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El echador de cartas lo estaba pasando fatal. Enfrente tenía a un cliente con una expresión de ansiedad que tiraba de espaldas. No hacía falta tener mucha psicología para darse cuenta que ese hombre había acudido a su consulta en busca de consuelo. Pero las cartas que iba descubriendo eran malas, pero malas como nunca.

Mientras aquellos ojos saltones y acuosos le observaban con ansia, el adivino iba balbuceando una explicación que fuera… bue… menos negativa. Pero no había forma. Nunca le había salido en toda su vida una lectura tan y tan clara: aquel tipo estaba predestinado a morir de la peor manera. Y ya.

Pero, ¿qué le dices a un cliente? ¿Lo siento caballero, usted se va a morir y seguramente de una forma espantosa, son 50 euros, pago al contado? Así que, contradiciendo a su método, acabó “confesando” al cliente que se encontraba mal, que la lectura no le estaba saliendo clara y que mejor que volviera otro día, que era la primera vez que le pasaba y que, por eso, no le cobraría.

El tipo, cabizbajo, aceptó las excusas del vidente pero le conminó fijar una fecha para la semana siguiente. El vidente carraspeó un poco, pero no podía negarse, así que abriendo una agenda de piel que tenía sobre la mesa quedaron para el viernes siguiente, que tenía un hueco a eso de las cinco. El hombre se fue y el vidente lanzó un suspiro. Por un lado quería pensar que quizá para la semana que viene le aparecerían mejores cartas. Pero por otro también es probable que no se presentara jamás, que hubiera muerto ya para entonces.


Los días pasaron y el hombre de los ojos acuosos se presentó puntual a las cinco. El echador de cartas se había preparado un discurso, una lectura más… “amable” por si la tirada seguía saliendo mala. Además tenía unos cuantos amuletos que le vendería encantado para ayudarle ante tan nefasta suerte.

Pero fue peor de lo que imaginaba. Las cartas no sólo avecinaban su muerte, sino que también avisaban de desgracias para todo aquel que se cruzara en su camino. Tenía delante de sus narices, en su despacho, bajo su techo al mayor gafe que ha dado la historia. O así lo pensó el vidente, pensamiento que le bastó para comenzar a sudar copiosamente al tiempo que se trastabillaba con las palabras. El discursito de emergencia que tenía preparado se fue, obviamente, a freír espárragos.

Tenía que admitirlo –pensó el vidente- estaba atrapado. Así que sólo quedaba un recurso: el ataque. Dejó las cartas de lado y le preguntó directamente al hombre si tenía mala suerte, si le sucedían cosas negativas. El tipo bajó la mirada y con tono lastimero contestó que efectivamente, que así era, por eso había acudido a él, para saber si eso iba a cambiar. Justo en ese momento elevó la mirada posándola sobre la del vidente.

Había tal tristeza en esos ojos que el tarotista se conmovió como nunca en su vida. No le quiero engañar, le dijo descubriendo en su voz cierta emoción contenida, las cartas que le han salido no son buenas, nada buenas. Pero –y a este pero añadió un gesto levantando la mano- no se apure: yo –y este “yo” sonó rotundo, robusto- le voy a ayudar.

El tipo cabeceó cansinamente, dejando escapar un nonononosemolestporfavor que el vidente interrumpía cada vez elevando más la voz. No voy a aceptar un “no” por respuesta, que lo sepa. Su caso es un reto y como tal voy a asumirlo. Y no pienso cobrarle hasta que su suerte cambie, tranquilo. Deme la mano para estrechar nuestro acuerdo –le insistió incorporándose de su asiento y estirando el brazo por encima de la mesa.

El tipo se puso de pie pero rehuyó darle la mano. No, no se moleste, por favor, pero no es necesario que me ayude, no quiero molestar…Además, no servirá de nada, ya se lo digo yo… El vidente rodeó la mesa y se le acercó, cogiéndole amistosamente del brazo. No diga usted eso, ¡sepa usted que soy un experto en amuletos y en protecciones mágicas! ¡No se rinda, amigo! ¡Yo le ayudaré, ya lo verá! Tras lo cual le cogió la mano abrazándola entre las dos suyas y sacudiéndola con energía le dijo sonriente: Recuerde, ¡tenemos un pacto!

El tipo cerró los ojos y dejó escapar un ¡Oh, no! ¿Por qué ha dicho eso? Su voz era apenas audible, pero aun así el vidente pudo escucharla, por lo que compuso un gesto de sorpresa, helándosele la sonrisa franca que había dibujado momentos antes. ¿Por qué dice usted…?

No pudo terminar la pregunta porque el suelo comenzó a abrirse, como si un violento terremoto asolara la vivienda. De entre las grietas, aparecieron llamaradas, lenguas de fuego feroces. El vidente se había soltado del tipo y estaba agarrándose a la mesa, incrédulo y espantando ante lo que estaba viviendo. Mirando a un lado y a otro de la habitación en pleno proceso de destrucción sus ojos se posaron sobre el tipo.

¿Ve por qué se lo decía? ¿Entiende ahora mi terrible condena? ¿Comprende por qué no quería pactar? Así ha sido siempre desde que Él me echó y, por lo visto, esto no tiene fin.

El vidente, rodeado ya por las llamas, estaba asfixiado por el calor mientras el tipo se mantenía impertérrito. De hecho, el calor era tan agobiante que el echador de cartas comenzó a chillar de dolor. Entre sus gritos, aún pudo oír como el tipo de ojos acuosos le decía Bienvenido a mi morada eterna…



Texto agregado el 16-06-2007, y leído por 512 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
27-08-2008 wauuu....eso si no me lo esperaba..muy buen texto. lisinka
22-01-2008 Es un muy buen texto, me ha gustado! auripo
11-01-2008 buenísimo! realmente me ha atrapado! 5* y mis saludos. MAGAROSA
10-07-2007 ¡¡¡Muy bueno!!! A mí me sorprendió el final. m_a_g_d_a2000
02-07-2007 confieso que me imagine otro final a la mitad, pero el que le logras dar esta en el límite de lo real y lo irreal. Madrobyo
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