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Inicio / Cuenteros Locales / andres_fritz / 2 Horas Por Kilómetro (Quinta Parte)

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“Despierta!”- susurró Alberto, sacudiendo a Andrés. “Te quedaste dormido”. Él se sorprendió mucho al encontrarse de nuevo en la noche iquiqueña, y no en el colegio porteño. No sabía que decir, tenía muchas preguntas, pero no quería escuchar respuestas, así que dijo simplemente “tengo hambre”. Y sed. Quería agua. Iba a decir que quería un vaso de agua, pero la idea le pareció casi ridícula.
Alberto se paró y ayudó a levantarse a Andrés. “Vamos a comprar completos a la esquina”. Andrés miró su reloj. Las dos de la mañana. “Las dos de la mañana” dijo, pero no supo que decir después de eso, así que se calló.
Mientras caminaba sentía la extraña sensación de volver a su cuerpo. Tal vez era la brisa marina que le estaba despejando la cabeza, ya que el lugar donde estaba el quiosco camino a la playa. Bajaron dos cuadras más y llegaron. Alberto compró los completos y después se sentaron en unas sillas de plástico. Lo único que escucharon Alberto y Andrés por un buen tiempo fue el sonido de los completos siendo masticados por ellos. Andrés se estaba sintiendo más despejado, y la sensación de estar masticando algo se estaba volviendo más real, la bebida estaba helada y parecía congelarle las encías. Pero se sentía bien. Alberto terminó de comer primero y le preguntó a Andrés qué iban a hacer ahora. Andrés terminó de tragar el último trozo de pan y sintió que su polerón tenía olor a cenizas. “Vamos un rato a la playa. Para que se nos quite el olor”.

Una ola rompió fuertemente a lo lejos. Los dos estaban sentados en una banca mirando a la oscuridad total del océano. Un viento impetuoso les golpeaba la cara.
Alberto estaba cruzado de brazos, con la cabeza gacha. Andrés se estiró y dio un pequeño bostezo, e inmediatamente se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Los dos se quedaron callados por un buen rato, los únicos ruidos eran el viento y las olas. “Creo...” Andrés empezó a decir. Sabía que el efecto de la hierba ya estaba desapareciendo, lo único que evidenciaba que había fumado era el adormecimiento que sentía en las piernas. “Creo que ya se me pasó la volada”, dijo. Alberto lo miró y luego volvió a mirar las olas, sonrió y dijo “A mí también”. Y ahí todo volvió a la normalidad.

“Creo que se me pasó la volada” dije.
El Alberto me quedó mirando, volvió la vista al mar, luego sonrió. “A mí también. No fue tan malo haber venido, pensé que me iba a aburrir.” Se quedó callado por un minuto, un minuto que se hizo largo pero no incómodo. “¿Y qué pasa ahora?” pregunté, sabiendo que no era una muy buena pregunta. Podía haber dicho “¿Qué hacemos ahora?” o ¿Y ahora qué?”, pero quise decir “¿Y qué pasa ahora?”. Alberto meditó la pregunta un rato, y me respondió “No sé. Creo que podríamos volver, o nos vamos cada uno para su casa”. Miré el reloj. Las dos y media. “Las dos y media” dije, pero no obtuve respuesta. Me sentía muy cansado y me quería ir, y empecé a tiritar tan fuerte que no lo pude controlar. “Vamos” dije, levantándome. “Tenemos que irnos. Mañana tenemos clases temprano.”
Caminábamos bajo la luz de los postes del alumbrado. La avenida se extendía más allá de nuestra vista, desierta. Nuestros pasos hacían un pequeño eco en el silencio de la noche. Se podía escuchar el zumbido de cada poste. Estábamos esperando un colectivo, pero no queríamos esperar sentados, para no entrar en frío. Pero a esta hora era muy difícil conseguir uno. Yo ya no tenía tanto frío, estaba usando un gorro de lana – que al parecer tiene un gran valor sentimental para Alberto, porque lo usaba siempre- que me prestó. Estaba un poco gastado y estirado por el uso. Pero era casi como un amuleto de buena suerte para su dueño. Algún día le preguntaré el porqué.
Un colectivo pasó mientras pensaba eso. Nos subimos e inmediatamente me invadió un sopor cálido. Pero no tenía que quedarme dormido. Todavía no. Primero teníamos que ir a dejar a Alberto y después el colectivo pasaba por donde yo vivía. Cuando llegamos al frente de la casa del Alberto, nos despedimos, yo me saqué el gorro y se lo iba a pasar, pero él me dijo que me le prestaba hasta mañana. Se bajó y el colectivo siguió su camino.

Cuando llegamos me bajé y caminé hasta mi casa. Me quedé un buen rato frente a la puerta, apoyando la cabeza en la placa con el número. Respiré hondo, saqué las llaves. Me sentía muy cansado. “Mañana me tengo que levantar temprano” me dije y abrí la puerta.

Todavía sentía las piernas entumecidas.

Andrés se quedó tres minutos con la cabeza apoyada en la placa con el número “902” impreso en ella. Murmuró algo inaudible, abrió la puerta con sumo cuidado y entró cautelosamente. Nadie se despertó. Llegó hasta su pieza, se sacó la ropa y se acostó en la cama. Cerró los ojos y todavía podía ver trozos de lo que fue esa noche. Colores y formas se veían todavía relativamente nítidos, tomando en cuenta que el efecto de la droga ya era casi nulo. Andrés se quedó dormido diez minutos después. La última cosa que se acuerda de esa noche fue que se preguntó dónde había dejado el reloj. Y el vaso de agua.

FIN.-

Texto agregado el 28-02-2004, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


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