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CUENTO CHINO
Omar Barsotti

Aquel hombre comprendió que iba a morir. La automática produjo un click ominoso. Ibarra empalideció y entró a balbucear. En un momento, pedía clemencia, en otro me amenazaba con la venganza y, a continuación, mentaba la ley, entre cuyos ejecutores y custodios él tenía muchos amigos que no cejarían hasta hacerme pagar el crimen. Luego, me recordó nuestra antigua y larga amistad. Mentiras, hacia apenas dos años que nos conocíamos. Después apeló a mis hijos, ignorando que nos lo tengo y, enterado, arguyó que se refería a los que yo, sin duda,, deseaba tener, cosa que no es cierta ya que los niños me parecen un estorbo. Estaba por morir e insistía en mentir y fabular. Era insuperable.
Al fin cayó de rodillas y le dije que se pusiera de pié, que muriera con dignidad. Mentira mía. A mi no me importaba como moriría, toda muerte es indigna, lo que temía era pegarle en un ojo y arruinar mi puesta en escena. Se levantó sobresaltándome con un arrebato de insultos y amenazas. Lo observé con curiosidad y expectativa, pero me decepcionó. No se sostuvo, recayó en el llorisqueo, pidiendo perdón, clemencia y piedad sin dar en la cuenta de que nunca he promovido tales prácticas desleales. Se apretaba el pecho conteniendo el tumulto interno que presagiaba un infarto. Le di el tiempo justo para que entrara en sazón, luego cerré un ojo, tomando ostensible puntería, y le disparé derecho al corazón.
Una flor roja, imagen de rigor, estalló en su blanca camisa distribuyéndose por toda la pechera. Ibarra se miró el pecho con incredulidad, se puso de un raro color bordó que, rápidamente, pasó a un blanco pizarra y se desplomó de espaldas. Su cráneo hizo un ruido desagradable sobre las baldosas y las piernas ejecutaron unos pasos de baile en el aire, deteniéndose cruzadas una sobre la otra. Como es de estilo en las muertes violentas, uno de los zapatos se había escapado de su pie derecho y permanecía volcado de lado, mostrando una suela apenas gastada. Recién reparaba que se traía un calzado tan fino, de lo que deduje que algún zapatero había caído víctima de sus añagazas y nunca imaginaría ser alguna vez vengado.
Guardé la pistola en mi portafolios y me arrimé cautelosamente al cuerpo. Yacía decúbito dorsal, como sin duda diría el forense, con ambas manos en el pecho en frustrado gesto de retener la vida. Le arranqué la camisa y de una caja extraje una recién comprada. Le limpié el torso prolijamente y se la puse con alguna dificultad. Le tomé el pulso. No había. Le arrimé un espejo a la nariz. Quedó muy limpio.
El tipo era ya un convincente occiso de vidriosa mirada fija. Entonces, le abrí la camisa de un tirón haciéndole saltar los botones y ejercité, sobre el torso desnudo, los movimientos básicos de resucitación, golpeando, hasta dejarle el pecho marcado. Su rostro, ya como masilla fresca, me miraba con reprobación.
Hasta ahí el programa se desplegaba a la perfección, todo el resto, fríamente calculado, se iría desarrollando, según podía preverse, satisfactoriamente. Me senté ha fumar un cigarrillo para hacer tiempo, recordando, entre otras cosas, que Ibarra no fumaba y se molestaba hasta la exasperación cuando alguien lo hacia en su presencia pues, como muchos ex fumadores, alegaba que el fumador pasivo muere de interpósito cáncer. En estas circunstancias, obviamente, Ibarra no opuso reparo alguno y eso me alentó a proseguir con mis recuerdos.

En realidad no necesitaba que nadie me lo advirtiera ya que, sin duda, yo mismo había advertido a otros, así que, desde un punto de vista racional lo ocurrido es totalmente inexplicable, con lo que nadie espere entenderlo. Todos damos consejos, pero raramente nos aconsejamos a nosotros mismos. Yo debí enfrentarme a un espejo y hacerme un sermón admonitorio sobre mi osadía rayana en la estupidez. Pero, bueno, yo no aguanto consejos de nadie y, conociéndome como me conozco, mucho menos de mi mismo.
El hecho es que todos hacemos lo que nuestra naturaleza nos hace hacer y ningún plan, por bueno que sea, puede desviarnos del camino donde, bien sabemos, nos espera la proverbial piedra. En cuanto a las advertencias, ¿para qué hablar de ellas?. En mi obran al revés, es como un desafío, un estímulo para hacer exactamente lo contrario.
Este tipo me encontró por mera casualidad, me palmeó, me abrazó y me sopesó durante quince largos minutos en que, según acostumbraba me pasó la vaselina. Alabó mi inteligencia, mi perspicacia, mi infinita comprensión de los negocios y mi aceitadas relaciones. Yo, alegó, como todo el mundo sabía, siempre estaba en sus pensamientos como una persona de bien con la que contar para cualquier emprendimiento. Luego, arrojó la carnada alegando que el lamentaba que yo estuviera tan ocupado con mi negocio como para escuchar una propuesta más que interesante para aumentar mis ingresos en forma sustancial.
Lo dejé andar por sus vericuetos mientras tomábamos un café en una vereda soleada. Yo habría tenido que darle por admitido lo de estar muy ocupado sacándomelo de encima, pero, hay algo que debo confesar: estos tipos me atraen. Eventualmente, me atrapan. Es como jugar contra la banca, como escalar el Everest o cruzar el Río de la Plata con una mano atada a la espalda. Uno sabe que terminará lamentándolo pero, en ese instante, ¿cómo dejar de paladear los halagos y las emociones que nos suscita una fábula bien pergeñada y el desafío de enfrentarla, confiando en nuestras creídas fuerzas interiores?. Supongo que a los drogadictos les ha pasado lo mismo. Se introduce uno en esas cavernas laberínticas pensando que siempre tendrá el hilo de Ariadna para retornar sano y salvo y, al final, muy al final, se entera que el hilo es tan corto como nuestra voluntad.
¿Pero cómo sustraerse?. Gente de esta clase debiera estar subsidiada por el gobierno. Ellos nos entregan ilusiones, nos introducen en una ensoñación opíacea, un mundo fácil y accesible donde se olvida hasta a la DGI. Observé sus ojos celestes, limpios y sinceros fijos en los míos en prueba de honestidad. Escuché el ronroneo de su voz aterciopelada y calma, y dejé que me envolviera en el suave capullo de su incomparable fantasía.
En el segundo café yo me daba por enterado de que había formas de ganar fortunas fácil y rápidamente y que él, previsiblemente, era poseedor de las hermenéuticas recetas mágicas para lograrlo. Manejaba cifras improbables que meneaba ante mis ojos ávidos, proyectándolas con su fascinante verba. ¿Un palo verde?. ¡Ni vale la pena mover un dedo por eso!. Esto da para diez palos. Me amenazaba con un dedo admonitor que se transformaba luego en diez delante de mis ingenuos ojos. Quizá, para mi diez palos era mucho, pero, para él, eran la medida justa de su salvación. No porque estuviera irremediablemente empobrecido, sino, me explicó, porque padecía una secreta afección cardiaca que lo llevaría a la tumba si no se trataba adecuadamente y hacia una vida más tranquila y regalada. Yo sabía de ese problema. Hacía dos años, cuando lo conocí, tuvo un infarto del que salió raspando alarmando a sus infinitos acreedores. No se hacía atender, eso también lo sabía. Seguía haciendo una vida agitada y aunque dejara el cigarrillo, bebía a destajo y putaneaba sin selección y sin medida.
Hice como que meditaba, pero ya me tenía prendido. Ahora, lentamente, me fue introduciendo en la cosa. El Gobierno Chino, según explicaba. ¿Qué gobierno, de que China?, le interrumpí yo un poco amoscado sospechando que se pasaba de vueltas y me estaba tomando por estúpido. De cualquier China, contestaba: Taywan, Pekín, Hong Kong, todo es lo mismo. Los gobiernos parecen distintos, pero hay un solo dominio: La mafia China. La mafia China es una sola; en China, en Suiza y en cualquier restaurante de tenedor libre del mundo.¿ Es qué no comprendes?. A un dólar por mes por chino, cada año se acumulan cifras fabulosas. Ese dinero debe tener destino, no puede estar ahí paralizado esperando un incómodo cambio de gobierno. Se facilita en préstamo, bajo las condiciones financieras más rigurosas, a otros gobiernos agobiados por el vil capitalismo globalizado. Y, preguntarás.¿ Qué importa eso, donde está el mordisco?. Se lo pregunté. Y esta fue la explicación:
El préstamo era a baja tasa de interés y sin otros costos.. Pero los chinos no quieren lucrar con los intereses. Eso es execrable plusvalía. Lo que desean es participar del emprendimiento en que se aplique el préstamo. Ser socios del tomador del préstamo. ¿Se entiende?.Asentí humildemente. Vamos a suponer, abundó, que un municipio quiere hacer obras de saneamiento por cien millones. Pero no tiene el dinero para financiarlo. Bien, una empresa constructora se presenta con el proyecto y...¿Qué más?. Lo mire debidamente intrigado y se contestó a si mismo, marcando las sílabas :La fi-nan-cia-ción. La condición sine qua non. Pero, advertimos, con financiación la obra cuesta 120 millones.
Ahora bien, prosiguió con descaro, esos veinte extras la empresa constructora no los toca sino que se los pasa limpiamente a los funcionarios chinos a cargo de la operación. A nosotros nos pagarían el diez por ciento del, digamos, excedente, más el 1% de rigor que se abona regularmente a los gestores de toda operación de préstamo. En total 3.200.000.-. Estamos?. Le dije que hasta ahora íbamos bien.
Tienen, me siguió aclarando, 1000 millones disponibles, por lo tanto estamos hablando de 32 millones de comisión para nuestro lado, de los cuales, deberemos sacrificar un veinte por ciento para facilitar la operación desde el lado político local. Neto: 25 millones seiscientos mil. Supón que, por ahí, debemos dejar otros cinco millones y tengamos seiscientos mil de gastos varios. En definitiva, a nuestros bolsillos: 20 palos verdes.
Vamos y vamos y quedan 10 para cada uno. De eso es lo que estamos hablando, culminó mirándome con ojos brillantes y muy abiertos esperando que lo felicitara. No lo hice. En realidad, no entendía que papel jugamos nosotros. Ahí, está, respondió airosamente. Tu tienes relaciones políticas y empresarias en varias provincias,¿ no es así?. Así es, le acepte. Bien, tú debes hacer la conexión con los funcionarios adecuados, yo me entiendo con los chinos. Juntamos ambas puntas, culminó juntando sus manos casi sobre mi cara, y listo. Y ya estamos: los chinos dan curso al excedente financiero que les quema los dedos y sus gestores se llevan un buen bocado, los funcionarios locales hacen política con las obras y financian sus campañas, los empresarios tienen trabajo, y, nosotros...¡somos millonarios, muchacho!.
Quedé convenientemente deslumbrado. Contamos los millones y, ahí nomás me pidió cincuenta pesos prestados. Se los di, ¿ cómo negarle cincuenta pesos a alguien que nos hace un cuento tan meticulosamente elaborado?.
Unos pocos días después apareció exultante. Todo estaba listo. Ya podía gastar a cuenta. Pero...y aquí apreté mi cartera con un gesto de dolor. Ya viene, me dije. Tenía que haber un sablazo más sustantivo. Cuando se produjo me quedé mudo por su osadía. Necesitaba treinta mil para gastos incluyendo un inmediato viaje a China donde se concretaría la papelería y, además, dejar unos dólares en la casa donde sus hijos lloraban de hambre. En el ínterin yo debía hacer las conexiones pertinentes. Se quedó mirándome con ojos esperanzados. Yo ni parpadee. Ahora la pelota estaba en mi lado de la cancha. La manejé cautamente. Primero, le acepté la cifra. Un viaje a China es caro, supuse. Pero ¿qué si él moría de un infarto en el camino y el negocio no se concretaba?.¿Donde iban a parar mis treinta mil? Era una preocupación comprensible.
No me podía negar la posibilidad del infarto. Me había hablado tantas veces de eso. Era una situación que se daría en cualquier momento, alegaba constantemente, una emoción fuerte, un susto y partiría.
Tuvo que aceptar mis temores. Pero yo tenía la solución. Haríamos un seguro de vida haciéndome beneficiario. Firmaría documentos por un préstamo para hacer lugar a un razonable interés asegurable. Lo aceptó, era su única salida si quería esos treinta mil.
De un productor amigo obtuve la papelería y una tarde hicimos todo el trámite. Le di el dinero y él firmó documentos por cien mil dólares e hicimos un seguro por igual cifra. La aseguradora aceptaba declaración jurada de salud y no habiendo antecedentes registrados de su afección no se podría alegar reticencia.
Pasaron treinta días hasta que se completaron los trámites del viaje. En el ínterin tuve la póliza en mis manos. Lo invité a una cena de despedida. En honor a la coherencia él eligió un restaurante chino. Fue una cena espléndida que abonó generosamente con mi dinero. Hasta lo acompañé al remise que le llevaría a Ezeiza.
Bien, le dejé partir tranquilo. Se suponía que estaría ausente unos cuarenta y cinco días, pero diez días después yo sabía donde encontrarlo. Ni lo tuve que hacer seguir. Estaba tan completamente confiado de haberme engañado que volvió a su departamento. No tuve problemas para entrar al edificio y cuando toqué el timbre a su puerta ni se imaginaba que era yo.
Se asustó y rápido de reflejos me endilgó un cuento sobre una demora en la partida. Había estado en Bs.As. haciendo algunos trámites que les habían encargado los amigos chinos y había prorrogado el pasaje. No le dejé mostrármelo. Me mostré convenientemente indignado. Lo acusé de querer estafarme y me puse furioso hasta que se comenzó a atemorizar y viendo que no podía calmarme intentó escapar. Ahí saqué el arma.Al montarse la automática dejó oír un click ominoso. Era una pistola verdadera pero la única bala que cargaba en la recámara tenía un proyectil de cera especial con un culote de plástico combinado con plomo para darle el peso preciso. El cartucho contenía una pólvora lenta, pero que, al explotar, producía un estampido convincente para quien estuviera al frente, sin alarmar al vecindario, enviando el proyectil a veinte metros de distancia con la fuerza suficiente para reventar la cápsula de cera y derramar la tintura roja que contenía. Era un arma preparada para dar mayor veracidad a los simulacros de combate en el ejército y marcar a las víctimas, dejando, a lo sumo un leve moretón, en el lugar del impacto. Pero Ibarra ignoraba estos términos de la ecuación, tan solo veía mi rostro crispado por la ira y la amenazante boca del arma. Sino había fabulado con su afección cardiaca, el plan era perfecto.
Arrojé el cigarrillo al inodoro y lo hice desaparecer, el arma y la camisa manchada los acomodé en mi portafolios. Salí al pallier plausiblemente consternado e hice que el portero llamara a la policía pidiendo que enviaran urgente una ambulancia, había encontrado a mi amigo en el suelo de la cocina y parecía estar muy mal, sino muerto. Entretuve treinta segundos para llegar hasta el auto y dejar el portafolios. Los de la ambulancia vinieron e hicieron todo lo que saben hacer, hasta una asquerosa respiración boca a boca que me revolvió el estómago. Luego me dieron a mi un calmante a la vista de mi postración nerviosa, que, debo confesar, no era del todo simulada. Los policías se condolieron, tomaron debida nota de mi testimonio y me dejaron ir.
Era una Cia. de Seguros seria. No opusieron reparos y a los treinta días ingresé un cheque de cien mil dólares a la cuenta corriente. El cuento chino había sido un buen negocio y los riesgos resultaron estimulantes, por eso resultó irónico recibir una invitación para la reinauguración del restaurante chino donde cenáramos con Ibarra. Decidí aprovecharla, la comida china me resulta fascinante.

Ahora, aquí sentado, esperando el menú, he recibido la invitación del dueño del restaurante chino para visitar las nuevas instalaciones y el moderno equipamiento de las cocinas. Los chinos son conscientes de que deben aventar las permanentes sospechas sobre su limpieza y la naturaleza de sus misteriosos platos. El propietario es un chino clásico cuya occidentalisación no ha deslucido su amable cortesía ritual. Me muestra todo y, amablemente, me hace probar sus salsas y condimentos. Luego, con una sonrisa, me sorprende explicándome que he sido especialmente invitado por mi relación con el finado Ibarra. Lamenta mucho que su inesperada separación del yang y el ying, partiendo al encuentro de sus honorables antepasados, haya frustrado un negocio millonario del gobierno chino. Alega que tal frustración es intolerable para el amor propio de su organización y que, a la vista de que se ha terminado la carne de cerdo han resuelto, si les hago el honor, disponer de mi cuerpo para sustituirla. No creo que vaya a tener tiempo para asustarme y mucho menos para arrepentirme, el cocinero chino se me aproxima con una filosa hacha de cocina, luciendo en la boca una china sonrisa de cortés disculpa.

Fin Rosario,20/04/2001

Texto agregado el 27-02-2004, y leído por 297 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-02-2004 Permiteme darte un consejo tu cuento es bueno pero casi nadie lee las cosas largas, porque es mucho lo que hay que leer, en este portal, cuando quieras mandar algo muy extenso dividelo en partes asi lo leeran otros bien por tu esfuerzo.Si quieres mandar algo largo te puedo recomendar otros sitios. gatelgto
 
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