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LOS CAMINOS DEL SEÑOR

Omar Barsotti

-Los caminos del señor son inescrutables.
La frase se estacionó flotando en una niebla de incógnita sobre nuestras estupefactas cabezas. Raúl, luego de enunciarla, quedó mirando hacia un horizonte remoto cuya poesía se deterioraba un poco al posarse sobre la variada mugre del bar del Gallego.
Nos espiamos uno al otro, restregando con los pies en el suelo poblado de aserrín, migas y puchos, como si revolver aquellos restos aplastados fuera lo más relevante de nuestras vidas.
No es que Raúl no tuviera derecho a proferir tales observaciones. Lo que ocurría es que, aún completamente anegado de ginebra y con una piedra atada al cuello, estaba totalmente discapacitado para hundirse aún en esas nimiedades metafísicas..
Mercoliano, cobarde y conmovido, tomó un súbito interés por un grupo de vecinas que en batones y con los ruleros puestos, elegían tomates en el carro de Genaro.. El Gallo no menos displicente optó por arrojarle miguitas al gato, que dormitaba en el borde de la vidriera, y Jorge elevó su noble perfil de funcionario municipal hacia el techo, donde solo podía ejercitarse contando las arañas que, desde hacia veinte años, tejían sus redes en las paletas de los ventiladores paralizados por los avatares de la eonomía.
El Bar del gallego, no le conocíamos otro nombre, se extendía sobre una esquina en cruz con la plaza López que le prestaba su aire bucólico solo interrumpido por el tronar de los tranvías.
Pero, en aquellos remotos días, el bar del gallego era el refugio y punto de reunión de un grupo indistinto, unido por el aburrimiento y las horas vacías. Desde el exterior el bar era un bar, en el claro concepto que de éste se tenía en esos años; vidrieras de guillotina; una entrada con puertas de vaivén cuya supervivencia bien merecían una monografía sobre resistencia de materiales y un piso de maderas quejumbrosas, pero aún milagrosamente fuerte, solo deteriorado en los puntos en que, cuando llovía, se precipitaban lúgubres goteras atemperadas por la más variada batería de recipientes, incluyendo, en las emergencias más duras, algunos urinarios que, la gallega, sin pudor alguno, acomodaba con displicencia bajo el torrente, otorgándole al gorgoteante sonido un valor agregado.
Las mesas y sillas de madera estaban barnizadas por el uso, mantenidas lustrosas por la untuosa mezcla de grasa y alcohol , el continuo rozar de las manos recogiendo y arrojando los naipes, los codos hieráticos de los borrachos, y la mugrienta rejilla del mozo que les daba un acabado perfecto. El mostrador corría a todo lo largo formando una mesada, parte de madera parte de metal estañado y contaba con un posapié de verdadero bronce que, ya mostraba grietas por el desgaste, pero recibía una inesperada dedicación del gallego, quien lo lustraba con Brasso hasta darle el aspecto de oro nuevo, brillante e incongruente con el resto del dudoso mobiliario.
La estantería de bebidas era sólida y, quizá en un tiempo, bella con su cristalería biselada, prolijamente adornada por las moscas, y sorprendentemente abastecida de exclusividades que, a través de los años habían madurado apropiadamente y se vendían a un precio razonable, incluyendo el polvo en que estaban soterradas. En un rincón se adivinaba la tapa del sótano, cancelada desde hacia varios lustros. Un rumor, a veces murmurado en altas horas de la noche, contaba que ahí abajo quedó un día encerrado un mozo que le arrastraba el ala a la mujer del gallego. Una noche, el gallego le envió a buscar unos cajones y, apenas bajó, clavó la tapa con gruesos clavos de techo atravesados, cerró el bar, tomó a su mujer y se fue de vacaciones por veinte días. El galán, si la historia era real sería al momento del presente relato, una momia carcomida por las ratas y amortajado por grises telas de araña.
Raúl, luego de proferir este aserto meduloso, cayó en un silencio rayano en la estupidez, que era su estado normal, mientras nosotros simulábamos estar profundamente interesados en el dudoso paisaje de la calle.
Jorge, sin poder evitarlo dirigió su mirada a la silla vacía donde, desde tiempos inmemoriales e imprecisos, acomodaba su plástica anatomía el hoy ausente Negro Quena
El Negro faltaba desde hacia unas cuantas semanas y todos sabíamos que seguiría así y no alimentábamos esperanzas por su reaparición. Era un morocho bueno hasta la zoncera, algo opa, afiliado al grupo desde niño cuando ya demostraba su absoluta incapacidad para hacer algo bien. Con su cuerpo invertebrado y feo sobresalía por esta cualidad, que era tanto motivo de su exclusión como de su aceptación. Las mejores ropas resultaban astrosas sobre su osamenta desarticulada, jamás aprendió a peinarse y ni recién bañado parecía limpio. Corriendo jadeaba en las primeras cuadras y agonizaba en las siguientes, jugando al fútbol no servía ni para arquero. Estaba siempre un poco sucio, con una moquera permanente cuyas velas enjugaba directamente con las manos, provocando la repulsa de la barra.
Reía por cualquier cosa, generalmente inoportunamente con lo que era improbable que le invitaran a un velorio y en los bailes permanecía hipnotizado, sentado con un refresco, mirando las piernas de las mujeres. Era un enamoradizo elemental, condenado por su cuerpo de lombriz y su cara de bobo, a castidad perpetua. Se instalaba en el bar y desde las ventanas atisbaba a las vecinas de quienes, invariablemente, se enamoraba. Siempre tenía un motivo, aquella por sus buenas piernas y, esta otra, porque denotaba una seductora chuequera; de la que iba porque iba y de la que venía porque venía. De atrás o de adelante, siempre encontraba motivos para verlas atrayentes. Si no era por los senos era por el trasero, y, si la cintura había claudicado, por esa coqueta pancita que la abrazaba como un salvavidas. Cuando la belleza era una irremediable improbabilidad, acometía con los gestos: el mohín de disgusto de una morocha un tanto jetona, destinado al carnicero que le cortaba mal los bifes, o el delicado índice con que una pelirroja elegía los tomates para ensalada, o la elegancia con que una matrona entrada en carnes lucia sus fascinantes ruleros o, la flacura anoréxica de la lánguida estudiante que arrastraba sus libros como si fuera una bola de presidiario. Quizá resultaba cómico, pero, en cierta forma envidiable, jamás veía fealdad y todas le venían bien. Que un personaje así fuera un candidato para el drama no entraba en los más afiebrados cálculos.
Pese a que frecuentemente nos abochornaba con su inoportunidad y su aspecto, al Negro lo queríamos por su bondad y porque comprendíamos que él era consciente de sus defectos, por los que sufría y sabía inevitables. Lo cobijábamos en el seno de nuestra sociedad porque ya habíamos llegado a la conclusión de que no éramos quienes para juzgarlo y mucho menos para condenarlo al ostracismo. Su súbito e injustificado jolgorio lo hacía parecer un tonto, aunque a veces dudamos pues cabía la posibilidad de que él viera cosas que se nos pasaban por alto y eran motivo de esas alegrías inexplicables.
A veces, en su ausencia, teorizábamos sobre él. Nosotros, que habíamos pasado sin transición de la hipocresía al cinismo nos sentíamos en alguna forma intrigados por su naturaleza. Se sentaba ahí, en la rueda y permanecía atento, escuchándonos con unción. De pronto, cuando la conversación decaía, lanzaba una risa extemporánea e injustificada. Mercoliano deducía que Quena veía u observaba cosas que a nosotros se nos pasaban por alto y podía, en su tiempo retardado, extraer, de una situación aparentemente anodina, ironías que nosotros, atados al carro de los formulismos, estábamos inhibidos de elaborar:
-Nos ve y nos escucha desde otra perspectiva – alegaba Mercoliano, exhibiendo su máscara filosófica – que no sé si no es más cierta que la nuestra. Creo que desnuda nuestras realidades y, finalmente, es benevolente con nuestras hipocresías .Es un niño mirándonos a través de vidrios de colores y le causa gracia observar como cambiamos a cada vuelta del calidoscopio de la vida.
-Y esto es pura charla al pedo – rezongaba Jorge con aire pedante, quien, en el fondo, temía que esa desnudez atisbada por un idiota, develara su secreto vacío interior.
Nuestro afecto nos había vuelto inmunes a las manifestaciones de su anormalidad a las que considerábamos, más que debilidades, diferencias y, no en pocas ocasiones, se armaba la bronca cuando los extraños intentaban hacerlo blanco de sus burlas. En este mundo de condenados a la farsa, la fatuidad y la hipocresía,¿ quién tiene derecho a tirar la primera piedra contra aquel cuya única culpa era ser como era sin ganas o posibilidades de simular ser distinto?.
Quena sobrevivía gracias a trabajos de ocasión, mandados y changas. Tomaba los encargos con la seriedad y aplicación de un niño que quiere deslumbrar a los mayores, lo que lo hacía confiable entre comerciantes y amigos. Yo era uno de sus empleadores. Y quizá, sin quererlo el factor impensado de su desgracia...
Tenía un pedido urgente, de poca importancia, pero me interesaba el cliente. Era en el centro, en un horario en que estacionar era impensable sin transformarse en pieza de caza de los inspectores municipales. Elucubramos con Quena una maniobra rápida y certera para burlarlos. Yo pasaría conduciendo frente al negocio y el Negro se lanzaría raudamente con el paquete y haría la entrega, en el ínterin, yo completaría la vuelta manzana y le recogería eludiendo la posibilidad de una multa.
Lo hicimos en la forma planeada. Quena descendió del auto y con esos pasos que eran saltos desarticulados y, enarbolando el paquete, encaró decidido las puertas del comercio. Yo, satisfecho, di la vuelta manzana y cuando esperaba hallarle listo para ascender lo veo detenido frente a las vidrieras de una tienda de ropa femenina.
Tenía aún el paquete en la mano, sostenido en alto, como si fuera a pasarlo a alguien. La pierna derecha levemente levantada en un salto interrumpido y la cabeza en un giro congelado con los ojos fijos en la vidriera. Toqué bocina, renegué e hice señas de luces sin poder sacarle de su abstracción. Por fortuna, se habilitó un espacio para estacionar y antes de que me lo birlaran metí el automóvil entre un coro de bocinas e improperios. Partí al rescate.
Quena había abandonado su pose hierática, pero seguía inmóvil frente a las vidrieras, los ojos fijos, un gesto de arrobamiento en el rostro, acunando ahora el paquete en su pecho como si estuviera dando un abrazo. Impaciente me acomodé a su lado, observé el entorno y, comprobando que nadie nos miraba, le di un coscorrón rápido y contundente. Sin acusar recibo afirmó:
-Es hermosa.
Me sonreí tontamente y seguí su mirada. Era una vidriera como cualquiera de esas tiendas: calzones, enaguas, medias de nylon, sostenes y toda la artillería de las secretas armas con que las mujeres mantienen sus cuerpos interiormente preparadas para cualquier contingencia casual o provocada en la eterna guerra de los sexos. Había también algunos maniquíes.
-Quena – le llamé la atención – ¿qué te creés que estás haciendo? – y le saqué el paquete antes de que se le cayera.
- Mirala, Juan. Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida.
Renegué sacudiendo la cabeza. Hermosa, para Quena, podía ser cualquier cosa .
- Mirala bien
Recorrí la vidriera, esperaba ver quizá a una vendedora acomodando las prendas o en última instancia a un ordenanza limpiando. Daba lo mismo. Pero no había ser viviente. Solo maniquíes. De pronto Quena me tomó de los hombros y me orientó a mirar a uno de éstos. No había yo prestado atención. Se trataba, sin duda, de un maniquí muy hermoso luciendo un conjunto de ropa interior y un deshabillé vaporoso.
Era un modelo fuera de lo común, es decir, no era una estilización sin rostro y de cuerpo delgado hasta la exageración y largas piernas como remos. Este tenía todo lo que se espera en una mujer si a uno le van un tanto flacas. El rostro estaba muy bien terminado y el cabello le caía sobre unos ojos verdes, de largas pestañas y con un destello malicioso. Me pareció bien, era lo único que le faltaba a la colección de Quena: una muñeca de yeso. Estaba parada en un rincón y, en la semipenumbra debía reconocer que era atrayente. Era un atrayente yeso vestido de atrayente encaje y seda, con tetas de yeso, muslos de yeso y ojos de vidrio. Tenía el vientre al aire y un pícaro ombligo muy bien tallado pero a pesar del maquillaje mostraba algunos leves rayones, entre ellos una larga muesca reparada y repintada que, para el caso y en honor al realismo, uno podría pensar que era una operación de apéndice. Fui benevolente con el pobre Quena. Una muñeca operada de apéndice y semidesnuda podía, fácilmente, introducir al infeliz en la fase dos de enamoramiento repentino.
Me lo llevé a la rastra, prometiéndole no se qué cosas, entregamos el paquete, nos fuimos y yo me olvidé de todo el asunto.
Durante la semana Quena no compadeció en el bar y nadie tenía noticias de él. El domingo, durante el ritual del vermouth, Mercoliano llegó preocupado, se sentó, nos miró con gesto adusto y anunció con gravedad senatorial:
- Quena está chiflado.
Como novedad era bastante rancia, pero preocupados por la ausencia del Negro, nos quedamos esperando el segundo capítulo. Mercoliano hizo unos gestos de desdicha, abriendo y cerrando los brazos y dándose golpes en los muslos mientras todos nos inclinamos hacia él animándolo para que aclarará. Por fin, luego de otros aspavientos y apretándose la frente nos confió el resto:
- Hace una semana que se la pasa parado frente a las vidrieras de lencería de una tienda del centro.
Le recordé el nombre mientras crecía en mi una ominosa convicción.
-Esa misma. Yo conozco a un empleado y le pregunté qué pasaba.
Mercoliano, se detuvo, de golpe nos asombró remitiendo un vaso largo de vermouth puro al coleto y, luego más calmo, prosiguió: El Negro Quena se estaciona ahí tan solo para mirar un maniquí. No tan solo lo mira, sino que le hace señas y gesticula, como si le hablara. El gerente se da cuenta y empieza a mudar el maniquí de vidriera comprobando que Quena también se traslada. Por último resuelve colocarlo en el salón principal y Quena se manda adentro e inicia largos soliloquios con el maniquí.
El gerente, alarmado, porque el Negro le parece un desquiciado, llama a la policía y lo hace echar. Pero vuelve una y otra vez hasta que lo meten medio día en cana. Lo largan y, cuando Quena vuelve el maniquí no está a la vista.
Quena retorna a su casa y hace dos días que está acostado, mirando el techo sin decir palabra como si estuviera muerto. La patrona le informa a Mercoliano que Quena está hecho una piltrafa. No come, no duerme, siempre está ahí con los ojos abiertos fijos en el techo, sin abrir la boca, sin probar ni agua. Muy tarde, una noche, la pobre mujer, temiendo lo peor, le hace una visita llevándole un caldo y lo ve tal cual le viera durante el día pero de los ojos fluye lentamente un inextinguible arroyo de lágrimas.
Todos miramos a la vereda de enfrente. Ahí en el primer piso de una especie de pensión Quena tiene su hogar. El único hogar que ha tenido jamás en su vida. Un cuarto y medio, una cocina de dos por dos y un baño en el que apenas si entra parado. Desde nuestra posición podemos ver las dos ventanas que dan a la avenida. Solo vemos el brillo del sol reflejado sobre los vidrios de las ventanas canceladas y adentro una negrura que imaginamos es la que invade el alma sin consuelo de nuestro protegido.
En el ínterin Raúl ha desaparecido y cuando reaparece tiene un largo rostro sombrío y explica: se ha cruzado. Ha estado en la habitación de el Quena. Ese pobre desgraciado sigue ahí, al borde de la inanición con el rostro triste y rastros de lágrimas en las mejillas. Y ahora es Raúl que se nos queda mirando como pidiendo algo que nos pone incómodos y taciturnos.
De pronto, el Gallo, que jamás ha hecho nada en su vida y no ha gastado un suspiro en una iniciativa, nos pontifica con voz agria sobre los deberes de la amistad. Al fin le amago con un cachetazo y se calla. El silencio siguiente es tan profundo que el gallego, asustado, sale de su cueva detrás del mostrador pensando que ha pasado algo grave. Lo ponemos al tanto y entonces, con un gesto de crítico descreimiento nos increpa:
-Pues, coño. !Qué animales que son¡. ¿Cómo no pueden resolver algo tan sencillo?. ¡Cómprenle una muñeca, babiecas!.
Y se retira renegando sobre nuestra falta de imaginación.
Y ese fue el momento fatal. Aún no sé como pudieron las estúpidas palabras de aquel eterno inmigrante, darme tan macabra inspiración. Pero en aquel momento me sentí sagaz.
-El gallego me ha dado una idea.
-Eso es mucho dar viniendo del gallego – retrucó Jorge ácidamente..
-En serio...Mercoliano, decime, ¿el gerente de esa tienda no es amigo tuyo?.
-Conocido y gracias – repuso el aludido tratando de deslindar responsabilidades.
-Bueno. Es lo mismo, para lo que pienso.
El lunes a primera hora fuimos Mercoliano,Jorge y yo a la tienda y pedimos hablar con el gerente. Nos atendió. Era un ser flebe y altanero, algo repugnante y , más tarde, nos daríamos cuenta, un infame. Lo impusimos del problema.
- ¿Venderles ese maniquí?. ¡Nunca! – respondió con dignidad cesárea mirándonos con asco.
Mercoliano no se arredró. Se largo con un galimatías psicológico de magnitud sideral. Citó a eminentes psiquiatras cuyos nombres se inventó en el momento. Dilapidó un centenar de palabras para describir la situación mental del Negro Quena incluyendo palabras difíciles, pero elegantes, y recurrió a la vanidad del otro reconociendo humildemente que tales datos serían obvios para su interlocutor, dando por supuesto que aquel asqueroso pedazo de bofe entendía toda la monserga que le había tirado. Cuando Mercoliano se ponía algo barroco era inigualable.
- Un caso clásico, Sr.Gerente. Primero, desdoblamiento de la personalidad, segundo, entropía circunstancial del círculo propeyano con una evidente desagregación de la realidad proyectiva. Nada axial, por supuesto, sino más bien periférico pero lo suficientemente activo como para empujar un cono de abulia hipertensa capaz de interferir en el proceso cognocitivo, desarrollar alucinaciones mancomunadas y distorsionar el juicio estadístico temporal poniendo en entre dicho la capacidad de discernir entre lo probable y lo posible.¿ Me explico?
Y, naturalmente, el Gerente asintió gravemente agregando algo de su cosecha y lamentando estos hechos fruto de la modernidad y la ajetreada vida ciudadana. Nos sorprendió repitiendo los nombres de las eminencias inventadas por Mercoliano quien lo miraba entre arrobado e incrédulo ante tan alto grado de hipocresía y, poniendo algo de la suya agregó:
- Ya ve Sr. Gerente. Ya ve que drama. Me alegro de haber encontrado alguien que domine la ciencia y sea capaz de aprehender con inteligencia la gravedad de la situación.
El Gerente se repantigó con una profunda mueca de satisfacción y engulló todo el halago sin una pizca de vergüenza.
Negociamos el precio, que fue inusitadamente alto. Aquel no era cualquier maniquí. Era: El Maniquí. Uno de los pocos de una serie muy pequeña moldeados por una fábrica que había desaparecido. Le sería imposible conseguir otro igual. En realidad sería una pérdida irremediable y, sin duda, debería dar largas explicaciones sobre ello ante el directorio. Pero, en fin. Por caridad, por el bien de la ciencia y el triunfo de la verdad psicológica, él accedía.
Se embolsó trescientos pesos sin pasar por caja y nos envío al depósito, donde había remitido al maniquí. cuando comprendió que era la única forma de sacarse de encima a Quena. Bajamos al sótano acompañados por un viejo rengo con una cara hecha en masilla levemente coloreada por el alcohol, que, a cada paso, maldecía al reuma y al gerente que le imponía trabajos insalubres, destilando con su aliento viejos aromas alcohólicos. Machacó los escalones con sus zapatones torcidos deformados por los callos, produciendo un sonido de pasos funerarios. Encendió unas luces pobres y amarillentas que penetraron trabajosa e incompletamente la polvorienta oscuridad. Cuando miramos hacia el rincón que nos indicó, Jorge no pudo ahogar una puteada:
-¡Qué pedazo de guacho!. Y eso que era un maniquí único.
Tirado boca abajo el maniquí yacía como un desperdicio entre una pila de restos de otros. Piernas, brazos y cabezas asomaban entremezclados, como en una siniestra foto de un campo de concentración. Mercoliano, impresionado, se quedó en mitad de las escaleras espiando hacia los retazos de renuente oscuridad, que era como atisbar a los oscuros rincones de sus miedos infantiles.
Jorge y yo levantamos el maniquí y lo pusimos de pié. Jorge aspiró hondo y quedó paralizado mirándolo con admiración. Yo, más práctico, comprobé la marca de la apendisetomia y cuando levanté la vista sentí el estupor de los otros. Era una belleza, sin duda y admitía que hubiera podido soliviantar la mente errabunda de Quena, pero aquellos dos pavotes estaban exagerando.
Encontré un lienzo y envolví la muñeca. Le doble las piernas y me la cargué al hombro y salí atropellándolos para despabilarlos. Me miraron como si fuera un violador. Los mandé a la mierda, ya me estaban contagiando la impresión. Subimos y, en el camino, aprovechamos para compensar nuestras pérdidas haciéndonos de un juego de ropa interior , un hermoso vestido y un par de sandalias, e imitando al gerente no pasamos por la caja. No podíamos llevar el maniquí desnudo al Negro Quena, eso lo podría desequilibrar del todo.
En el garaje de Jorge limpiamos la muñeca y la vestimos. Luego, Raúl, que gracias a su inalterable tarades era quien mantenía una relación más fluida con Quena, fue a llevarle la noticia a éste. Volvió exultante. Quena había resurgido de las cenizas como el gato Felix (sic).Nos esperaba.
Fuimos en una delegación que se debatía entre la alegría y la vergüenza. Habíamos envuelto el maniquí en papel para regalo y Jorge nos escandalizó poniéndole un perfume francés de la madre. Lo detuvimos cuando intentaba aplicarle desodorante en las axilas. La situación, para mi gusto, se estaba saliendo de madre. Así que apuré el expediente, subimos el maniquí al cuarto del Negro e hicimos entrega solemne del regalo deseándole que fueran muy felices por muchos años. Salimos atropellándonos por las escaleras y esa noche ninguno pasó por el café.

Nos reencontramos tres días después sin mirarnos a los ojos y tomando el café del gallego con la pasión de unos condenados sin atrevernos a intercambiar palabras. En ese momento la luz solar que despiadadamente revelaba la mugre del piso, fue interrumpida por una larga sombra. Era Quena. Bien vestido, inesperadamente limpio, con un bolsa de provisiones en la mano derecha, una sonrisa suave en la boca y nada de mocos en las narices. El gallego pasmado golpeó torpemente el mostrador con una botella de vermouth y se quedó mirándole boquiabierto.
Quena avanzó hacia nosotros y, como si nada hubiera pasado, se sentó en su lugar. Todos nos mostramos gratamente sorprendidos por su restablecimiento e hicimos como que reanudábamos la tertulia.
Quena nos escuchó durante un rato, como siempre, pero esta vez, su risa estentórea e inoportuna estaba sustituida por una sonrisa amable y, me pareció, algo condescendiente. Por fin, cuando ya el ambiente se estaba enrareciendo, se puso de pie sin voltear nada y se disculpó:
-Debo irme. Miranda me está esperando. Llevó la comida.
-Miranda? – preguntó el retardado de Raúl.
- Miranda, mi compañera, por supuesto.
-Por supuesto – acoté yo encajándole una patada en el tobillo a Raúl – Que la pases bien, Quena. No te desaparezca.
Quena se fue a paso firme y seguro, tragado por el sol de las veredas. Nosotros carraspeamos, movimos nuestros vasos y nos rascamos sin intercambiar comentario alguno. Después de unos segundos se escuchó a Jorge musitar:
-Dios mío, se chaló del todo. Le puso nombre.
-Al menos está limpio y hasta elegante – acotó Mercoliano intentando una justificación.
-Y está más gordo – agregó Raúl con los ojos brillantes de admiración.
El Gallo comenzó a arrojarles miguitas al gato. Estábamos todos del otro lado, entre la culpa y el desasosiego preguntándonos si esta institucionalización de la locura tendría retorno.
Nos acostumbramos a la nueva situación. El Negro Quena venía cada tanto, siempre limpio y prolijo y se sentaba en su lugar a escucharnos con esa placidez y calma recién inauguradas. Cada tanto, sonreía asintiendo sin abandonar esa vaga condescendencia que le descubriera la primera vez. No se quedaba mucho, o tenía que ir a trabajar o a acompañar a Miranda, nos explicaba.
Un sábado a la tarde salía yo del bar cuando me lo encontré en la puerta. Caí en la cuenta que me había estado esperando, se me puso a la par y me acompañó un trecho dándome una charla intrascendente. Por fin, se detuvo y tomándome de un brazo dijo:
-Chiche, quiero hacerte una invitación.
Yo asentí, animándole.
-El domingo, si te parece bien, Miranda y yo te invitamos a almorzar. Después invitaré a los demás, de a uno, como sabes el departamento es un poco chico.
- Bueno...- dudé yo, intentando zafar.
-Vamos, Chiche. Hacenos el gusto – agregó Quena con dulzura – es cosa de amigos.¿ Qué otra cosa importante tenés que hacer el domingo?.
Me quedé mirándole por unos instantes, sorprendido y herido por la observación. Tenía razón, qué otra cosa. El tenía a su Miranda y yo, yo tenía a nadie más que a mi mismo, es decir, poca y mala compañía. En aquel momento un borbotón de imágenes se me cayó encima: Quena, el maniquí y yo. Un almuerzo de aquelarre. El sucio departamento, una bazofia en la mesa, dos horas de martirio. ¿Qué me esperaba?.¿Qué menos le podía dar al Negro?. Además pudo más la curiosidad y, sobre todo, me dio lástima el rostro del Negro. Nunca lo habíamos herido discriminándolo. Era una criatura extraviada en un bosque oscuro, ¿quien sería tan malvado como para negarse a tenderle una mano?. Sonreí y acepté agradeciéndole la atención.
-Venite a las doce, Chiche. Hacemos un vermouth y luego: canelones. Cocinados por Miranda – agregó con un gesto de extrema apreciación.
Canelones con Miranda.¿ Qué más deseaba yo? Esperé el domingo con tensa expectación y, a las doce, traqueteaba por la larga escalera hacia el departamento de Quena. Cuando llegué la puerta recientemente pintada estaba abierta. Un aroma incomparable surgía por la abertura haciendo funcionar automáticamente mis glándulas salivales. Fuere quien fuere el que había hecho esa salsa debía ser un mago de la cocina. El Negro salió a recibirme, tendiéndome los brazos y haciéndome pasar.
- Ya estamos listos. Miranda está a la mesa. Está un poco cansada. Ha trabajado como una burra. Hizo todo a mano.- Y me empujó suavemente hacia el comedor.
Miranda, es decir el maniquí estaba sentado a la mesa.¿ Sentada?¿Sentado?.¿Cómo expresarlo?. Traté de espabilarme, sonreí y miré a mi alrededor. El departamento estaba recién pintado. La mesa y las sillas eran nuevas. En la cocina se veían las ollas y otros implementos recién lavados en el fregadero. Las ventanas estaban abiertas y podían verse las hojas renovadas de los plátanos. Las cortinas blancas y graciosas eran agitadas suavemente por una brisa fresca. Sobre la mesa una botella de vino tinto, y un sifón empañado por el rocío de la heladera. Una fuente de porcelana rebosaba de unos canelones abundantemente cubiertos por la salsa que estimulara mi apetito y los platos esperaban brillantes y limpios comandados por copas cristalinas y custodiados por cubiertos destellantes. Un primoroso mantel sostenía el conjunto y, sentada a la mesa, Miranda, cuyos ojos verdes, bordeados por las largas pestañas, se posaban pudorosamente sobre sus manos apoyadas al borde del plato, una más adelante que la otra, como si fuera a tomar impulso para levantarse, los codos levemente abiertos, el cuello perfecto inclinado y la espalda recta; una reina esperando con modestia que se le rinda pleitesía.
Quedé unos segundos de alelado. Estaba como transportado: era aquel un ensueño en que prevalecía la paz y la armonía mientras la belleza presidía un inminente rito paradisíaco.
Me senté, hice una estúpida inclinación de cabeza hacia el maniquí y murmuré algo inentendible y decidí, en ese momento, seguir la corriente al Negro. Los canelones meritaban cualquier cosa, debo confesarlo.
No puedo describir el resto del almuerzo. Solo puedo decir que Quena manejó la situación de forma tal que parecía que el maniquí participaba de la reunión: No comía mucho porque estaba dispuesta a mantener la silueta. No habla demasiado pues es muy recatada y sabe dejar espacio para los amigos de su compañero. Quena hábilmente hacia preguntas que contenían las respuestas:
- ¿No come más mi amor?...Hay que conservar la silueta no es cierto – decía a punto de servirle.
- Nada de vino, ¿eh? Está bien, las damas no deben beber – y sonreía benevolentemente.
- ¿Sabes? – me decía – Miranda ha hecho todo sola. Los canelones son de panqueques y la salsa está elaborada con tomates frescos, aceite de oliva y condimentos a punto, sin exagerar..- me explicaba y luego, mirando al maniquí agregaba: Bueno, Bueno...yo sé que no te gusta que te pondere delante de terceros. Sabes? No debieras ser tan modesta. Tienes que darte tu lugar, mujer - agregó con énfasis.
Y yo la miraba complaciente admirando su clara pollera de organdí, el cabello dorado rojizo apenas caído sobre sus ojos verdes, la blusa de mangas largas marcando sus brazos rellenos y el busto alto y orgulloso.
Y todo seguía de esta forma, mientras yo, asintiendo entre bocado y bocado, disfrutaba en una forma desvergonzada de la comida y del ambiente limpio y fresco, de la brisa de las ventanas, de las verdes hojas de los plátanos y el suave arrullo de la avenida..¿ Qué me importaba?. Ya quisiera yo tener la paz y felicidad de aquel orate. Ya quisiera yo tener mi propia muñeca. !Aquello sí que era vida!.
Comimos opíparamente. Miranda no mucho, pues recordemos que cuidaba su silueta. Quena no se baboseó en ningún momento y, aplicadamente, depositaba los cubiertos a los lados para limpiarse delicadamente la boca. Conversamos un poco de todo. Mezclamos la vida, la filosofía y el fútbol, nos pasamos algunos chismes del barrio y abundamos en benevolentes críticas a nuestros comunes amigos, como es de rigor.
En el postre, cocinado también por Miranda, hicimos comentarios apreciativos sobre las virtudes de las frutas sobre las de los dulces, lo cual, según afirmaba Quena, era la opinión de Miranda.
En el café ya estaba yo totalmente integrado a la comedia y participaba de ella con mucha habilidad, lo cual puso evidentemente contento a Quena. En un momento de la conversación dirigí mi mirada hacia el maniquí y sentí un sobresalto. Aquel gesto en la boca, como una sonrisa burlona, ¿siempre había estado ahí.?. Me sacudí pensando que me estaba pasando de rosca con el tinto y preparé la retirada. Saludé cortésmente hacia Miranda ensayando un gentil cabezazo y salimos con el Negro hasta el pié de la escalera. Ahí terminamos la jornada congratulándonos mutuamente y agregando múltiples recomendaciones. Me alejé silbando bajito dispuesto a hacer una caminata para bajar la comida. Me sentía feliz, ¿qué me iba a imaginar el curso ulterior de los sucesos?.
Evité dar inmediatamente precisiones sobre aquella invitación. No me sentía aún en condiciones de ser objetivo sobre la misma, pero, al fin, la presión fue insoportable y accedí a hacer un relato sucinto sin incluir mis propias impresiones. Relaté los hechos objetivamente empezando con el aspecto del departamento, la comida en cantidad y calidad, y, por supuesto sobre las bebidas que eran el interés mayor por parte de Raúl y el Gallo que, como era ampliamente conocido, se dedicaban con predilección al ramo.
Pero Mercoliano no estaba satisfecho con el relato y exigió mayor profundidad. Como aquello era de nunca acabar, me vi obligado a contar lo del maniquí y su participación en la comida.
- ¿Comió mucho? – preguntó Raúl inocentemente.
- ¿No te dije que hace régimen? – respondí yo automáticamente, provocando la reacción de Mercoliano.
- ¿Qué querés decir con eso?
- Pero,¡ por supuesto! – reaccioné tardíamente –¿ cómo va a comer?.
-Esa no fue tu respuesta- dijo Mercoliano afilando sus uñas.
- Quise decir que el maniquí estaba ahí sentado, como si fuera a comer.- en ese momento me sentí desleal.
-Pero ese no fue el sentido de tu respuesta – insistió Mercoliano mirándome inquisitivamente.
Me moví inquieto.
-¿Qué les pasa a Uds.? . Por supuesto que el maniquí, por ser un maniquí......
- Me doy cuenta – interrumpió Mercoliano – te sugestionaste con el cuento del Quena.
- ¿Qué se yo? .No me rompan...los canelones, estaban sensacionales y Quena es un anfitrión maravilloso.¿Qué importa lo demás?
- Este también se chaló – acotó Jorge con displicente tono reprobatorio.
Raúl perdido, como siempre, en su estado estuporoso insistió:
- ¿Pero, comió mucho?, ¿le gusta el vino?
- ¡Acabala, Raúl!.- y le amagué un cachetazo.
Rezongaron cada uno por su razones mirándome críticamente. Al fin debí confesar lo que sentí. Quena estaba en el paraíso. Disfrutaba de la compañía de su Miranda y se había transformado. Dentro de sus límites económicos vivía de primera. Era feliz. Quizá estaba definitivamente loco pero si se quiere vivía mejor que muchos otros, incluidos nosotros. En realidad, confesé al final, le envidiaba y si esa muñeca era capaz de cambiarle la vida a uno de esa manera, yo quería ver donde me conseguía una para mi. Ya estaba todo dicho, me quedé mirándoles desafiante. Pero no hubo respuestas ni se dijo más nada, cada uno, según supongo, se había metido en el foso de sus deteriorados interiores y estaban revisando pieza por pieza esa porquería que tenían por alma.

Transcurrió una semana tranquila. El Negro Quena seguía apareciendo esporádicamente sin que notáramos ningún cambio en su comportamiento. Por último, nos terminamos acostumbrando a la idea de que era un hombre felizmente casado. Una aberración, sin duda, pero la irrealidad es la parte superior de la mente humana, todo lo demás sirve para caminar, comer, y hacer todas las cosas prosaicas a que nos obliga el cuerpo, pero la vida verdadera transcurre en el espacio de las ilusiones, las esperanzas, los sueños y los sentimientos; es lo único que no se pudre en la tumba.

En una noche recién estrenada de un sábado estábamos todos reunidos junto a una de las ventanas del bar mirando idiotizados la circulación de los vehículos y el tránsito de unos pocos paseantes. El Gallo y Raúl estaban enzarzados en una discusión sobre fútbol cuyos términos no diferían en nada a la que habían sostenido el sábado anterior y el otro y todos los demás desde que yo tuviera memoria. Mercoliano con inmensa paciencia y aburrimiento escuchaba a Jorge que le relataba algunas de sus fascinantes aventuras en la municipalidad. Yo, meditaba sobre mis posibilidades en esa noche que se presentaba larga y tediosa. Era un sábado como cualquier otro, sin mayores expectativas, sin grandes esperanzas, apenas un prolegómeno para el fútbol del domingo.
De pronto, Mercoliano se enderezó en su silla mirando hacia las ventanas del departamento del Negro Quena. Como si fueran sombras chinescas, a través de las cortinas veíamos pasar la figura recortada de Miranda, el maniquí, y luego la de el Negro. Una detrás de otra, varias veces. Nos miramos extrañados. Mercoliano fruncía el ceño para ver mejor, inclinándose hacia delante. Por fin dijo:
- ¿Cómo lo hace?
No tuvimos tiempo de responderle. Las luces del piso se apagaron. Luego, el Gallo diría que vio como un relámpago. Un grito rompió la taciturna pasividad de toda la esquina. Era más que un grito, parecía un aullido de terror, un clamor de auxilio sin esperanzas, un alerta animal, el anuncio de algo terrible y horroroso que se expandió por todo el entorno como una alarma de catástrofe. Saltamos de nuestros asientos en forma simultánea. El grito se repitió y salimos a la vereda. Los viandantes se detenían, mirando hacia las ventanas. A la tercera vez me di cuenta que el grito surgía del departamento de Quena.
Corrí cruzando la avenida sorteando toda clase de vehículos, un tranvía casi me atropella. Llegué a la puerta y en ese momento el Negro que bajaba a los saltos casi me hace caer. Corrió hacia el río, alcancé a ver que Raúl salía en su persecución gritando desesperado. Mercoliano estaba detrás mío, me indicó que subiéramos. Lo hicimos. El departamento estaba a oscura pero la luz de la calle entraba filtrada por las hojas de los plátanos, abajo sentimos los sollozos de la dueña de la pensión y el murmullo de una pequeña multitud. Encendí la luz de la entrada que entró como un chorro sobre el cual caminamos lentamente, tanteando el piso con los pies, como ciegos. Pasábamos el marco de la puerta del dormitorio cuando la luz volvió a encenderse. Nos detuvimos horrorizados.
Lo más dificil de contar algo imposible, es que uno mismo se siente como un testigo inconfiable. ¿ Qué parte es la realidad y cual es la visión, la ilusión.¿ Qué parte nos es escamoteada por el miedo, el horror y el momentáneo desequilibrio del sentido común?. ¿Qué parte es lo que vemos, y cuál es la que nuestra mente, obnubilada por el miedo, inventa?
Cruzado sobre la cama estaba el maniquí. No el maniquí, sino Miranda. Me aproximé lentamente sintiendo la pesada respiración de Mercoliano. Había un leve sonido de goteo y, en el suelo, se iba formando un pesado charco de sangre.
El maniquí, Miranda o lo que fuere, estaba atravesado por un cuchillo de cocina en el estómago. De ahí manaba la sangre como de un surtidor y se deslizaba por el cubrecamas de seda hacia el borde. Mercoliano se había tomado de uno de mis brazos y balbuceaba algo. Puse mi mano sobre la suya para tranquilizarlo. De abajo el murmullo subía de tono, se escucho una sirena, luego otra. Me hice de valor y me incliné sobre el cadáver. Portaba corpiños y un breve calzón. Vi con claridad la marca de la apendicetomía, justo en el lugar exacto donde lo recordaba aunque ahora la sangre lo inundaba. Le miré a la cara y, si alguna duda me quedaba se disipó. Esa mujer que sangraba sobre la cama era el maniquí, pero no era de yeso, su piel estaba cálida y tersa, retiré mi mano como si hubiera tocado un hierro al rojo. Los ojos entreabiertos encubiertos por el cabello me cayeron encima con esa mirada maliciosa.
Retrocedí espantado arrastrando a Mercoliano. El había visto lo mismo que yo, balbuceó algo y yo asentí sin saber qué me decía pero adivinando su intención: salimos rápidamente del departamento, bajamos las escaleras y nos abrimos paso a través del gentío, un auto policial giraba en U sobre Bs.As. y se ubicaba en la vereda al frente de la pensión. Tres policías bajaron con aire pachorriento y sin nada de urgencia. Acomodaron sus armas en las cinturas e hicieron señas para que la pequeña multitud les abriera paso. En la puerta conversaron unos segundos con la dueña que poco podía decirles pues estaba con un ataque de nervios. Nos pusimos a su lado, Mercoliano la tomó de los hombros confortándola y con una seña indicó a los policías la escalera y les musitó el número del departamento. No agregó otra cosa, tanto él como yo suponíamos que lo que verían explicaría todo.
Raúl agitado y transpirado se aproximó con una cara que daba lástima, lo tomé de un brazo. Me explicó rápidamente que había perdido de vista al Negro Quena en la bajada Pellegrini, suponía que aquel loco había trepado la barranca a pura uña, una hazaña del tamaño de su locura o desesperación. Los policías se tomaron su tiempo, espiaron por la escalera, interrogaron a algunos vecinos, hicieron anotaciones y al fin, tornando a acomodar armas y cinturones sobre sus prominentes abdómenes, subieron lentamente con paso cansino.
Estuvimos ahí un rato largo espiándonos los unos a los otros hasta que las fuerzas del orden bajaron con igual velocidad y energía. Oímos que hablaban entre ellos, pero no entendíamos de que. Cuando estuvieron abajo observé que uno de ellos traía el cuchillo ensangrentado envuelto en una revista.
-¿La vieron? – preguntó Mercoliano en voz baja.
El cabo le miró de arriba abajo sin contestarle. Mercoliano repitió la pregunta y entonces el policía más joven lo atendió:
- No hay nada ahí, salvo una cama ensangrentada y el cuchillo.¿ Donde está el que vive en ese departamento?.
- Corrió hacia el parque Urquiza – le indicó Raúl señalando hacia el este con un brazo tembloroso.
Mercoliano iba a hablar pero lo contuve. Fue un golpe de intuición. ¿Qué podíamos decir nosotros?. Quizá el maniquí estaba ahí manchado con la sangre del mismo Quena que se había herido a si mismo y nosotros éramos un par de tarados. Callamos.
El pobre Negro fue encontrado al otro día deambulando por los muelles. La gente de la subprefectura lo detuvo alertada por unos pescadores que suponían que el hombre estaba por saltar al río. No estaba herido, es decir solo tenía el cuerpo surcado de arañazos y la mente sumergida en un delirio total. Lo internaron en un manicomio y poco pudimos hacer por él.
Después supimos que el maniquí no estaba en el departamento. No quisimos analizar qué habíamos visto nosotros. Simplemente confiamos en haber pasado por un momento de desequilibrio. El Negro podía haberse desecho de la muñeca en otro momento, pero eso no explicaba las sombras chinesca ni la sangre. Todos estos interrogantes nos los hicimos el primer día, pero luego caímos en una apatía total como si durmiéramos después de despertarnos de una pesadilla.

Dos semanas después fui a visitar a mi cliente al lado de la lencería. Caminaba junto a la vidriera donde aquel día fatal el negro Quena se detuvo enamorándose perdidamente de una visión. Suspendí mi paso como si alguien me hubiera llamado. Un escalofrió me recorrió las espaldas y sentí una niebla helada que me envolvía paralizándome los miembros. Enfrenté lentamente la vidriera y recorrí con la mirada toda su extensión. En el rincón donde le viera por primera vez estaba el maniquí. Era la misma Miranda, con el mismo supuesto corte quirúrgico y los mismos ojos maliciosos que me miraban con una mezcla de desprecio y deleite. Me estremecí inundado por imágenes inconfesables. Mis entrañas bulleron y se retorcieron entre la tentación y la repugnancia, estaba entrando en un entresueño lascivo y condescendiente como si me deslizara por un plano inclinado. Casi al final en medio de un oportuno escalofrío reaccioné y, con un esfuerzo, despegué del abrazo posesivo de esa fuerza que me empujaba a la locura. Salí más que volando.
Ese día perdí un cliente y gané mi alma.

Omar Barsotti –

Texto agregado el 28-02-2004, y leído por 315 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
20-10-2004 Excelente! Como todos los textos de elbarso muestra la característica e insuperable calidad del autor. Felicitaciones. neftali
 
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