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Doce horas de viaje no fueron suficientes para que el cansancio aniquilara mi entusiasmo de saberme en tierra extraña. Así que, después de haber tirado las maletas en el cuarto del hotel, salí con mi esposo a recorrer la ciudad.

¡Estábamos en Lisboa! y en solo par de días continuaríamos rumbo a España : ¡no había tiempo que perder!

Sin embargo, un lapsus de mal sentido de dirección de mi parte, provocó que nos perdiéramos en las calles más empinadas y menos turísticas de la capital portuguesa.

¿Alguien dijo que el portugués y el español eran parecidos? ¡Ni madres! ¡Si entre los hispanos no nos entendemos en español, cómo rayos vamos a entender a un portugués y para colmo, ¡hablando a la velocidad de un atleta que salta en pértiga!

No se nos hizo difícil encontrar a un transeúnte que nos dio valiosa información. Me sentía segurísima de que sus explicaciones pronto nos conducirían a alguna parte muy lejos de allí: $(&^&%$#%#)(&^%$#@!#*)&$^$#@!&*()%$#@!

—¡Obrigado! —fue lo único que alcancé a decirle.

Sé que el hombre tuvo la mejor intención de ayudarnos a salir del laberinto en el que estábamos.

Continuamos el camino, pero de pronto tuve la impresión de que caminar por allí con una cámara colgando del cuello, gafas oscuras, carteras amarradas a la cintura y el típico atuendo de vacaciones, no eran un evento muy cotidiano por aquellos lares. La gente se nos quedaba mirando como pensando ¡de dónde demonios salieron estos dos turistas! No pude menos que sonreír y mostrar mis buenos modales:

-¡Hola! -repetí a todo ser con el que chocaba miradas.
-#@*(*&^% -eran todas las respuestas.

Al cabo de unas cuantas horas caminando cuesta arriba, cuesta abajo, cuesta arriba, cuesta abajo, una dosis de agua fresca me hizo recobrar las energías y decidir: ¡C%&$jo! me parece que deberíamos llamar a un taxi!

Mi contrariado acompañante, que no perdía la oportunidad de recordarme mi mal sentido de dirección, tuvo que aceptar mi brillante idea y gracias a ella, en 15 ó 20 minutos ya estábamos en el centro de la Ciudad.

Al taxista le pareció encomiable que unos turistas se dignaran conocer las callecitas donde vive la gente trabajadora y humilde de Lisboa. Mascullaba al menos un buen español. Gracias a él nos enteramos de que era día festivo, que las escuelas y muchas oficinas estaban cerradas. Eso me explicó por qué en pleno día de trabajo había tanta gente asomada en los balcones de su casa sacudiendo alfombras, tendiendo ropa, sentados al fresco; ya había imaginado que los portugueses tomaban las cosas con demasiada calma.

Un autobús descapotable nos llevó por la parte histórica y la parte moderna de Lisboa. Aquello era fascinante: las amplias avenidas, los monumentos, los jardines, los parques, en fin, todo allí nos pareció majestuoso. A insistencias mías, hicimos una parada en un parque en el que divisé una feria del libro. Entonces el que dijo #@*(*&^%, fue mi marido que se bajó sin más remedio.

De más está decir que nunca en mi vida había visto tanto libro escrito en portugués. No me quedó más remedio que distraerme con las portadas coloridas, los títulos que de pronto prometían ser en español, para disiparse luego en un mar de palabras irreconocibles. Pero la felicidad nunca llega completa, pensé en esos momentos.

No llevábamos ni quince minutos regodeándome por allí, cuando al intestino de mi marido se le ocurrió de pronto solicitarle con urgencia un lugar privado donde manifestarse. Ahora que lo pienso bien, fue una buena estrategia para huir de allí.

—¿Podría indicarnos dónde quedan los baños? —pregunté a una buena señora que me mostraba con entusiasmo unos libros infantiles.

—^%$#@*(*&^%$#@!@^&*()*& —respondió.

—Entendido, obrigado —respondí, tratando de agradecer su gentileza.

“¡Qué maravilla! ¡Cuánto pueden comunicar las manos!”, pensé. Gracias a que la mujer explicaba empleando todo su cuerpo, en especial los brazos y las manos, pudimos comprender, entre tanta jeringonza, que al final, a mano derecha, bajando por unas escaleras, estaba enterrado el baño.

Llegamos sin dificultad para descubrir nada más y nada menos que ¡ establan clausurados! Alguien, en una mal rumiada lengua española, nos dijo que tendríamos que cruzar la avenida y en algunos de los negocios pedir permiso para usar los sanitarios. ¡Perfecto! Desde donde estábamos no veíamos la avenida, pero no hicimos más que caminar parque abajo y allí estaba la grandiosa avenida, imponente y cruzada por otras veinte más que intersectaban en un hermoso círculo adornado por una monumental estatua de algún prócer portugués. “Bueno”, pensé… “al cabo, no es mi intestino el que reclama". Así que, sonriente y amable comenté: “Yo te espero aquí, anda, date prisa que el tramo es largo y los intestinos son como tú: poco pacientes”.

Fui mientras a tomar algo en la terraza de un negocio ambulante que ofrecía cómodas sillas y mesas para sus clientes. Apenas me hicieron esperar, pues no hice más que sentarme y a los tres minutos ya tenía ante mí a alguien.... “¡Qué servicio más rápido, pensé”.

Ordené en español la limonada más refrescante que tuviera.

—Con mucho gusto señorita —respondió en un español bien pronunciado aunque con acento portugués.

No tardó en regresar con dos copas altas de granizada de limón, adornadas con una cereza de lo más mona. No recordaba haber pedido la de mi esposo…"¿o sí?", pensé.

—¿Puedo acompañarla?—preguntó.

—¡Por supuesto, no faltaba más —le dije sorprendida, aceptando tal vez la demostración de cortesía más reveladora de la personalidad de los mesoneros portugueses.

Sorbí enseguida la limonada y desvié la mirada por los alrededores tratando de disimular mi cara de confusión.

Él no dejaba de mirarme divertido.

No entendía qué le hacía tanta gracia y tampoco me atreví a preguntarle.

Hubo un silencio incómodo que afortunadamente fue disipado gracias a su comentario:

—Nunca me había encontrado con una mujer que me diera órdenes así de entrada y que yo me sintiera tan a gusto de obedecerlas.

Apuesto que la expresión de mi cara habría sido filmada con gusto por uno de esos programas que te hacen bromas pesadas con la cámara escondida.

Roja de la vergüenza como estaba, alivié el estrés soltando unas buenas carcajadas. Creo que los nervios, siempre me traicionan así. Temía estar ante una situación muy embarazosa, de la cual tenía que disculparme cuanto antes.

—Entonces, ¿no venía usted a tomar la orden? —fue todo lo que se me ocurrió comentar.

—Por supuesto que no...¿le parecí mesonero? —dijo sin dejar de reírse.

—A decir verdad...pues no, pero ¿es que existe tal cosa como tener aspecto de "mesonero"?

—No, por supuesto que no, solo que suelen llevar delantal puesto, lápiz detrás de la oreja y una libretita para anotar cuando están en horas de trabajo -respondió con una gracia que le salía natural.

Ambos reímos a mandíbula batiente. Insistí en pagarle el dinero que le habían cobrado por la bebida pero fue en vano.
Luego le expliqué que mi esposo había cruzado al otro lado de la Avenida a atender unos asuntos de vida o muerte, pero que le agradecía muchísimo su amabilidad.
—¡Qué mala suerte! No me diga que vino acompañada. Yo que me había ilusionado con la idea de convertirme en su guía turístico, pues noto que no es de aquí, ¿verdad?

—¿Tanto se me nota?

—Es por la cámara —respondió—. ¡Ah, y por la Guía de Viajes!

¡Claro! Ya sabía yo que algo más tenía que estar delatándome.

Conversamos y reímos cómodamente un buen rato, como si nos conociéramos de toda la vida. No fue difícil ir de un tema al otro y al otro.

Así estuvimos por espacio, no sé si de 20 ó 30 minutos, en una amena conversación cuando el hombre, de pronto cambió de actitud y del tuteo y la familiaridad con la que me hablaba, pasó a un:

—Como le decía señora, si no va a estar muchos días en Portugal, le recomiendo que no deje de visitar Fátima mañana temprano. Seguro les gustará.

Luego, haciéndose el confundido, miró por encima de mi cabeza, y le preguntó a alguien:

—¿Señor…, le puedo ayudar?

Pronto comprendí la súbita formalidad.

Mi esposo aguardaba detrás de mí con cara de pocos amigos. Los presenté. Se estrecharon las manos con la hosca seriedad que suelen tener los hombres en circunstancias como esas y nos despedimos:

—Gracias por su orientación —le dije mientras caminaba de regreso a donde nos había dejado el autobús.

—¡Espere, vuelva acá un segundo para anotarle el teléfono de la oficina de turismo, allí le darán más información.

Regresé y le di la Guía de Viajes que llevaba y en una esquinita, mientras anotaba su nombre, su correo electrónico y un teléfono, susurraba muy bajito: ¡Escríbeme! Me encantará volver a saber de ti.

No dije nada y me retiré con la sonrisa de haber vivido unos de esos pocos instantes que te da la vida.

—¡Qué amables son los portugueses! —le comenté a mi esposo, tragándome al mismo tiempo el suspiro.

—Sí, claro…quién no es amable ante un buen par de…

—¿Ante un buen par de qué? -pregunté alarmada.
—Pues, ante qué va a ser, ante un buen par de gente como tú y yo...¡mal pensada!

—Sí, claro. ¡Qué más iba a ser!

Riéndonos regresamos sin comentar más el incidente a la parada del autobús, para seguir degustando de las bondades de Portugal y su gente…

—¿Serán así de amables en España? —pregunté.

—No lo dudo...no lo dudo, respondió malicioso.

Bueno, pero España es una hermosa historia, cuyos cuentos me devolverán la alegría de haber pasado las mejores vacaciones de mi vida.



Texto agregado el 30-06-2007, y leído por 444 visitantes. (15 votos)


Lectores Opinan
10-11-2009 Que lindas vacaciones un buen relato lleno de felicidad mis 5* y besitos NILDA yo_nilda
27-11-2008 Lindo relato. Pero...hubiera sido magnífico si hubieras escrito los insultos tal como son... No existen malas ni buenas palabras y todos sabemos que malas palabras son guerra, hambre etc. Me gustó ººººº zumm
11-09-2007 Tus relatos tienen delicadeza, talento y esa savia exclusiva de quien escribe con los sentimientos en cada palabra... aukisa
09-09-2007 Pues ándate con cuidado si vienes a Málaga...sola, porque te bombearán a piropos. Je je, buen relato. margarita-zamudio
09-09-2007 Que ameno relato en tu vitacora; gracias por compartirlo; estuve alli con tus palabras,,, nauticus
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