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Inicio / Cuenteros Locales / fever111 / La ante ultima puerta del viajante

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Los rayos del sol dan sobre la carrocería del auto; brillante, complaciente como una nueva adquisición. Marcelo, concentrado al volante, de bigotes finos, sombrero de ala angosta, puños al saco; las líneas de la ruta parecen interminables, sin fin.
Arboles prolijamente parados, como si la mano del hombre los hubiera puesto pensando en la mejor pintura; rojos, marrones, verdes y amarillentos de placer.
El auto para, el sol calienta, el asfalto comienza a tomar vida, como algo inconsciente, pero que esta.
Por vigésima y tantas veces más, Marcelo se mira al espejo; lindo hombre, mantenido en forma y de un buen vestir. La puerta se abre y baja el cuerpo elegantemente, con valija en mano y los zapatos oscuros sobre el pasto verde recién cortado.
La vecina asoma por la ventana, soltera de por vida, de varios hombres como copa de paso. El hombre camina hacia la casa. Ella se acomoda su pelo. Una pequeña perra, adornada con cintas rosas, aguarda ladrando detrás de la puerta. La valija apoya una vez más contra el piso de madera; las palmas en su pensamiento quieren golpear una vez más.
Pero la puerta se abre y queda la mujer en persona, su mascota en brazos mueve la cola como esperando algo de cariño.
Resumiendo la charla, mientras los pájaros cantan y algún otro camión que pasa.
La valija descansa sobre el sillón de terciopelo rosa, unos platos, los de la venta, están apoyados sobre un mantel plástico; que para mi gusto demasiado florido.
La pequeña perra recostada sobre el piso de madera, juega con un muñeco plástico que de vez en cuando lo hace chillar.
Y la que chilla es su dueña, con el hombre elegante encima, el cual se mueve como al compás de un vals. Las uñas con estrellas se insertan en la espalda, los pies retuercen arrugados y la cama es un violín que de viejo no da más.
La última venta ha sido efectuada. El sol sigue golpeando sobre el asfalto y la tierra cocina los más exquisitos vegetales.
Las maderas rechinan ante los pasos de la mujer. Marcelo la mira sentado en el sillón, mientras la pequeña perra sigue jugando.

-¿Qué hago acá?-
-Tan escaso, tan enfermo, tan débil ante semejante soledad-
-Respeto es lo que me falta, si pienso que es soledad-

La mujer abre la heladera, se le escapa un seno por un costado; se habrá dado cuenta la pobre o es una artimaña de seducción.

-Espero que se quede, siento lo mismo de siempre, amor fácil, locura en mi pensar.

La mujer sonriente toma una botella con limonada. El reloj marca el segundero acentuadamente. Los ojos de Marcelo miran de un golpe hacia el reloj. La perra hace chillar a su chiche varias veces. La puerta de la heladera se cierra. Los pies regordotes giran sobre si mismo. ¡Las uñas pintadas de azul!. Su camisón manchado, quizás por otro. Todo huele a podrido. A punto de estallar. El vaso apoya contra el mármol de la mesada.

-Mejor me voy-

En un movimiento, como si el tiempo no fuera parte de uno, Marcelo sube al auto y escapa ante la posibilidad de llegar a su casa. Mis hijos estarán esperando, mi esposa contara todo lo ocurrido durante la ausencia y pondré todo al día como un buen hombre, ¡que digo!; un fantástico hombre.
El frío se apodero de los huesos, el sol se apago hasta convertirse en una llama de vela. La valija esta vacía e incomoda y el auto no arranco nunca más.
La casa por hoy, es de sillas desocupadas, de platos, muchos que ocupan la mesa, como esperando que alguien venga.
La vela encendida, un rostro que lejos esta del hombre elegante y un cuadro que se ha llevado los rojos, los marrones, los verdes y los amarillentos.

Texto agregado el 16-07-2007, y leído por 70 visitantes. (1 voto)


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