María

“Sale sola de noche María,
pena por la ciudad…”
- Rubén Albarrán

Parada debajo de aquella luz húmeda de farol filtrada por la niebla azul de esa noche de septiembre, espera a su próximo amor, espera con la mirada perdida en la acera sucia y fresca de un callejón cuyo nombre nadie conocía, sólo lo llamaban “el callejón de María”, puesto que todos sabían que ella vendía su amor debajo de ese farol oxidado por el feroz paso del tiempo y de su sudor.

Los hombres pasaban cautelosos por el callejón, regalando miradas morbosas hacia aquel farol; las mujeres del pueblo tan sólo bajaban la mirada y aceleraban el paso, algunas inclusive se estremecían y se persignaban rápidamente, pretendiendo baratamente que ahí no había sucedido nada, que ahí no había nadie, que aquel farol no existía.

María se acicalaba lentamente y con sumos cuidados para ocultar el paso de los amores fugaces que habían desfilado uno detrás de otro por su cuerpo desnudo, y en ocasiones, por su cuerpo aún con ropas, que solían terminar desgarradas por la pasión del momento. Sin embargo, el polvo de color no lograba ocultar aquellos surcos en su tez blanca como su muerte, que demostraban que nada pasa en balde. Ni siquiera María.

María yace ahí, inmóvil, ni el tiempo ni la lluvia ni el frío de diciembre la mueven de aquel farol, su perpetuo amigo, compañero de felonías, abrigo de la soledad, sombra de luna, única luz que ilumina el vacío de sus ojos grises y traslúcidos.

Rápidas miradas la traspasan, miradas que se sienten miradas de vuelta, pero que al ver el abandonado farol, recuerdan a María, mientras ella los mira con recelo, envidiando sus vidas fétidas y enmohecidas, y sobre todo, envidia sus miradas penetrantes que la buscan y reciben a cambio un pedazo de metal viejo y sudado.

Sergio Covarrubias