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Había caminado tanto que me costó demasiado entender que lo importante, lo olvidé. Miré mis cosas, allí estaban: dinero, auto, casa, familia, amigos, respeto, etc. Allí estaba todo, menos lo importante. ¿Qué? Sencillo. No era feliz, aún sentía el vacío. Me puse a escribir, no podía descansar… Era como estar frente al abismo. Sudaba de nervios de caer. Escribí una historia. Trataba de un doctor que viaja lejos en busca de la verdad. Ya es un sexagenario, famoso, adinerado pero entiende que la lucha con la muerte es inútil. Lee libros metafísicos, conversa con gente mística, visita ciudades importantes y religiosas, pero nada sacia su sed de verdad. Ya lejos de su hogar, tuvo un sueño. Soñó que vagaba por un desierto, perdido, y agonizaba de sed. Estaba muriendo cuando vio frente a él a un niño moreno de no mas de cinco años. Este Lle preguntó si tenía sed. El doctor le dijo que sí. ¿Qué tipo de sed tienes, hombre blanco? Sed de la verdad, respondió. El niño le pasó las manos por los ojos y este vio que todo a su alrededor cambió. Ahora estaba en un valle lleno de flores, gente amable, y agua, mucho agua. ¿Esto es la verdad?, preguntó el niño. Movió la cabeza en señal negativa y dijo que esto era un sueño, y uno inútil, así como toda existencia. ¿Ves este fruto?, dijo el niño, tiene un sabor dulce, generoso y dentro de sí hay una semilla y dentro de cada semilla hay un árbol lleno de frutos. Allí están pero no puedes verlo, porque hay que sembrarlos. Yo soy ese sembrador y tú tienes una semilla. Luego, cuando todo este en su tiempo, brotara de tu tierra, de tu ser, una flor, un fruto, y tú saborearas de su sabor, del aroma de sus flores y de la sombra de sus hojas… Es así. Todo es movimiento, pero hay algo que está en su centro, y eso es la verdad, aquello que encierra todo movimiento. ¿Ves el aire? ¿Ves las estrellas apagadas y que aún brillan a tus ojos? Todo es movimiento pero hay algo que las mueve, y eso es la verdad, algo que hay que sentir y cuando se siente, uno es uno, uno es como parte de esa total armonía eterna. Eso es lo que soñó nuestro doctor. Apenas despertó supo que debía continuar su viaje. Lo presentía. Pagó la cuenta y partió, tras un sentimiento, a pesar que aún no amanecía... No lejos del lugar donde descansaba el galeno, un santo despertaba y salía con su discípulo muy temprano. Llegaron mucho antes de que amaneciera a una loma del pueblo cuando el santo le dijo al discípulo que estaba muy agotado, que su cuerpo estaba mal, y que buscara un doctor. El joven discípulo se preguntó en dónde podría conseguir un médico. De pronto el muchacho escuchó los pasos de un hombre que firmemente se le acercaba. Cuando estuvieron frente a frente, este preguntó: ¿Es doctor?. Sí, respondió. Y, sin agregar una palabra más, caminaron juntos hasta llegar al lugar en donde meditaba el santo. Sediento, siéntate a mi lado, dijo el santo de espaldas. Eso hizo el doctor y ambos se pusieron a contemplar el alborear de la mañana. Así es como viene el día y así también se va, en constante armonía y movimiento, dijo el santo. Cierra tus ojos, agregó, que tu sed te guíe a la fuente de tu propia sed… El médico cerró los ojos, mientras el santo pasaba sus manos cerca de sus ojos, y pudo ver en su total oscuridad, el silencio donde nace la mañana, donde muere la oscuridad y brotan infinitas semillas luminosas, como las estrellas, como espermatozoides… Y así se quedó el médico, sentado, viajando dentro de él, en paz. Cuando abrió los ojos, veía lo mismo que viera poco antes, pero se sintió un niño manejando un cuerpo de hombre. Sonrió pues la ira, deseos y apegos no estaban más. El vacío estaba saciado. La sed estaba también, y un júbilo encendió su alma de total dicha y amor. Iba a levantarse cuando volvió a ver al santo a su lado. Ayúdame a levantarme, le dijo al doctor. Ambos caminaron juntos hasta llegar a su refugio. Un gran grupo de discípulos esperaban al santo para que los inspirasen, pero el este dijo que estaba muy enfermo y agotado. Qué hable el hombre blanco, dijo. Todos le miraron y este tan solo miró a su maestro. Este asintió y el hombre blanco se puso hablar por cerca de tres horas a los discípulos de su maestro, y todo cuanto hablaba eran palabras, diferentes palabras pero que salían de la misma fuente, del corazón… Era un cuerpo metido dentro de un corazón. La tarde terminó y todos volvieron a sus quehaceres. El santo estaba muy mal y llamó al blanco. Este le miró y supo que moriría. Me gustan tus ojos, son azules como el cielo, y tu cabello es blanco, plateado como la Luna… Ve, ve a tu tierra y sacia su sed. Sé su jardinero, pero tan solo para aquellos aquellos que tienen sed… Ve y no des vuelta atrás. El médico se paró y antes de salir, se arrodilló ante sus pies y los besó. Luego, se paró y cogiendo sus cosas, se dispuso a viajar… Ya estaba por partir el tren cuando vio al pequeño discípulo en la puerta del hotel con los ojos llenos de lágrimas. Le contó que su maestro había muerto y no sabía adónde ir ni a quien seguir... El hombre blanco le tocó el hombro y le dijo: Sígueme, y no llores, aún estoy a tu lado… Se les vio partir en el tren, y luego, subir a un vuelo que los llevaría muy lejos de aquella India, aquel lugar lleno de santos y mahatmas y gente de color. Cuando llegaron a la ciudad del hombre blanco, este le dijo algo que nunca volvería a escuchar: Nunca dudes que te dejo, nunca… Bajaron, y luego, buscaron una casa para hacerla una sala de reuniones en donde invitarían a personas llenas de la gran necesidad, la de la sed de la verdad… Era un primer paso, pero, así siempre fue el inicio de todas las historias, maestro tras maestro, como páginas leídas, una después de la otra…



San Isidro, Julio de 2007

Texto agregado el 15-07-2007, y leído por 150 visitantes. (0 votos)


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