En el trayecto, encontraron un burro mostrenco y decidieron soltarle al hermoso animal. Era este uno de esos animales sin dueño que ya prestaron todos sus años de servicios, que ven pasar los días en una secuencia rutinaria, convertidos en una bolsa de pellejo y huesos. En el extremo de sus patas en vez de cascos, parecía tener una especie de deformes zapatos. De una mirada lánguida y perdida en el tiempo y que solo esperan con paciencia el día de su muerte. El triste animal al ver aquella belleza de potra, sintió un aire renovador que le recorrió todo el cuerpo, cada músculo sintió una especie de soplo renovador y divino, como si se tratase de una descarga eléctrica y salió disparado lanza en ristre, como toda una exhalación. La noble yegua no alcanzó a percatase de lo que estaba sucediendo y solo sitió una ráfaga de energía que la empaló de cabo a rabo. El anciano burro se sintió en ese instante trasladado al paraíso de los equinos y cayó muerto, fulminado como por un rayo en medio de sus últimos estertores agónicos pero lleno del más grande de los placeres. Ya rígido en el suelo, en el hocico una especie de sonrisa y el último reflejo de su mirada hubiese sido inspiración para un cuadro de la Mona Lisa. Los mozalbetes entraron en pánico, se asustaron tanto que juraron guardar el secreto con su vida y siguieron su camino para cumplir el encargo…