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UNA LATA DE CERVEZA PARA GABRIEL


Dos o tres niños descalzos corren y juegan entre las tumbas que se encuentran cerca de la entrada sur del cementerio. Asunción, la florista, les llama la atención, pidiéndoles más respeto.
El viento empuja las palabras hacia los altos cipreses, que de forma ordenada se elevan a ambos lados del camino principal del camposanto.
Sonrío ante esa escena que se repite casi todos los días.
Hoy será un día diferente. Será el funeral de un hombre que conocí hace muchos años.
Me enteré esta mañana por la radio. Me sorprendí al oír el nombre de Gabriel.
¡Ya están aquí! No quiero que me reconozcan. Me escondo detrás del panteón de los Gutiérrez. Es bastante alto y puedo mirar sin que me vean.
Se nota que el dinero no fue problema para adquirir el cajón. ¡Van años que no veo uno tan lujoso!
Rolo, Jorge y Gustavo lo transportan con rostros compungidos... Todos eran amigos míos años atrás. Éramos tan pobres y paradójicamente tan felices.
Una sonrisa que prohibo se convierta en carcajada, extiende mis labios, sonrío ante algunos recuerdos.
Tía Rita, que nos daba diez guaraníes por las latas vacías de cerveza que encontrábamos en la calle o en los alrededores de alguna discoteca para la “terapia” de Gabriel!. ¡Pobre! Tenía trastornos nerviosos o algo por el estilo. Debía verlo un siquiatra, hacer un tratamiento cuyo dinero no tenían ni para comenzarlo.
Pero los arranques de rabia y los berrinches que tenía Gabriel asustaban a todo el pueblo.
Hasta que una comadre había dado en la tecla con un tratamiento “casero” y barato, casi gratuito. Consistía en aplastar con los pies, por lo menos diez latas vacías de cerveza cada día.
Ahí descargaba su agresividad. Nosotros nos ocultábamos detrás del gallinero para observarlo cuando saltaba. Era divertido verlo gruñir mientras saltaba pisaba las latas vacías dejándolas lisas y planas.
Un día agregó otro tratamiento. Reventar los globos de aire que tenían los envoltorios de los aparatos electrónicos que se vendían en la zona baja.
La mayoría de los compradores eran argentinos. Para hacerlos pasar por la aduana sin pagar impuestos, hacían más pequeños los bultos y tiraban los envoltorios que recogíamos. Se los llevábamos a la tía y nos recompensaba con algunas monedas... Muchas veces dejé algún plástico para probar su poder “tranquilizador”. Con sorpresa descubrí que me gustaba.
Pero eso fue antes. Más tarde, las cosas cambiaron, su papá hizo carrera en la política. Ascendieron en la escala social y tuvieron mucho dinero.
Los siquiatras caros reemplazaron a las burbujas de plástico y las latas de cerveza vacías. El barrio les quedó chico y se mudaron a Asunción. Nunca más los vi.
Por los diarios supimos que ocupaban cargos políticos importantes.
Ahora está muerto. Apenas tendría unos cuarenta años. De nada le sirvió el dinero. Los siquiatras que trataron su agresividad no fueron tan efectivos como los medicamentos caseros que le daba Doña Rita.
Oí que murió en una pelea. Bueno, murió en su ley.
Yo, que sigo siendo pobre, me defiendo. Vivo en el cementerio, claro que nadie lo sabe. Hay un panteón que es más grande que una casa. Ahí tengo una cama en la parte trasera. Si, es cierto, cuando se acerca el dos de noviembre tengo que sacar mis cosas. En esa fecha todos se acuerdan de sus difuntos.

Por fin se retiran todos. Quedan flotando en el ambiente las palabras de despedida que pronunciaron los amigos del difunto. ¡Una mentira tras otra!
Después de morir, todos se convierten en un dechado de virtudes. Sé que Gabriel no era bueno ni cuando dormía. Según el orador, era más bondadoso que un santo.
Pero ahora se me presenta un dilema moral. Yo vivo como puedo. Vendiendo las flores que los difuntos, gracias a Dios, no se llevan consigo.
Pero es la primera vez que el muerto es un conocido mío. Me da un no sé qué quitárselas. Esta vez no lo haré. ¡No, señor!
Quedo sumido en profundo silencio en una actitud de respeto. Súbitamente recuerdo algo. Algo muy importante. ¡A Gabriel le daban alergia las flores! Las odiaba porque le hacían estornudar. Así que acallo esa voz que me dice que no las toque, tan rápido como el tiempo que me lleva armar los dos ramos de claveles que le llevo a la revendedora de la otra cuadra.
Con el dinero de la venta me tomo unas cervezas a su memoria. Como un homenaje póstumo, le dejo varias latas vacías sobre su panteón.

Texto agregado el 07-09-2007, y leído por 1188 visitantes. (119 votos)


Lectores Opinan
29-06-2008 Muy entretenido el relato e interesante también, doctora. Por aquí hay un dicho: El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Aquí viene muy bien esto. Las flores, la cerveza...como la vida misma. Me ha gustado. Un abrazo. zambra
24-05-2008 Me parecio una narracion bastante extraña, me gusto, pero tiene un no sé que que hace un hormigueo raro en mi espalda. no es la primera vez que soy miembro de esta pagina, ya te habia leido antes, tienes mucho exito en ella, ya quiero tener un libro tuyo en mis manos, ojala se me haga. joseph2
07-05-2008 Me gusto es una narración buena, me evoco muchas imágenes cuento representable. calebbrong
16-03-2008 Buena narración. Sólida, bien hecha y un final acorde. Felicitaciones ***** zumm
26-02-2008 Perdón doctora: Olvidé decirte que, el gran número de comentarios que te escriben es indicador que vas muy, pero muy bien aprendizdecuentero
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