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La señora Ursulina carga tantos años en su pequeña humanidad que ya ni recuerda cuantos son. Sólo tiene cabeza para preparar esas ricas empanadas que fabrica con esmero y luego cuece en el viejo horno, que tiene aún mas años que ella. La acompaña en esos menesteres su prima Aída Rosa, no menos anciana que ella. La edad ha entorpecido sus movimientos y se desplazan en cámara lenta, haciendo relativa la duración de sus jornadas. Ellas, junto a don Clodomiro, hermano de la señora Ursulina, atienden un restauran que parece sacado de los años cincuenta. Allí todo es antiguo: el mobiliario, una vieja radio a tubos, sintonizada en un programa de música del recuerdo, el televisor en blanco y negro, en donde uno imaginaría encontrarse con el rostro juvenil de Don Francisco y con las noticias del Reporter Esso, leídas por el entrañable Pepe Abad. En los muros, se destacan añejas fotografías de la revista Estadio, Leonel Sánchez sonríe en cuclillas, con una pelota de fútbol entre sus manos; más allá, un delgadísimo Sapo Livingstone, posa custodiando la valla de la Universidad Católica.

Entrar a ese recinto es encontrarse de golpe y porrazo con el pasado. De pronto, la voz cristalina de Libertad Lamarque irrumpe desde el viejo receptor y los ojos de don Clodomiro se iluminan de gozo. Él no utiliza calculadora para sus operaciones y se basta con un lápiz de mina y un trozo de papel, el cual está repleto de cifras garabateadas.

-Usted ni se imagina los años que tengo- presume el viejo sin dejar de atender a su clientela. Y a simple vista se puede notar que ya debe frisar la ochentena.
-Este restauran lo inició mi padre, que en paz descanse-dice, mientras le pide a su hermana que le aliste media docena de empanadas.
También se venden cazuelas, hechas como si fueran de casa, reza el cartelito, y los exquisitos causeos de patas para los que necesitan componer el cuerpo después de una noche de juerga.

Un hombre, que no es del barrio, acude a dicho local y encarga una docena de empanadas. Don Clodomiro le dice que estarán listas en media hora, por lo que las deja canceladas, con el compromiso de retirarlas más tarde. Don Clodomiro sonríe, con esa expresión socarrona que tienen los viejos ante este tipo de situaciones. De seguro, creen que por tener los años que tienen, son dueños de todas las situaciones.
-Vaya tranquilo, señor. Las empanadas estarán cuando deban estar y eso será en media hora.

Doña Ursulina y su prima Aída Rosa se afanan preparando las exquisitas empanadas, pero la lentitud de sus acciones va muy al ritmo de aquellas canciones de otrora, que resuenan en la vieja radio. Un añoso reloj cucú, que destaca en la pared, es consecuente con ellas y apenas mueve sus punteros. Después de tantos años, también aprendió a relativizar el tiempo y el pájaro asoma de tarde en tarde para anunciar que es hora de ser reemplazado.

La cebolla y la carne picada, ataviadas con los condimentos reglamentarios, se hermanan en sabrosa mixtura, fiesta para el paladar, a la que se agregan las pasas y las aceitunas y un trozo de huevo cocido que amarillea como un pequeño girasol. La masa cubre esta apetitosa mezcla con maternal acento y luego, todo va a parar al viejo horno que aguarda con sus luces en ristre.

Cuando regresa el hombre, las empanadas aún no están listas. Don Clodomiro le explica que estarán listas en diez minutos más. El tipo se enfada, eleva su voz y exige puntualidad, aduce que el tiempo es un bien escaso que no se debe dilapidar, que se debe ser respetuoso con la palabra empeñada, que esto, que lo otro. Los gritos del hombre alcanzan el nivel de una jaculatoria. Doña Ursulina, tomada de sorpresa, se cubre la cabeza con sus manos, el alboroto la pone nerviosa, tanto así que su corazón se sobregira de latidos y amenaza con escapársele del pecho. Las empanadas, ajenas a todo, maduran y se van sonrosando dentro del horno.

Cuando Leo Marini entona uno de sus más sentidos boleros, la viejita aparece con las deliciosas empanadas. Las envuelve con prolijidad y se las entrega al hombre. Éste las recibe con un gesto desdeñoso y se marcha, sin despedirse. Ya afuera, coloca el paquete en el asiento trasero de su vehículo y se aleja a la velocidad de la luz.

Don Clodomiro, canchero, sonríe y mira por debajo de los cristales de sus lentes. La señora Ursulina comenta por lo bajo:
-¡Que crimen va a cometer ese hombre! Él no respetará para nada el reposo al que se sometió la masa, no sabrá del esmero con que amansé la cebolla y elegí la carne precisa, el amor que prodigué para que el sabor inundara olfato y mandíbula y administré la pausa y la calma, tan necesarias, para que surjan la memoria y el placer que harán que, de un solo mordisco, se evoquen los instantes más bellos y preciados.

-Ja- grazna el viejo, -no te quepan dudas que se las engullirá, respetuoso de su propio tiempo, pos vieja. Y allí quedará tu poesía, hecha trizas en un estómago que apurará su causa porque, de seguro, también es consciente de que el tiempo es un bien escaso. Ja.

Y doña Ursulina agarra un paquete de harina y comienza a fabricar lo que para ella, es la noción de su propio tiempo, transformado en poesía…































Texto agregado el 22-09-2007, y leído por 253 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
11-11-2007 Ese hombre no es ni m´s ni menos que uno m´en este mundo de apurados dónde los relojes ya no son bellos cu cú cuerda. Preciosa historia, unque triste, por los viejitos. Besos y estrellas. Magda gmmagdalena
23-09-2007 ¡Qué bella historia! Y pensar que es un fiel remedo de la una cruel realidad y un duro golpe al corazón de ese "hombre" cuyo reclamo de que "el tiempo es un bien escaso", hizo que los viejitos se trasladaran al siglo 21 de un paraguazo... ¡Sniff! Felicitaciones por contarlo tan requete bien. anua
 
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