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LA DECISION
El Fiscal terminó su intervención y el Juez me llamó al estrado a mí: El acusado. Me levanté y estiré el brazo en cuya mano sujetaba mi fino bastón blanco con el que me guió en mi mundo de tinieblas hasta que me senté en el estrado y comencé a hablar:
Decidí abandonar a mi mujer.
Separaríamos nuestras vidas y cada uno viviría la suya independientemente. Mañana iría al banco a abrir una cuenta solo a mi nombre y traspasaría una pequeña cantidad del saldo de nuestra cuenta conjunta, lo justo para vivir sin sobresaltos las primeras semanas. Le regalaría el coche, la casa y la lancha (cuesta más el alquiler del amarre que la propia embarcación) y ambos conservaríamos nuestros actuales trabajos como medio de vida.
Estaba sentado en la terraza pensando en todos estos detalles cuando ella llegó de la peluquería.
- Tengo que decirte algo importante.- Me apresuré a comunicarle deseoso de poner fin a mi ansiedad.
- Yo también a ti.- Me dijo cariacontecida.
- Tu primero.- Pese a mis nervios le cedí el turno caballerosamente.
- ¡Estoy embarazada!- Me soltó a cañón tocante.
Decidí no abandonar a mi mujer.
Esta nueva situación ampliaba nuestros horizontes como pareja, nos permitiría desarrollarnos plenamente como seres humanos e inundaría nuestras vidas de ternura. Olvidé la idea del banco y agradecí a la Providencia que mi educación me empujara a permitirle hablar primero a ella.
- No te lo he dicho todo.- Continuó seriamente.- Estoy embarazada, sí. Pero no es de ti.
Decidí abandonar a mi mujer.
Si por lo que a mí atañía nuestra relación pendía de un hilo despeluchado, la infidelidad reconocida, sin duda a la vista de las graves consecuencias, (porque a saber cuanto tiempo hacía que esta se estaba produciendo) no era sino la gota que colmaba el vaso. Consulté mi reloj de pulsera Faltaban cinco minutos para que cerrara el banco. Iría mañana a primera hora. Traspasaría la mitad del saldo a mi nueva cuenta, era lo justo, y desde luego el coche me hacía falta. Le regalaría la casa y la lancha y aquí paz y después gloria.
-Necesito.- Continuo hablando serenamente.- Un hombre a mi lado que me ayude a traer al mundo a este nuevo ser, un hombre amable y comprensivo, un hombre inteligente y decidido en quien poder confiar y que garantice el futuro y la felicidad de mi niño y a la vez sea para él como su verdadero hijo. Desde luego no estoy hablando del padre biológico que tiene un coeficiente intelectual de menos uno y confirma sin lugar a dudas que si Einstein tuvo un hijo secreto, desde luego no es él.
Decidí no abandonar a mi mujer.
Todos tenemos nuestro orgullo y mi mujer también. Sin duda es lo que le ha impedido nombrarme directamente al describir al hombre de sus anhelos en esta nueva etapa vital. Me halaga y yo, que no soy vanidoso, siento que me ruborizo. Me desprecio por pensar en dejar sin coche a una mujer embarazada ¡mi propia mujer! Y por pensar en el dinero en estos momentos en que tanto me necesita. Soy un egoísta. Ella ha sabido ver mis virtudes pero cuantos defectos míos se le escapan sin duda arrebujada bajo un manto de espiritualidad que surge de sus fértiles entrañas. Es como una nueva Virgen María y por lo que a mí respecta, fecundada por una paloma. ¡Bendita sea!
- Pero. - Prosiguió tras una leve pausa.- Como este hombre que necesito no creo que exista ni haya existido en toda la historia de la humanidad, voy a abortar.
Decidí abandonar a mi mujer.
Saqué mi teléfono móvil del bolsillo y llamé al banco con la esperanza de convencerles para que alargaran quince minutos su horario laboral para poder abrir mi nueva cuenta, traspasar todo el saldo de la conjunta y dejar para la tarde ponerme en contacto con una inmobiliaria para vender la casa antes de irme con “mi” coche al puerto a hundir esa maldita lancha que no hace sino costarme dinero.
Se fue al cuarto de baño dejándome sentado en la terraza marcando una y otra vez el teléfono del banco y rezando para que dejara de comunicar. Para mi sorpresa volvió enseguida sonriente.
- Cariño. - Me dijo con voz insegura- olvida todo lo que te he dicho. Acaba de bajarme la regla.
Decidí comerme a mi mujer.
La desangré en la bañera después de clavarle un cuchillo en el corazón. La corté en trocitos y la metí en una enorme perola que compramos en Cáceres en una casa especializada en matanzas de cerdo. Corté las zanahorias al tamaño de pilas de transistor, sumé cuatro alcachofas y seis cebollas de la Poblé de Valona y unos ajos madrileño que nos había traído mi suegra no hacía ni un mes, y la estofé en una salsa de vino tinto de Requena con un chorrito de Brandy. Invité a comer a todos mis amigos. Quien iba a pensar que mi mujer era venenosa. Su ingestión nos produjo una intoxicación solo comparable a la de las setas más mortíferas y pese a la casi inmediata atención médica que recibimos nos produjo una degeneración reticular que devino en una ceguera permanente e irreversible.
Los diez miembros del jurado se levantaron y uno a uno fueron abrazándome y mostrándome un cariño y compresión en verdad reconfortante, incluso sentí la humedad de alguna lágrima resbalar furtiva por mi cuello. Su Señoría se levantó y como hombre de decisiones firmes y contundentes antes de abrazarme me entregó unas llaves. “Son de mi apartamento de Benidorm. Lo que necesita ahora es descanso y olvidar oyendo las olas del mar” Se lo agradecí profunda y oscuramente.










Texto agregado el 04-09-2007, y leído por 80 visitantes. (0 votos)


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