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Subes al colectivo ignorando la suerte que te espera. Parado en el estribo, miras por un instante hacia el exterior. El aire fresco te da ánimo para ingresar al vehículo. Introduces un brazo entre varias cinturas, hasta llegar a la mano del conductor. Recoges el boleto milagrosamente y luego cierras los dedos con excesiva fuerza, pues no ves ni sientes al papelito. Piensas en la posible llegada de un inspector y sonríes. ¿Cómo haría el hombre para entrar en esa masa de...? Tu buen humor se aleja rápidamente. Un codo se clava en tus riñones, cuando el taco del zapato de una vecina hiende con su fina punta el débil cuero de tu mocasín. Cierras con fuerza los párpados, ahogando una palabrota en la intimidad de tus pensamientos.
Varias cuadras más adelante, consigues apoyar una mano en el borde de un asiento. Ahora sí, estás mejor. Hasta puedes observar el movimiento de la gente a través de las ventanillas. De pronto, la señora sentada a tu lado amaga levantarse. Pero tu esperanza se esfuma cuando compruebas que se arregla el borde del vestido, para luego acomodarse otra vez en su asiento. El compañero de viaje que tienes a tu izquierda lleva una valija de filosos bordes, que roza tu rodilla con insistencia.
“¡Qué simpático el hombre!”, murmuras, “¿Por qué no se meterá la valijita en el c...?”
El que está a tu derecha es joven y fuerte. Parecería que ha trabajado intensamente, por lo que intentas alejar la nariz de su axila.
“No hay caso; ya no se puede viajar en colectivo”, vuelves a mascullar, definitivamente de mal humor.
“¡Por favor, corriéndose hacia el interior!”, pide el conductor. Luego, ya sin inhibiciones: “¡Vamos, que atrás hay lugar!”
A pesar de ser imposible su realización, el pedido del conductor te inquieta. Mueves imperceptiblemente los pies para no sentir remordimientos. El de la valija parece dispuesto a robarte el asiento de la señora. Te gana terreno por la retaguardia. La señora se levanta inclinando el cuerpo hacia adelante, y él se desliza satisfecho por detrás de ella. Se acomoda en el asiento con gestos amplios y termina apoyando la bendita valija sobre sus rodillas.
“¡Hijo de una gran...!”, pero la inercia del impulso de una furiosa primera te envía hacia el fondo. Salteas cuatro o cinco lugares en la fila, hasta que por fin logras afirmarte cerca del último asiento.
“¡Vamos, vamos, que atrás está vacío!” El conductor acompaña sus palabras con enervantes golpecitos de una moneda contra el espejo. Los que viajan en el estribo le creen con fervor cuasi religioso y lo reafirman golpeando la ventanilla delantera con los puños. Miras con desconfianza hacia atrás. Ya se formaron tres hileras, que pronto serán cuatro. De pronto, alguien se levanta del último asiento. Quiere pasar entre tu cuerpo y el pasamanos. Liberas la mano izquierda. Te empuja con violencia hacia el medio. No le alcanza el lugar que le ofreces, pero decides no soltar la derecha.
“¡Permiso, señor!” Los ojos del hombre se clavan en los tuyos como si hubieras violado a su hija. Él necesita pasar. Sueltas la mano derecha con un movimiento ágil que pretende cerrarse regresando en seguida al pasamanos. Pero la cabeza y los hombros del individuo se pegan a tu cuerpo, llevándose con el impulso tu corbata y parte del saco. Te esfuerzas por mantener el equilibrio, pero la tensión en tu cuello aumenta. Quieres afirmarte en algo y...
“¡Pero qué hace, maestro!”... encuentras unos sudados nudillos que se escurren de tus dedos. La corbata sigue estirada hacia adelante. Hay un movimiento de succión desde la salida que la absorbe. Te falta el aire. Dos hombros robustos te aprietan hasta la inmovilidad. Pareces un bovino atrapado en los bretes. Sólo te falta sentir el hierro candente en las nalgas...
“¡Cuidado con el faso, jefe!”oyes. Y de súbito, lo sientes. Una dolorosa puntada en una pierna te hace gemir. Ignoras lo que ocurre detrás de tus hombros, y un terror primitivo se apodera de tu persona. No puedes moverte. El cepo humano ajusta cada vez más. Cuando te inunda el penetrante olor a carne y ropas chamuscadas, gritas; gritas con desesperación, abriendo mucho la garganta hacia esa opresiva masa humana.
El estruendo te sorprende, y el dolor y la impotencia dan paso a una furia incontenible. Adviertes que el cepo se afloja y la gente te observa horrorizada. Entonces, ya sin inhibiciones, pisas todos los zapatos que encuentras en tu camino hacia la salida, y muges nuevamente. El bramido retumba en el apretado sitio y obliga al conductor a frenar el vehículo en seco. Tus compañeros de viaje huyen despavoridos hacia la salida; saltan y se desparraman por la calle. Una vez vacío el colectivo, te acercas al conductor, que te observa espantado desde el enorme espejo frontal. Cadenciosamente, afirmando las pezuñas con lentos movimientos y revoleando con gracia la cola, que desparrama restos de bosta chirle por los asientos y el interior de las ventanillas, llegas hasta él, agachas la cabeza y le deslizas una enorme lengua por sobre su cabeza, que adquiere una pátina húmeda y brillosa. Entonces, con tu particular idioma, le solicitas al hombre:
“Hacia algún destino verde, por favor, donde pueda encontrar una buena pastura...” El conductor asiente, o pretende alejarse de tu lengua, y vuelves a dedicarle una buena lamida en señal de agradecimiento.

Texto agregado el 21-03-2004, y leído por 344 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-03-2004 Muy divertido y agustioso. Lo del lametazo estupendo. Saludos. juanrojo
21-03-2004 Genial! Gabrielly
21-03-2004 Este trabajo resucitaría a Lázaro a pura carcajada y gusto! Que bien hecho está. Gracias por compartirlo hache
21-03-2004 JAJAJAAJA !Pero que bueno! Está divertidisimo, y final es genial !Me encantó! yoria
 
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