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Inicio / Cuenteros Locales / mariog / ESCRUTINIO (Fragmento 3)

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Desenlace nítido e inevitable que Juan Maciel empezó a revolver en la boca como una escupida de pus, como un amargo trago de hiel y de ponzoña. Estaba solo. Con esa dura soledad del abandono y de la incomprensión; de la retirada de quienes había llegado a considerar sus pares; del acobardamiento de aquellos que habían medrado gracias al mismo modo de ser suyo que en ese momento los escandalizaba. Solo. Solo y jugado. Puesto en la obligación de salir, abordar el camión, meterse de lleno en la encerrona que habían armado para que no alcanzara nunca la meta.
Porque habría encerrona. Milicos y matones armados hasta los dientes. Cebados con la victoria de Tres Arroyos sobre los pobres amigos desorganizados. Esperándolos. Sabedores de los camiones y de los blindajes, del número de hombres, la cantidad y el tipo de las armas y el alcance del coraje.
Jugado. Jugado y solo. Deteniéndose a mitad de camino para tragar algo de saliva mezclada con rabia, con indignación, con una hilacha finita de miedo. Porque ya entonces sabía que también la Muerte lo esperaba.
Y reconoció en todo su cuerpo la victoria de las Parcas. En la piel morena que nunca más recibiría las caricias calientes de ciertas manos finas que le quitaban el sueño. En el vigor de los músculos intactos y en desafío a la edad y al tiempo. Músculos que no tensaría salvo para cumplir con las exigencias inmediatas. También en las entrañas hubo de distinguir su derrota: no más las sensaciones mágicas de cada clarear en medio del campo ni de cada anochecer de festejo; de las mañanas navegando el llano a horcajadas de un caballo inquieto ni el bogar manso sobre la barca dulce de la mujer durante las horas de la luna en lo alto. Y en los ojos, que de ahí en más no verían sino las pruebas del desastre inminente. Y en el ánimo raramente apaciguado que ya no realizaría la alquimia de las emociones ni experimentaría la peligrosa sudestada de los enojos o la calidez de las emociones hondas.
En la suma absoluta de su ser de humano y de no mortal recogió Juan Maciel la sabiduría de lo que ya había empezado a ocurrir. A él. A él y a cuantos lo siguieran. Y tembló. Tembló como nunca había temblado. En la profundidad de sus genes. En lo oscuro de lo no pensado. Tembló. Como la hoja más débil. Como el cabello más delgado. Tembló su pequeñez y su grandeza. En sus miserias, en sus aciertos, en lo que de bueno y de malo llevaba a la espalda, tembló. Un río de llanto se le cayó de las pupilas para adentro. Un sudor de hielo le bañó de un solo chaparrón todo el cuerpo. Casi pudo dolerle la sombra cuando el alma se le estremeció, retorciéndose en la revelación.
Pero se rehizo. Con coraje de demente se alzó perpendicular a todas sus caídas. Se le incendiaron los iris con un fulgor de rayo. Los dedos aferraron imaginarias dagas. Apretó las mandíbulas. Se bebió hasta el fondo la electricidad del espacio. Calzándose invisible peto, alzó la frente para ser ungido por algún venerable Espíritu. Pero fue, al mismo tiempo, la tristeza más completa. Una melancolía infinita. Un arduo duelo, el tener todas las respuestas.

Texto agregado el 06-03-2004, y leído por 250 visitantes. (2 votos)


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