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EL ABUELO DIJO que un hijo era lo de menos. Lo dijo por decir, por querer hacerse el fuerte y no respirar quebrado como estaba haciéndolo la abuela. Un hijo es un hijo, y aunque se haya portado como se portaba tío Gustavo, siempre seguía siendo un hijo.
El abuelo trató de escarbar en la pajilla, con su bastón de madera. Sus ojos pardos, con los párpados caídos de tanta mala noche cazando animales, acechándolos donde comían y bebían, buscó un punto y lo dejó ahí, por largo rato, como si su pensamiento retrocediera años, y se alejara del lugar para perderse entre el huerto donde se refugiaba la abuela. Eran otras épocas, cuando los limones crecían a la entrada del pueblo y su fragancia se esparcía en medio de nosotros como buscando impregnarse en nuestro cuerpo. El aire que respirábamos se confundía con el olor de la mierda que los animales dejaban en medio del campo. Apenas había empezado el invierno y los hombres no hacían otra cosa que tenderse en la mecedora, para contemplar el caer de la lluvia sintiendo que el aire caliente se iba enfriando de a poco. Llegó al pueblo confundiéndose con la bruma y los fantasmas de la estación, acompañado de dos criaturas que el pueblo recuerda bien.
Eso tal vez recordaba el abuelo, ahora que contemplaba un punto y nos confundía con su indiferencia de padre severo.
A lo lejos, entre los cerros, buscando abrirse paso en medio de los árboles, el sol trataba de vencer su timidez. La mañana se agitaba y un poco de aire caliente nos iba llegando, como si comprendiera la angustia de la abuela y la agitación en que se encontraba el abuelo. Atrás habían quedado los momentos de ternura filtrándose entre las rendijas de cañabrava, hurgando su pasado y haciéndole temblar, como si arrastrara una maldición selvática por haberse raptado a dos "infielitos" cuando no habían cumplido los tres años. Seguramente eso pensaba ahora que observaba a tío Gustavo acomodando sus cosas en medio del bote. Fueron dos, y hubieran sido más de no ser porque los ribereños se dieron cuenta y empezaran a perseguirlos semanas enteras, hiriendo con sus flechas envenenadas, oyendo el lamento de la madre, que lastimaba sus oídos y le hacía dar gritos en el bosque, en medio del río, y él viendo morir a sus hombres, arrojándolos al río, aligerando la canoa. Un hijo es un hijo... Y el abuelo recuerda bien porque nunca se cansa de relatarnos la hazaña de cómo se apareció por el pueblo con los dos "cocamitas" como los llamó, y que cuando crecimos nos empezaran a llamar de sobrinos como si el color de nuestra piel no significara nada.
Ahora está mirando el bote. No hace caso de la abuela. Ella está llorando pero él, agita su bastón como diciendo, ya está grandecito para decidir.
Tío Gustavo nunca entenderá al abuelo, así como él tampoco entendió a los ribereños que gritaban el nombre de sus hijos por toda la selva mientras ellos se iban perdiendo río abajo, llegando a pueblos que los "cocamas" no llegarían. Un hijo siempre es un hijo, ahora lo entiende el abuelo. Eso quiero creer porque de lo contrario no estaría soltando sus lágrimas, dando la espalda al puerto y caminando con paso quebrado, mientras tío Gustavo agita su gorra, despidiéndose...

Texto agregado el 24-03-2007, y leído por 178 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-03-2007 y es que un hijo es un hijo, este es un texto muy bonito, llega dentro eslavida
 
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