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Jorge hace muchos años devoró un libro sobre metafísica. Universos dentro de universos, de uno llegar a otro menor, pero también viendo que hay uno mayor, y que dentro de uno hay otro, y dentro de ese otro hay dos, y dentro de esos dos hay tres, cinco, veinte o mil universos distintos, todos conectados por algo. Se perdió en el libro y empezó a ver la vida como universos infinitos. Jorge leía, cuando joven, cuando inocente, cuando eterno.
La tarde era gris y lluviosa, el viento arrastraba con violencia a los que estaban todavía en las calles, que luchaban por llegar a su destino contra éste, así como los árboles luchaban por mantenerse en su sitio, estatuas de madera a las que el viento amenazaba con fuerza y decisión, a la que los árboles respondían con igual decisión. “Nos quedamos quietos”, decían, “Me los voy a llevar” respondía el viento, en un juego tan eterno como los días martes de un verano aburrido.
El barrio estaba quieto, la lluvia había corrido a todos sus transeúntes, quedaba algún auto en las veredas, posibles víctimas de algún gajo que cayera. Las calles se limpiaban por el agua, que bañaba cada rendija, cada hendidura, cada espacio libre, y lo convertía en impoluto, arrastraba su suciedad, formaba barro en los escasos pedazos de tierra que quedaban vivos después de que la mano del hombre decidiera que todo fuera cemento. La esterilidad de la escena sería tal, si no fuera porque la ciudad estaba eternamente sucia, toda limpieza era inútil, era sustituida pronto por más suciedad.
La casa parecía abandonada a quien la mirara de afuera, la fachada necesitaba una mano de pintura hace años, tantos que ahora parecía lo normal que no la tuviera, como si no mereciera tener esplendor. Las plantas no eran tales, eran más bien yuyos, creciendo desordenadamente, cubriendo todo lo que alcanzaban, inclusive las herrumbradas rejas, que ya no tenían ninguna utilidad porque estaban tan deshechas que cualquiera que quisiera pasar podría someterlas a sus manos con poco esfuerzo. Una fuente de agua se alzaba en el medio del patio, llena de hojas caídas de los diversos árboles que la rodeaban, no tenía utilidad para los tantos pájaros que ahora estaban callados por la tormenta, que estaban ahí desde antes que los dueños, aquellos que habían llegado hace cinco décadas a depositar sus sueños acá, sueños llevados por un auto que venía demasiado rápido mientras la esposa cruzaba la calle, a comprar quién sabe qué del almacén de enfrente, un sueño que fue convertido en una pelota y tirado a la papelera como un papel con demasiadas faltas.
Adentro de la casa, los cuartos tenían una disposición azarosa, estaban rodeados de cajas que formaban pilas, y rodeado de un polvo omnipresente sobre y debajo de todo. La fina capa marrón del polvo uniformizaba las paredes, que tenían un color pálido. Nada brillaba. Nada tenía ganas de brillar.
Jorge estaba en su cuarto, al que le entraba algo de luz de esa tormenta que se desarrollaba con violencia afuera. Una hoja de palma chocaba con la ventana y transformaba al cuarto en una máquina generadora de ruido, un ruido abrumador para el oído no acostumbrado, pero no para Jorge. Estaba sentado en una silla dispuesta en el medio de la habitación desnuda de muebles. No crean que esta imagen la formó el azar: Jorge, tan dado por la lectura, era fanático de las imágenes literarias perfectas: la tormenta afuera, él en un cuarto apenas iluminado, sentado en el medio de la habitación donde no se veía nada más que él y la silla, apuntados directamente por la luz que venía de la ventana como si de un reflector se tratase.
Dentro de Jorge, estaba el plomo, escarbando, había quedado estacionado un poco desviado de donde quería que llegase Jorge, más cerca de los pulmones que de la aorta (su mano apenas había podido quedarse quieta, el Parkinson la estaba consumiendo, y por eso Jorge no la culpaba por no haberle hecho caso) y por eso Jorge jadeaba, jadeaba como un asmático buscando aire que entraba de a hilos, escasos, cada vez menores.
Los ojos de Jorge mostraban su realidad, ojos de un color verdoso pero con un toque amarillento, ojos únicos de los que nadie más que él estaba orgulloso, ojos que le daban un talante que no creía merecer. Las pupilas se entornaban mientras Jorge respiraba cada vez menos, esperando dejar de temblar de una vez por todas, dejar de tener esos espasmos involuntarios que lo arrastraban por la vida sin dejarlo vivir, lo mantenían en vilo cuando quería dormir, y lo hacían tambalearse cuando quería caminar. Primero se fueron las grandes cosas: el salir a bailar, el poder correr por la rambla, el caminar tranquilamente, pero llegó a la desesperación cuando perdió las cosas chicas: servirse café, abrir una bolsa de leche, ponerle manteca al pan. Había luchado por años con su propia obstinación, con su propio no creer. Y esos ojos ahora reflejaban paz, una paz conseguida de la peor manera, pero la única que lo conformaba.
Su mano izquierda colgaba del cuerpo, se movía lentamente y de a ratos sus yemas tocaban apenas rozando el arma que habían aferrado antes con firmeza.
La belleza del cuadro se completó cuando Jorge dejó por fin de temblar, abandonándose a otra suerte, de la que él y no nosotros podrá ser testigo, un trueno iluminó el cuarto, donde ya nada se movía más que las partículas de polvo, que bailaban en el aire, siendo todo suyo ahora. En los labios de Jorge, apareció una mueca de alivio, y sus pupilas se cerraron, abandonando este universo, para entrar en los miles de universos interiores, que ya están demasiado lejos para que los podamos ver.

Texto agregado el 24-03-2007, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-03-2007 HOLA: creo que tendrias que cambiarle el título porque ya existe un cuento con ese nombre. gracias http://www.loscuentos.net/cuentos/link/273/273324/ SIN-IDENTIDAD
 
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