En la habitación 56 no había cabida para nada más que el dolor. Al abrir la puerta todos y cada uno de los espacios despedían el embriagador olor a dolor, que paradójicamente era más que un mero sentimiento, se trataba de aquel dolor de lo que no se adolece, fuera de toda clasificación pero inmerso en una incomprensible belleza y abominación.

Una vez dentro no es posible ver atrás pues la rojiza luz sofoca las pupilas y el humo de cien cigarrillos guían cual imán en tácita invitación los pies, mismos que se mueven tal vez por el dolor que en este instante rodea el corazón y se desliza silencioso a los músculos de cada miembro.

La corporalidad se olvida al sentirte observado, escudriñado, he inevitablemente examinado, relajas los labios, tiembla tu barbilla, sumerges tus ojos en el verdadero y único dolor mientras tu grito nace y muere alojado en la garganta.

Sigues entonces caminando descubriendo una pupila engarzada en un espejo color terreo, te observa y cuestiona a intervalos de humo que te cortan el aliento. Más esa pupila que se convierte en ojo te parece familiar y por lo mismo irresistible he intoxicante.

El dolor es indescriptible, te toma, te mastica y escupe obligándote alzar la vista, vez sus pupilas, sus negros ojos que te han dicho quinientas formas de mirar, sus labios gruesos que te han contado cien formas de exhalar el humo, ese cuello cuyo aroma te ha hecho derramar lágrimas, esos pechos que has esculpido y besado largas horas, las manos de niña sosteniendo el cigarrillo, la resiente mancha de café en su servilleta y el mechón de pelo rizado que escapa a su creencia de dominarlo todo.

Bajas la vista para llevarte los labios el último sorbo de café, respiras tratando de robarle parte del alma entre el olor a tabaco y perfume, te llenas de odio, la vez indefensa y descubres por fin que en la habitación 56 es imprescindible el dolor para aprender a amar.