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El peso de mis reflexiones me hacía caminar encorvado y desencajado, como si llevase una enorme carga sobre mis hombros, cual perpetuo Sísifo, empujando su piedra montaña arriba. Todo me daba igual. Transitaba por una calle vieja y estrecha con la vista gacha, sintiendo apenas los empellones que me daban los transeúntes que tropezaban conmigo, mis pasos tenían autonomía propia, independientes de mi voluntad, sólo me acarreaban. Enfilaba hacia un destino cualquiera, totalmente ajeno al que me había hecho emprender la marcha. Me sentía como los perros que pretenden morderse la cola; seguir dando vueltas al dilema que me preocupaba no me ayudaba a encontrar la solución. En ese instante, decidí dar un corte radical a mi posición frente a la vida. No podía más, mi estado permanente de inseguridad y angustia era un desgaste inútil. ¿Cómo vencer mi prolongado abandono en unos pocos meses? Algo difícil, improbable –rumiaba con pesar–, si no lo había logrado en años... pero sabía que mi parálisis tenía que terminar algún día.

Luego de largo tiempo caía en cuenta que ya era hora de reanimarme. Me percaté de mi actitud pusilánime, conformista, de que la máscara que usaba para cada uno de mis roles se me había adherido al rostro y comenzaba a formar parte de mí, de que ya no se conmovía ni variaba como antaño, y sólo servía como resguardo para soportar los embates de las circunstancias. Aquello me molestaba, mi estado no me gustaba en absoluto. Ansiaba disfrutar de la vida, cesar de intelectualizar todo y de esconderme tras mis sueños inconcusos; expresar a los demás mis diferentes estados de ánimo con gestos y ademanes, y que vieran que yo sentía y vibraba como todos. ¡Cómo quería arrojar mi lastre al mar! Aliviar mi peso cual barcaza a la deriva y amarrarme al timón de mi maltrecha nave emocional, que atravesaba un agitado Golfo de Penas….Debía aguantar la marejada hasta llegar a buen recaudo a un puerto seguro. Pero sentía que me faltaba mucho...

Entre tanto, seguía deambulando sin rumbo, con paso cansino, más abstraído que antes; no había nada que me apurara, ni que me importase en esos momentos. Crucé una avenida que bordeaba el cerro Santa Lucía y me metí por una de sus callejuelas. Recordé el Café Escondido ubicado a la derecha, antes de la Plaza Mulato Gil. Un pequeño local en cuyo segundo piso recordaba haber pasado gratos momentos de tranquilidad. Al recordarlos sentí que mi cara perdía rigidez. Miré mi viejo reloj; eran las veinte horas con treinta minutos. Seguí andando hasta el cine El Biógrafo, curioseé los afiches; exhibían una película francesa. Verifiqué los horarios y compré una entrada para la siguiente función, que empezaba en una hora. Después me encaminé hacia el café para matar el tiempo.

Subí al segundo piso, observé que en las paredes había numerosos cuadros. Los miré y al menos tres me interesaron por su temática y colorido, expresaban fuerza interior, algo que yo necesita con urgencia. Una joven que subió tras de mí preguntó qué deseaba pedir.

–Café expreso, sin azúcar, por favor –respondí.

La muchacha se dio vuelta y bajó las escaleras, sin querer miré su figura, más por curiosidad que por algún interés especial. Lucía esbelta, aunque no muy delgada. No había visto su rostro, en aquellos momentos no me consideraba capaz de pensar en mujeres, mucho menos, jóvenes como ella. Parecía cercana a los treinta. Se me ocurrió que tal vez fuera una estudiante de Arte o quizá de Teatro, que ganaba algunos pesos como mesera, aunque el lugar se veía poco concurrido, y los clientes no tenían apariencia de ser muy dadivosos con las propinas. Incluyéndome. Tal vez algunos cuadros eran obra de ella. A lo mejor era amiga de los dueños. Me sentí turbado cuando me di cuenta que estaba pensando en la joven.

Esperaba que mi elección del film hubiese sido la correcta. Tratándose de un film francés, con seguridad sería un drama álgido que me levantaría el ánimo, por contradictorio que parezca. Miré en derredor para distenderme. Una pareja que se miraban arrobados a los ojos, tal vez enamorados; una mujer leía a Hölderlin, no lograba observar bien su semblante a pesar de estar en una mesa cercana; la portada del libro le tapaba el rostro. Un grupo de jóvenes conversaban sobre cine, teatro o algo por el estilo, no alcanzaba a escuchar con claridad, sus voces eran bajas, parecía que el ambiente así lo requería. Era lo que me atraía del lugar.

Una vieja canción, Et maintenant que vais-je faire; de tous ces temps que sera ma vie... se mezclaba con los murmullos del salón, muy acorde con mi estado de ánimo, casi como un preámbulo para sumergirme luego en el filme. La balada me traía complejas remembranzas….las deseché rápidamente de mi mente, no quería dar vueltas al tema de siempre, al menos, no en ese momento. Por suerte, mis agoreros pensamientos se vieron interrumpidos por la joven que subía con el café. Miré su rostro con atención, tratando de no ser impertinente.

Grandes ojos castaños con visos de color miel se posaron sobre mí, acompañados de una sonrisa, mientras ponía la taza de café en la mesa; sus cejas eran tupidas, su tez clara, mate como la piel del durazno, tenía una nariz recta y fina, y su mentón denotaba firmeza de carácter. Un semblante de mirada tan límpida y dulce como los que se observan en las cordobesas de Julio Romero. Una mujer interesante, a pesar de su sencillez. En esos pocos segundos pude darme cuenta de tantos detalles, que de nuevo me sorprendí a mí mismo, ella se detuvo un momento más frente a mi mesa, no sé por qué motivo, luego giró para atender el llamado de la pareja de enamorados. Y yo pude seguir apreciando su garbo y sensualidad, la desenvoltura de sus movimientos, tan naturales que era imposible prestarse a malos entendidos.

La joven volvió a mi mesa. Su rostro era bastante expresivo, invitaba al diálogo a pesar de la seriedad que aparentaba ¡Maldición! ¡Yo, el torpe seguía con mis juegos de la mente, y no veía a la mujer! ¡La analizaba!, me recriminé. No tenía remedio, volvía a mis andanzas…. Cuando me percaté de ello, quise comprometerme a dejar que mis sentidos me llevasen, a permitir que mis emociones salieran, que mis pensamientos, quizá poco maduros y medio sonsos, pero míos al fin y al cabo, se liberaran de su atadura intelectual y me dejasen actuar como sintiera. ¡Menuda tarea me fijaba!

Deseaba saber su nombre, pero mi falta de entrenamiento en estos lances me hacía sentir cohibido como un colegial. Ella pareció notar mi turbación y preguntó tuteándome si deseaba algo más. Le respondí que no, que sólo tiempo para ver la función de las nueve y treinta en El Biógrafo. Ella me comentó que había escuchado muy buenas críticas sobre el filme. ¡He aquí mi oportunidad!, pensé aceleradamente,… cual adolescente en plan de conquista.

– ¿Te gustaría verla? El Café cierra temprano… supongo. Yo te invito –comenté intentando dar a mi voz un tono casual.

Me miraba extrañada, supe que era no por la invitación, sino por el contraste entre la persona que entró a beber un café, y la que ella observaba en estos instantes; yo era otro hombre, completamente diferente, más seguro, que la miraba de frente y la convidaba al cine. Mi proposición no la incomodó, noté un leve dejo de coquetería. Lo supuse, yo estaba embalado como en mis mejores tiempos en este convite.

–Vale. Yo trabajo aquí tres tardes durante la semana, pero mi horario es bastante flexible, podré salir luego –señaló, con un tono que denotaba interés– a propósito, ¿cómo te llamas?

–Horacio –me presenté– .¿Y tú?

–Mi nombre es Cecilia –me miró y volvió a sonreír.

Ya no me parecía tan parca como en los primeros momentos. ¿Era éste el momento oportuno para afrontar mi cambio radical? ¡Quizá sí lo era! Un corte es la separación de los extremos, pasado y futuro, una decisión, tan férrea y precisa, como la que tomó Alejandro ante el nudo Gordiano. Pero, ¿lo podría hacer? reflexionaba. Más entero que nunca en bastante tiempo, me prometí que sí lo llevaría a cabo.

Luego de retirar la taza, Cecilia bajó al primer piso. De nuevo mi vista recorrió el salón, fijándome en la mujer que leía a Hölderlin. Recordé uno de sus versos: Por donde hay peligro, crece lo que nos salva. ¡Ojalá que todo fuese así! Imaginar que de una amenaza pudiera surgir mi seguridad era aventurado, pero quizá era la señal que me indicaba que iba bien encauzado. Debía hacer las cosas de manera diferente, cambiar en aquellos aspectos en los cuales las circunstancias no podían ser modificadas por mi sola voluntad. Éste era mi caso, debía aceptarlo, y luego podría resurgir, como el ave Fénix. Traté de calmarme un poco porque estaba muy eufórico, y empezaba a relacionar diversas situaciones cotidianas con pensamientos elaborados. Debía actuar con desenvoltura, como lo haría Cecilia. Opté por no pensar de manera analítica y disfrutar de su compañía solamente. Ya era un gran paso.

Minutos después subió Cecilia, se había maquillado un poco, su melena suelta le llegaba al cuello; lucía muy bien.

–¿Nos vamos?. Van a ser las nueve treinta. Pero quisiera pagar mi entrada, si no te importa. –Su mirada era directa. Franca.

Siempre me había parecido inusual que la mujer pagase lo suyo, pero esa costumbre venía desde hacía tiempo, y creo que era algo aceptado por todos. “Times are changing,” cantaría Bob Dylan.

–Está bien, pero yo compro los chocolates –dije divertido.

Nos encaminamos al cine, que estaba sólo a unos pasos. Entramos justo a tiempo para mirar las sinopsis de las próximas películas. Hubo una que me pareció muy buena.

–¿Qué te parece si venimos a verla cuando la estrenen? –comenté. Por suerte el cine estaba a oscuras, no quería que viera mi rostro en ese momento. Temía que reflejase mi nerviosismo. Esperaba ansioso su respuesta.

–Por supuesto que sí, sería muy agradable, Horacio. Si para esa oportunidad no tengo plata te dejaré comprar las entradas –señaló sonriente Cecilia, haciéndome sentir más cómodo.

Me quedé meditando acerca de su respuesta. Estaba claro que su aceptación no significaba un compromiso mayor, sólo era un acuerdo previo para un eventual futuro encuentro entre dos personas, que recién se están conociendo. No sabía qué hacer, ni cómo tomarlo. Tantos años fuera de las pistas me habían anquilosado.

–Entonces, estamos en un principio de acuerdo –apenas cerré la boca me insulté. Estaba empezando a hablar como un conferencista de las Naciones Unidas; no daba aún con un tono natural, desenvuelto.

Finalizaron las presentaciones y comenzó la proyección de la película. Me agradó bastante. Creo que a Cecilia también. En general, consideré bien logrado el filme, excepto por una pequeña falla en la continuidad del argumento. A la salida comentamos la película. Al escucharla comprobé que ella estaba relacionada con alguna rama del arte. ¡Otra vez! Me di cuenta que estaba más preocupado de los conceptos y del lenguaje que hablar de lo que sentí al ver el film. ¡Me quedaba todavía un camino largo por recorrer!

Como era temprano la invité a comer algo en la Fuente Alemana, porque el dinero no me alcanzaba para más. No aceptó, dijo que estaba cansada, y tenía que madrugar. Nos intercambiamos e-mails. Al menos tenía un punto de referencia dónde ubicarla, y hasta podríamos chatear alguna noche.

Nos dimos un beso en la mejilla como despedida, pero no quiso que la acompañara a su casa. Luego pronunciamos la manida, inexpresiva y exasperante frase: “Nos vemos”, y cada uno tomó su rumbo. Hasta hoy no la he vuelto a ver. No se ha dado la oportunidad, pero yo tampoco la he buscado. Después de un análisis extremadamente concienzudo, quiero hacerlo cuando sienta deseos de estar con ella y una vez que esté más asentado en mi corte radical. Y aunque dicen que segundas partes nunca fueron buenas, pienso que las mía sería o podría ser, realmente prometedora.















































































Texto agregado el 07-09-2007, y leído por 77 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-09-2007 Difícil,muy difícil,diría yo,imposible. Pájaro que voló... Saludos. Ketti
 
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