Caminaba sobre un colchón de hojas secas y amarillas, iba sola, triste por no saber si alguien se desvelaba pensando en mis ojos, solo el viento tarareaba una melodía que no quería disiparse.


Mis pies sentían el ardor inminente que de mi ardua caminata derivaba, ese triste colchón de hojas secas, comenzaba a desaparecer y un verde provocador surgía a mi alrededor, naciendo en mis entrañas un sentimiento renovador, brillaban mis ojos, mi corazón palpitaba radiante alegría. Me dejé caer y por un momento me dormí entre ilusiones. Cuando desperté se había alzado el día y el sol desprendía latigazos de fuego que me llenaban la piel de calidez.


Con pasos ligeros anduve sobre aquella esmeralda que me entusiasmaba de a prisa. De repente, como un espejismo se levantaban, ante mis cristalinos ojos, un interminable muro, que no desentonaba con mi incitador guía. Pude distinguir entre tanta lozanía, una abertura. Sin dudar accedí a entrar. Caminé y caminé, me estaba cansando pero ese verdor me obligaba a seguir.


Era mi alma reflejada, el viento atrapado en una fotografía, era el mar embotellado, era mi risa, era el tiempo detenido, era la maravilla maravillandome. Se cruzaban delante de mi pájaros verdemar, un pez rojo y mariposas violetas.


Varios días transité, corría, dormía, me arrastraba, hasta que me aburrí de zambullirme de pasillo en pasillo. Todo comenzó a perder color, volvía ese tono amarillento, todo se secaba ante mis desesperados gritos ahogados en agotamiento.


Estaba perdida, estancada, y la noche reinaba entre aquellos muros frágiles que no me concedían escapar.


Estoy perdida, estancada y la noche reina carente de estrellas, entre muros frágiles que no dejan que escape. Atrapada estoy, aquí, en este maldito laberinto.