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Colometa

(emorias de un pescador)
Título: La Leyenda

Adoro el aroma a brea que se desprende de las barcas en las noches de estío. Aguardan la próxima madrugada para faenar mar adentro; los domingos hasta parece que lloran la ausencia de su patrón, derraman barniz y alquitrán por todos los poros de su quilla.
Adoro desnudar mis pies, que las olas rompan en mis pantorrillas sedientas de frescura por el calor del verano.
Adoro recorrer su vientre azul y sabroso como quien recorre un cuerpo viril y joven, como joven es mi mar.

¡Ya está aquí!
Adoro verlo llegar en estas horas de insomnio. Me enamora la fragancia de su tabaco de pipa.
Pasea en silencio, fuma y charla con las barcas sin despertarlas, acaricia los bancos de boga de unas de ellas, recordando las madrugadas en que se batió con las olas; fue el mejor y lo sabe.

Se que tuvo una nieta de mi edad y yo tuve un abuelo pescador en otras playas.
Cuentan que enviudó muy joven, que eso agrió su carácter y que desde entonces vive sólo para el mar; que se obsesionaba con la limpieza de su barca y sus aparejos, que era la más bonita; “Martina” era su única satisfacción. Le llaman “La Leyenda” por su valentía; dicen que salía a la mar brava cuando nadie se atrevía a hacerlo. El día que tuvo que jubilarse quemó a “Martina” y esparció sus cenizas como si de su esposa se tratara. Creyeron que moriría así, ahogado bajo el silencio de una ola salvaje.

Yo también enviudé hace un año y me trasladé a este pueblecito de pescadores. He de buscar el valor para contarle que trato de escribir sus memorias, he de hacerlo antes de que termine el verano y decida si vuelvo a mi ciudad; sé que mi libro, a través de su historia, en cierta forma hablará de mí.

Desconozco su nombre, nadie parece recordarlo, la gente habla de él sin nombrarle; dicen que sus ojos se volvieron azules a fuerza de faenar, que su piel bronceada se tornó blanca la noche que quemó su barca, que sus canas las tejió la misma espuma, y dicen…
Recojo mi libreta y mi toalla y entro en una taberna cercana, alguien pregunta mi nombre:
-Soy la nieta de La Leyenda y estoy aquí para cuidar de mi abuelo.

Suena una guitarra y una voz canta:
Cuando en la playa mi bella Lola…

Gadeira

Angélica.
(Diario de una monja.)

Cuando hallaron muerta a la hermana Angélica yo acababa de tomar los hábitos. Recuerdo ahora releyendo su diario, la crisis profunda de fe a la que me condujo su primera lectura.
Ella y yo nos habíamos hecho amigas de inmediato. No había labor en el convento que no emprendiéramos juntas con satisfacción,ni rincón que no retuviese nuestras cómplices risas cuando la hermana portera nos buscaba llamándonos a voces: ¡Angélica! ¡María!...
Angélica hacía honor a su nombre. Era un ser celestial que decidió quitarse la vida para estupor de la Orden… para soledad mia.

La madre superiora conocedora del profundo cariño que nos profesábamos, me permitió quedarme con el diario de Angélica. Al principio me pareció una violación a la intimidad proceder a su lectura, pero fue la necesidad y no la curiosidad la que me hizo abrir sus páginas por la última carilla; aquella que recogía el gran pesar de su espíritu y que como trasiego de almas se vertió en el mío.

Diario de una monja. Viernes. 14 de mayo.

La decisión está tomada. De nada ha servido la aflicción a la que sometí a mis carnes, de nada mis plegarias a Dios rogándole misericordia para mi alma. Hoy, en el que será mi último día, yo me rebelo contra su falta de compasión, pero antes de partir le haré una pregunta cara a cara con la cruz de su hijo sobre mis labios; quizás la pena que encierra el eco de mi voz, llegue hasta Él y me redima.

¿Por qué Dios mío? por qué yo que jamás sentí deseos de varón, que jamás me enamoré, he sentido mi alma y mi cuerpo invadido por un nombre de mujer. La dulce María, mi tierna María que no merece ser el objeto de mi pecado. No he tenido redaños para abandonar la orden y dejarla aquí sola. Me ha faltado el valor para decirle la verdad de lo que siento y correr el peligro de quebrarle la fe; a ella, precisamente a ella que lleva el sello de la luz en el rostro.
Pero ya no puedo más Señor y tú lo sabes. El peso del pecado me está dando la muerte en vida, así que si mi alma está muerta, también debe partir mi carne. Ojalá me recibas con misericordia y amor. El mismo intenso amor con que me despido de María en silencio.






Texto agregado el 04-08-2007, y leído por 159 visitantes. (0 votos)


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