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El olor marino de una vagina ó Arreola y nuestro secreto íntimo

Aquella noche comenzaba a parecerme patética, tres de la mañana y aún tenía esa agria sensación de no haber tenido un día productivo. Es algo raro, pero desde hace algún tiempo no puedo irme a la cama con ese vacío. O simplemente se trataba de una noche aburrida.
Apagué la computadora, revisé con rapidez pero de manera cuidadosa mis libreros. Necesitaba un cuento, algo que pudiera leer en menos de 30 min. y me dejara con un buen sabor de boca, con un suspiro que indique que el día está completo, que tengo derecho a escapar a esa muerte voluntaria que es el dormir.
Juan José Arreola me pareció apropiado, Cuentos Fantásticos, era exactamente lo que buscaba.
Aquellas pequeñas pero sonoras voces, que juzgan casi todos mis movimientos y acciones, susurrando, exigiendo dentro de mi cabeza, comenzaban a callarse. El asunto mejoraba, sin duda a cada imagen de la historia, correspondía la relajación de uno de mis músculos, la respiración tranquila de mi cerebro.
La serena y curiosa expresión de mis ojos al leer, Una mujer amaestrada, se vio interrumpida violentamente, mi mente borró rápidamente las imágenes grotescas y divertidas del cuento para tratar de reconocer el pequeño objeto colocado justo entre las dos páginas. Y entonces lo recordé, justo al tiempo en que mi rostro no disimuló un gran asombro. Una risa traviesa escapó de mis labios, cómplice del recuerdo.

Durante mi vida no había sido muy afecto a coleccionar. En realidad, -y a excepción de las justas colecciones de todo niño- nunca me interesé en guardar objetos por esa simple razón. Sin embargo desde la adolescencia he coleccionado dos cosas, ambas de manera inconciente; programas de mano, de funciones de teatro, todas las obras que había visto en mi vida podía recordarlas por este medio. Además de un cajón entero, existe también una bolsa llena de estos papeles con nombres, fechas, explicaciones, advertencias, imágenes etc. No me siento particularmente orgulloso, ni mucho menos se la he enseñado a nadie. En realidad sólo sirve para eso, recordar montajes, buenos, malos, asquerosos, excelentes. Pienso incluso, que algún día de terrible ocio, los acomodaré uno sobre otro, para lentamente sumar la duración de todas esas obras, y poder saber cuántas horas de mi vida he pasado en un asiento, callado y atento, observando lo que alguien más hace.

Mi otra colección es aún más involuntaria e inconciente –asquerosa para algunos si se pudieran enterar-. Y es que un día me percaté que después del acto sexual, quedaban prendidos algunos vellos íntimos y ajenos en la cabeza de mi pene, el glande quiero decir… no, quiero decir la cabeza de mi pene. En fin, que un buen o mal día en que quitaba aquellos de mi querido amigo, tuve una ocurrencia, guardar uno, como recuerdo tal vez, la verdad es que no lo pensé, simplemente cerré mi puño con el elegido al azar, salí del baño, abrí las páginas del libro que llevaba y lo coloqué con cuidado entre las páginas 68 y 69, sin duda éste último número es bastante sexual y no olvidaría así en donde quedaba el pequeño detalle.
Hice esto en cada ocasión y con cada mujer que estuve desde aquel día. Y es que de las cosas que me gustan en el mundo, una muy especial es el olor marino de una vagina. Puedo asegurarlo, aquellos vellos conservaban un poco de esa esencia. Qué mejor cofre para guardarlos, hay quienes gustan de insertar pétalos de rosa en sus libros favoritos, y al paso del tiempo contemplarlos, olerlos; yo gustaba de insertar vellos púbicos.

Así que allí estaba, en medio de un cuento de Arreola, entrometido, sonriente diría yo, aparentemente tan fresco como antes. Lo coloqué debajo de mi lámpara, y efectivamente, era pelirrojo, no cabía duda de a quién perteneció, ahora lo recordaba. Fue algo demasiado raro. Aquella persona fue mi primer amor, y justo a dos años de no verla, de extrañar sus brazos, su voz, su piel aromática, sus sonoros gemidos de placer, tenía en mi mano una parte de su cuerpo, si es que se le puede llamar así. Al menos lo fue, como lo fui yo.
Lo acerqué a mi nariz, lo chupé, pero ningún rastro sensible a estos sentidos, solo el color quedaba aparentemente intacto. Rozando mi mejilla con él recreé de manera sorprendente aquellos momentos en esa misma cama, el esperado olor marino, mi lengua acariciando la diminuta cabellera en su entrepierna. Simplemente seguí acariciándolo con las yemas de mis dedos, pensado, recordando. En ocasiones le decía apasionado a ella; “Un día te voy a comenzar a comer, lo haré por partes, primero los pezones, otro día un trozo de tus labios, así hasta que termines dentro de mi”. Ahora podría retomar aquello, al menos podría comer esa pequeña parte, tan íntima y nuestra.
Por obvias razones no lo hice, simplemente me pregunté, me pregunto, ¿cuánto tiempo puede estar allí, en perfecto estado? ¿Será que en diez años desearé tocarlo de nuevo, acariciarme con el?
Si es así, sólo bastará con que le pida prestado a Arreola nuestro pequeño secreto hurtado. Por lo menos pude dormir tranquilo, respirando un imaginario olor a vagina.

Texto agregado el 01-07-2007, y leído por 518 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
03-07-2007 Eres muy inocente, 19 años pero nada de experiencia, deberías salir del casarón mercouri
01-07-2007 Creo que se queda en la simple anécdota más que ser un cuento. La idea es más bien un chiste y lugar común diría yo. Saludos! athos_mosquetero
 
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