Un cuento debe ser como su dueño: jugado en un estilo que puede gustar a otros (mi novia cree que soy la persona más hermosa de la tierra) o puede no gustar (para ello me sobran los ejemplos), pero que transita por el mundo siendo de un modo tal y ya no hay más.

Hay quienes escriben usando la poesía como un medio, hábiles buscando adjetivos como músicos que aprenden a interpretar la música y tocan de memoria sus escalas y hasta las solfean con un aprendizaje colosal para un mono, pobre para un humano. Aprenden a interpretar las letras, la música, el teatro, en el sentido hermenéutico de la palabra interpretar, cuando a mí me gustaría el sentido reproductivo de la misma. Aprender a reconstruir a partir de mí lo creado.

Un cuento debe parecerse a su dueño, como los perros. Que su vida corra -o se arrastre- al ritmo que los sucesos dicten. Es absurdo relatar un momento de pasión y desenfreno, o de crítica tragedia, con calma y adjetivo en mano, lento y gelatinoso. Debe ser duro y entrecortado como nuestra respiración en los momentos de angustia.

No comprendo, pero hay gentes que gozan con las estructuras y con lo obvio.
Para mí el ritmo, la sensación.

Lo bello, lo realmente bello de las palabras no son las palabras, lo hermoso es como se mueven y la forma como miran cuando vienen al mismo tiempo que yo a beber al río de mis manos.
Gritan:
- ¡¡me ahogo, me ahogo!!
Y yo les creo tanto.
Y es que yo también me ahogo.