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TERROR EN LAS SOMBRAS

VIII

VEHEMENCIA MALIGNASinfonía N°1 De Los Sentidos Inicuos.


Había una vez un hombre que le gustaba comer carne humana. Era tan grande su deseo y ansias por la carne humana fresca que se esforzó y consiguió un empleo en un hospital, donde se disfrazaba de mujer para hacer de matrona y robarse a los bebés recién nacidos, haciéndolos desaparecer de toda retina del hospital, y luego los salteaba en mantequilla, aceite de oliva y romero en lo secreto de su cocina.

Comenzaba por los dedos de los pies. Los presentaba en un plato bajo de gran tamaño, redondo y los colocaba respetando la circunferencia junto con hojas de limón, y al centro, disponía una salsa que le parecía deliciosa, a base de la misma sangre del infante, las uñas pulverizadas con ajo y vinagre y una pizca, sólo una pizca de sal. Destapaba una botella de vino mientras preparaba el segundo plato y se la servía con un estado desquiciado reflejado en su rostro; estaba gozando. Su copa de vino, ancha y grande y de cristal, se manchaba con sangre cuando bebía a entre la preparación de su segundo plato. Remojaba las piernas del bebé con una extraña infusión de hojas de palque, agua caliente, alcohol y pimienta negra en gran cantidad, y luego le quitaba toda la piel cuando las piernas alcanzaban un intenso color rojo de irritación. Extendía la piel sobre el mesón y luego con un cuchillo carnicero raspaba las piernas del infante para quitar la carne sangrienta de manera que casi se desasía por el intenso remojo y las misteriosas consecuencias de la infusión en el tejido humano. Cuando dejaba las piernas con sus huesos expuestos, escupía sobre la piel extendida y con sus manos esparcía la humectación. Incorporaba la carne blanda y fresca sobre la piel y luego le añadía chalotes picados finamente. Luego envolvía todo con la piel formando un rollo. Abría el horno y sobre la superficie ponía un papel de aluminio. Así cocinaba su cena. La disfrutaba con una tabla de quesos finos y son su vino tinto de reserva. Cada vez que probaba un bocado, su deleite llegaba al cielo y sus ojos se ponían blancos. Con una música clásica de fondo mandaba a volar a sus más oscuros pensamientos, ya exquisitamente elaborados.

Sentado a su mesa madera antigua, gozaba a plenitud de sus instintos complementados en cada elemento meticulosamente seleccionado, refinado y manufacturado. Cada sabor, cada olor, cada sonido, cada toque se conjugaban con la joya de la corona, su propia guinda de su torta… cada vistazo, el último sentido, perpetraba su éxtasis maligno e inicuo en perversidad satánica y lo dividía en una imaginación retroalimentada y constante, cuando gemía su más profundo y escaso sentido de la bondad hacia su realidad, cuando con ojos que sólo miraban la tangencia física del placer humano arrojaba su visión sobre el bebé que lloraba con desgarradores gritos y una impotente voz ronca y atrofiada. Allí yacía la pobre criatura, sobre una bandeja de plata con lechugas y tomates, con sus piernas completamente arruinadas y su mitad de cuerpo intacto. La malignidad del hombre había sido el medio para saciar su hambre de placer preparándose un plato suculento para su propio egoísmo y altanería, dejando al bebé vivo, conservado en las manos del infortunio para un futuro oscuro e indeseable.

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Texto agregado el 06-07-2007, y leído por 159 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
10-07-2007 Realmente me impactó, es terrible, pero como siempre digo, el horror también existe. Te confieso que me costó leerlo, mis cuentos de terror son infantiles al lado de este. Besos y estrellas. Magda gmmagdalena
 
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