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Todos los días menos pensados, mi abuelo, se lanzaba a las calles en busca del tiempo perdido. Extrañamente, siempre amanecía soleado cuando decidía irse de paseo.
No sé cómo, ni cuando, pero limpiar su traje y lustrar sus zapatos se habían convertido en ritual familiar para los dos. A mí, me fascinaba el olor a crema de zapatos recién untada; a él, le fascinaba hacer chirriar las gotas de agua mientras pasaba la plancha caliente por encima de sus pantalones, pero nada mejor que probar el calor adecuado del instrumento chupándose la punta de los dedos, tocando repetidamente el metal candente, mientras me repetía los peligros de imitar semejante hazaña.
Los pantalones, estilo Dillinger -como mi Pa siempre decía- eran sus favoritos y siempre lo hacían ver como un señor por el cual sacarse el sombrero era una obligación. Cuidarlos y mantenerlos siempre en línea era su pasatiempo favorito antes de cada excursión a la ciudad. Era toda una ceremonia. Cada pliegue era meticulosamente marcado sin piedad. Incluso ahora, al recordar semejante operación, me sigo preguntando cómo es que los pliegues de sus pantalones nunca consiguieron desbaratarse ante semejantes arremetidas; supongo que fue uno más de los misterios que ese enigmático anciano cargaba a cuestas a lo largo de sus años.
Una tarde, sin aviso previo como cuando cae un rayo, el ritual se esfumó. Se encerró en su cuarto y después de algunos minutos salió disparado a la calle. Sin mirarme, sin mirar a nadie. Esa noche, en silencio, todos nos trasladamos a la casa de mis tías, las de las Canteras. Mi abuelo había llegado a destiempo, decían, y no hubo tiempo de preparar sus pertenencias. Mientras en medio del salón, comprendiendo finalmente ese giro del destino, un cajón y cuatro velas acogían el cadáver de mi abuelo vistiendo un traje alquilado. Afuera, mis tías se preparaban a quemar el último traje que él había vestido y los zapatos que seguían luciendo el último lustre que yo les había dado. "Esto ayudará a que no se pierda en el otro mundo", decían, mientras las llamas hacían campo para apoderarse de los mejores bocados de esa nueva víctima. Por mis mejillas enfilaron, por primera vez, columnas de lágrimas que me enseñaron el dolor de la insensatez humana y la repulsión de haber comprendido el verdadero valor de las posesiones ajenas. Ese día, decidí que mi familia ya no existía más.

Texto agregado el 26-04-2007, y leído por 137 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
03-07-2008 Conmovedor. pantera1
 
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