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SUBMARINA

El pez abrió los brazos y enjugó su última lágrima en el inmenso océano que secaba su alma y su mujer le sintió desplomarse, suspendido en el vacío de su propia existencia. Se oyó el hilillo de un quejido acuoso. Y es que el pez macho llamaba con intrincadas reverberaciones a su futura viuda. Él mismo anhelaba ver morir el espécimen melancólico y sombrío que le habitaba. Deseaba, en sus últimas horas, oír un canto de sirenas y que las olas le fueran llevando hacia nuevos universos y conquistas en las profundidades de la oceanía. Esto si todo continuaba como previsto en el orden marino.

Pero siempre surge un inconveniente. Sobre todo en el mar, donde el tiempo transcurre con singular lentitud y las regulaciones son numerosas y estrictas. Las fronteras no, que son mucho más flexibles que las terrenas y te puedes pasear, al lomo de una corriente, entre el Mar del Norte y el del Sur; transitar del Mediterráneo al Báltico y de ahí a los mares de Asia Menor o perderte en las profundidades del Océano Pacífico.

Y sucede que el pez macho, como buen ogro al fin, tenía la maldita costumbre de cortarse las uñas con los dientes, tan castigada por los dioses, los ángeles marinos y los frenéticos y desalmados supervisores de la vida oceánica. Por eso el pez macho estaba ahí casi paralítico en un limbo existencial que mantenía su corpulencia al borde del paroxismo.

La señora del pez, quien había enviudado tres años antes del mismo marido, limó sus uñas con una escofina hecha de huesos de tiburón y al pez macho no dejaba de asombrarle esa manera tan suya de mover los codos mientras lo hacía. Le daba la sensación de que tejía algún chal o la inmensa mortaja que su fallecido esposo luciría en los funerales del agua, que se esperaba fueran muy concurridos dada la prestancia del promulgado pez macho. En efecto el pez, quien ahora había cruzado los brazos sobre el velludo pecho, estaba echado haciendo sus flotaciones sobre un colchón de algas. Sin embargo se sentía incómodo y ansioso, mientras trataba de rascarse la espalda con los dientes, costumbre inaceptable también, según los rigurosos supervisores.

La gente común no comprende las complejidades de la vida marina y piensa en nosotros solamente cuando está frente a un plato delicioso, hincándonos el colmillo. Por eso debo explicarles que la defunción de ciertos peces, especialmente los de mayor jerarquía, conlleva un proceso muy lento, que puede durar años y siglos en completarse. Porque hay aquí peces extraños que no mueren en realidad, sino que van atravesando irreversiblemente una serie de muertes sucesivas y muchas veces caen en un estado catatónico obnubilar, hasta que vuelven como monstruos o como ángeles marinos. Los de un karma exiguo regresan siempre como supervisores.

Pero los que vuelven como ángeles marinos son ciertamente divertidos. Habitan en una enorme cueva azul, iluminada por peces multicolores e incandescentes. Ustedes tendrían que ver eso, porque si yo se los cuento no percibirán la misma sensación de plenitud que uno, cuando está inmerso en esos grandes salones de allá abajo disfrutando de las canciones de las ballenas y de la inmensa alegría de vivir, que es lo que en realidad cuenta. Es un poco parecido a lo que ustedes sienten cuando van a una catedral a escuchar el órgano y los coros, o asisten engalanados al teatro para gozar de los cantos operáticos y de la danza.

Los supervisores siempre están merodeando la entrada de esas cuevas y nos impiden el acceso si no tenemos la indumentaria adecuada o si carecemos de lustre en las escamas o si nuestras aletas han sido estropeadas en alguna batalla de esas que libramos con nuestros depredadores.

Y en esa condición, maltrecho, estaba el gran pez macho. El quería que el canto de sanación de las ballenas y la danza de los delfines le ayudaran a recibir su nuevo cuerpo y a atravesar a su próxima morada en otro océano, donde tendría a su cargo un enorme regimiento, compuesto de numerosos cardúmenes, y donde los dioses marinos ya le habían ofrecido grandes hazañas y honores militares. La futura viuda le arrastró por los pelos hasta la entrada del teatro. Debía haber una manera de franquearla, pero el caso es que el pez macho tenía un corpachón tan grande que para introducirle se requería la remoción con explosivos de peñascos enormes y el dragado de las canteras y arrecifes que bordeaban la puerta.

Por supuesto, de solo verle, los supervisores encañonaron contra el pez macho sus arpones y la pareja no tuvo más remedio que retirarse y hacer una enorme vuelta alrededor de la cueva. Del gran pez emanó una sustancia gris y una estela de tristeza oscureció su paso. A mediados de la ronda, la mujer del pez advirtió las luces de la entrada que utilizaban los artistas para hacer sus vistosas presentaciones en el teatro marino. La señora del pez observó cómo las ballenas iban imponentes, muy acicaladas con perlas y corales, con la boca maquillada de púrpura y llevando al cuello grandes chales y ostentosas carteras. El pez macho y su señora se escabulleron por esa entrada de los artistas, poco vigilada. Una vez dentro, al encontrarse con los ángeles marinos, estos admitieron de inmediato su prestancia y les sentaron junto ellos en su palco de honor.

Cuando la ballena madre hizo vibrar los primeros arpegios empezó la transformación y el pez macho fue sutilmente cambiando de color como un camaleón de Madagascar. Las escamas se le transformaron en piel, sedosa y fuerte, como de vacas marinas. Se le cayeron los largos brazos y en su lugar aparecieron aletas propulsoras y los ojos cambiaron de color, de tamaño y de lugar para ajustarse a la nueva configuración de su rostro que dejó de contener aquellos indicios de gravedad y tristeza. Parecía un ser marino de la más gallarda lozanía. Cuando el coro completo de ballenas estaba interpretando los crescendos ya el pez macho había sido transformado en un apuesto galán, con kepis, insignias y emblemas militares. Los ángeles marinos estrecharon su mano derecha. Le sobresalía una falsa barbilla que parecía un ojo desde el cual observó la fanfarrea final y la consiguiente ovación de los espectadores. Durante el intermedio, él se alzó, le dio un beso a su mujer en el hombro izquierdo, hizo una reverencia y salió como un rayo por la puerta principal arrastrando consigo a tres supervisores malignos.

La viuda no le volvió a ver sino hasta tres años más tarde, cuando él regresó transformado en un ogro inflamado y maltrecho, para contarle de las terribles batallas que había librado desde las profundidades del Golfo Pérsico.



FERNANDO UREÑA RIB

Texto agregado el 16-09-2007, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


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