos.
-Alégrate hermano, Dios ha vencido a la muerte.