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Luego de mucho tiempo sin verlo, sin vernos, allí estaba. Se encontraba ahora frente a mí.
Su semblante extenso, profundo, denotaba que la travesía por la vida y el tiempo, tan “relativo” para algunos, había dejado improntas que no eran visibles de modo sencillo, es más, sólo iban a ser notorias cuando pudiese conversar con él.
El rostro ajado por la brisa y el viento de miles de caminos azules, inconclusos, mostraba grietas de muchas batallas, de eternas guerras, algunas añejas y otras aún por comenzar.
No era militar, tampoco había sido soldado. Sus contiendas desga-rradoras eran las de todos, la del enfrentamiento con la rutina sin almíbar del cotidiano vivir. Pero él no había contado con todas las armas necesarias para enfrentar la vida: información, cultura, educación, habían sido truncadas y hasta esquivas.
Sus chistes a mano, su sonrisa amplia de escuetos dientes habían alimentado con alegría aquellos momentos de mi niñez haciendo más llevadera la ausencia de abuelo y la escasez de padre.
Su recóndita experiencia sólo le había servido para estar donde estaba. Sin embargo, había coloreado mi mundo de descubrimientos y horizontes que acaso podía alcanzar con mis precoces manos.
Si hay algo que siempre me llamó la atención fue el tono de sus ojos coexistiendo con su expresión tan lejana, triste, perdida vaya a saber en qué rincón de qué planeta de qué universo. Esos ojos siempre del mismo matiz, resistiendo el inquebrantable paso de los días, aún cuando no recordase su edad.
Color que sólo había visto en cada otoño sobre las imparciales baldozas de mi vereda, color de aquellas hojas de plátano dormidas en ella, color mecido por el soplo apenas cálido, apenas suave, de esta época preludio del invierno.
Nunca hallé ese ocre en otras expresiones de la naturaleza, esa sabia composición de marrones, rosas, dorados, cobres en una indescriptible comunión tan poco convencional. Tal vez por ello es que lo admiré y lo odié, con el odio desgarrador de la envidia y de mi incapacidad. Nunca pude plasmar en mis pinturas, con mis óleos o pasteles, ese color tan volátil, inasequible … esa imposibilidad quebrantó mi mente, mi alma, con dolores de partos que nunca dieron a luz, con murmullos rabiosos de muerte por venir. Esas emociones impulsaron mi pincel, mis tonos, sin embargo mis obras se vendieron (según los críticos) más por su contenido que por sus colores (¡malditos colores!)
Y ahora, luego de haber transhumado el mundo, vuelvo en busca de mis raíces por algo que me deben, a recorrer aquellas veredas y calles de mi niñez, a mi casa. Allí, a ciento cuarenta y nueve pasos al oeste de mi plátano aún está José, etéreo e inmortal, como siempre, custodiando el portón de entrada de la ahora no tan famosa empresa de transportes El Calibán.

Calibán
Nano Gutierrez

Texto agregado el 10-09-2007, y leído por 84 visitantes. (0 votos)


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