Siguen ahí los dos; las manos entrelazadas. Los ojos abiertos; no se permiten ni siquiera un leve pestañeo.

Las nubes asesinan poco a poco a los rayos de luz. El cielo se desmaquilla del tono salmón atardecer y se pinta la cara de gris y zafiro. El día se queda mudo. Pablo no puede ni hablar. Solamente la contempla (ojos miel frente a ojos negros) con mimo; con respeto; con admiración. Con amor no contenido.

Cada tarde lo mismo. El mar, los dos. Los cabellos de Inés al viento. El vaivén de las olas; los suspiros de la espuma; las caricias furtivas entre la arena y la sal. Ojos negros (“faros en la oscuridad…) frente a ojos miel (…me suelen cegar…”). Ella y su mirada de cristal.

La canción que siempre retumba en los oídos de él. “Cada vez que tú me miras he vuelto a nacer…”. Y siente la mirada de ella. Ausente pero viva. Triste pero rebosante de alegría (sobre todo cuando siente que le mira…). Perdida pero encontrada por unos ojos miel que le descubren con paciencia y ternura el mundo.

Y es que, ya de memoria se empiezan a conocer…