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Muhammad Ali flota en el ring que está en el centro del televisor. Cada brazo lanzado hacia Foreman es un estrépito que impacta también en Don Emiliano, que a tres metros resiste con los músculos tensos cada choque de los gigantes. Ali retrocede en puntas de pie con la destreza de un felino, pero queda atrapado en un rincón por la arremetida de Foreman bajo un mazacote de músculos. Ali se contornea y dispara la izquierda, escapa con tres manotazos a la velocidad de un pistón y se queda saltando con la guardia baja, con la cabeza apenas inclinada hacia delante. Don Emiliano mueve la cintura mientras abre y cierra tembloroso el puño derecho sobre su pierna. Tiene las piernas pegadas por las rodillas y cada tanto vuelca la cabeza hacia adelante invitando a Foreman a pelear. Él cree que Foreman está en la habitación, y sólo vuelve a la realidad cuando su esposa, Marta, irrumpe con un pañuelo húmedo para cargarlo en su calva.
Don Emiliano Banegas, como Ali, nunca había bajado los brazos. Ni cuando le diagnosticaron Parkinson a los cuarenta y cinco años y él todavía cerraba los puños con la presión de un hidráulico. Había nacido en Villa Rosa, un barrio sin alma en las afueras de Bahía Blanca, pegado al puerto, donde el mar aporrea sin descanso el murallón durante el día y desaparece cuando la luna llena, bien adentro, se descubre en el océano enrojecido, dejando una sabana de lodo maloliente en la bahía. Era hijo de un metalúrgico naval amante del boxeo de Pascual Pérez. Y fue en el club Olimpo donde creció escuchando el estallido de los golpes, todos los sábados, cuando iba con su padre a ver a los campeones zonales. Y fue también en Olimpo donde pisó por primera vez un ring. Ricardo Banegas, su padre, lo había llevado al gimnasio cuando tenía 18 años, y el boxeo se convertía en un proyecto de vida para escaparle a la pobreza.
Hoy Don Emiliano se despertó cubierto de un sudor graso. Ya no distingue la frontera entre el sueño y la vigilia. Por eso, cuando despierta, no sabe si soñó o si las historias que recuerda pertenecen a una realidad estimulada por las drogas matinales. Es que duerme entrecortado, entre pastilla y pastilla. Él cree que los sueños comienzan cuando un caballo negro cruza a todo galope ante sus ojos, y ahí se abre un capítulo. Pero después el caballo desaparece y él vuela hasta los lugares más insólitos. El problema es cuando el caballo no aparece, y sus sueños son tortuosos y psicodélicos, plagados de figuras en movimientos y recuerdos indeseables. A él también, como a Ali, la enfermedad lo encerró en su propio cuerpo. Le quitó la sonrisa, el movimiento, la expresión. Los golpes en su juventud, como Ali, dejaron un sello en cada pliegue de su memoria y le construyeron fortalezas a los sentidos. El mal ralentiza sus movimientos y paraliza sus músculos. El deterioro neurológico fue imparable: ya no habla con fluidez, y sus reflejos son tardíos, y pesados.
Marta apagó el televisor. Lo cubrió con una manta y se echó a sus pies con bondad; después hundió la cabeza entre sus piernas. Él enredó sus dedos con el pelo y se quedaron ahí un largo tiempo sin hablar. Don Emiliano vuelve a dormirse. Ahora el caballo negro corre por un río de sangre atestado de brazos de ancianos. Se aprecian perfectamente las arrugas que bajan por los músculos resecos libres de pelos. Abren y cierran las manos con lentitud, incapaces de atrapar al caballo que se pierde ahora en los ojos carbonizados de Ali, que tiene la guardia baja y espera la campana para salir a pelear.
Marta se levanta y él apenas se mueve; sigue soñando. Ella se ha metido en el sueño: está con un hombre dentro de un ojo de Ali. El caballo no está. Marta tiene sus pechos desnudos y corcovea sobre el pecho de Foreman que tiene los guantes puestos. Pero la imagen se acerca y no es Foreman, es una cara que conoce de toda la vida, pero aparece en un segundo plano, y tiene tantas arrugas que sus facciones se han borroneado, y en sus ojos se refleja la figura de un caballo negro.
Don Emiliano se despertó cuando ella volvió con el pañuelo y se acuclilló frente a él, y le habló bajito, con los ojos bañados.
- Ricardo murió –le dijo enseguida, aferrándose a su pierna.
Don Emiliano miró a la ventana y mantuvo los ojos despejados. Un fogonazo de su niñez lo invadió: él y su padre subiendo el cerro para ver trabajar las máquinas en la cantera. Después los cerró cuando las lágrimas desbordaron la cavidad, igual que el viento sur, que soplaba en la cima con ráfagas de escarcha. No sabe por qué, pero se acordó del precipicio que costeaban cuando bajaban del cerro, y él sobre los hombros de su padre siguiendo con los ojos las piedras que tiraba al vacío.
- Hace una hora, me llamaron del hospital para que vayamos –le dijo con la voz resquebrajada mientras le acomodaba el pañuelo en su cabeza desnuda.
Marta volvió a tirarse a sus pies. Don Emiliano se levantó con esfuerzo. Caminó encorvado hasta la habitación y cerró la puerta. Luego, cuando el silencio estaba en toda la casa, abrió bruscamente la puerta y apuntó con la escopeta a Marta, que estaba parada frente a Ali, que levantaba el cinturón de campeón.
- Lo mataste, hija de puta, lo mataste –le gritó Don Emiliano con la escopeta vibrando en sus brazos.
- Estás loco, Emiliano –respondió Marta, serena, creyendo un juego macabro-.
Quedaron inmóviles y en silencio unos minutos unidos por la mirada. Ella, con la boca abierta y reseca, volvió a decir:
- No es momento para juegos, mi amor –y se agarró del marco de la puerta porque las piernas no le respondían.
- Nunca te creí; me traicionaste siempre... siempre. Te aprovechaste de mi enfermedad para transformarme en un vegetal –le respondió Don Emiliano, y gritó: Nunca sentí tus caricias, siempre me dejaste esperando en la oscuridad...
- Es que querés escuchar algo irreal... algo que sólo está en tu mente.
La mujer empezó a sentir que la muerte era posible cuando Emiliano acarició el gatillo por primera vez. Él vio como los ojos aterrados de ella se posaban en ese movimiento.
- ¿Harías algo por mí? –le dijo Emiliano dirigiéndose hacia la ventana.
- Siempre te cuidé... hice todo por vos –respondió ella.
- ¿Harías algo por mí? –repitió él.
- Claro que sí, por supuesto.
- Me engañaste con mi padre, ¿verdad?
- Por favor... basta: te acostumbraste a esa idea de la infidelidad; estás equivocado.
- ¿Me engañaste con mi padre?
Emiliano gritaba con la boca desbordada de una baba lechosa y pestilente.
- Tenemos que volver al médico. Es tarde. Por favor bajá el arma –le suplicó ella con la voz contenida.
- ¿Me engañaste con mi padre? –insistió.
- ¡No!... no, jamás haría una cosa así; estás confundido, no sabés lo que decís –gritó Marta desesperada, temblando como las manos de Emiliano.
- Ahora entiendo los viajes a la quinta, mis internaciones infinitas en esa clínica para esquizofrénicos; ¿cuánto tiempo me dejaste internado para que no te molestara? –agregó Emiliano sin alejarse de la ventana.
Marta no llora. Emiliano cree que debería hacerlo. Ella está entumecida por dentro, como si el miedo la hubiese embalsamado hasta dejarla sin palabras.
- Ya no me importa lo que digas, lo sé todo; ahora... ahora te estás muriendo como él...
El primer escopetazo le dio a Marta en el pecho y la perdigonada se abrió en abanico. El segundo impactó en el televisor sin imagen. El cuerpo de Marta quedó retorcido sobre el sillón. Don Emiliano apoyó la espalda en la pared del pasillo y se deslizó hasta quedar en posición fetal; allí sus manos temblaron unos minutos y se balancearon como testimonio de la relajación. El sueño otra vez. Hay un soldado de perfil sumergido en un vaho de ceniza que lo mira con recelo en la confusión de un atardecer descolorido. En la línea inconclusa del horizonte aparece algo parecido a un caballo, que gira y desaparece hacia la nada. El soldado, que permanece de perfil, levanta el fusil y lo sostiene en la palma de su mano. Desde allí aparece una llama diminuta que chispea hasta que crece y el soldado es fuego y ceniza. Las llamas, que lo rodean con voracidad, son brazos de ancianos que lo consumen en un segundo, y miles de cadáveres color esmeralda lo miran con ojos cansados, en semicírculos, esperando una decisión impostergable. Don Emiliano está ahí, con los ojos en el televisor, esperando que Ali aparezca y lo invite a subir al ring, con la escopeta caliente en su hombro, cargada nuevamente, dormitando en el piso, cerca del sueño, próximo a la vigilia, esperando la hora que llega Ricardo.

Texto agregado el 22-03-2007, y leído por 206 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-03-2007 Bueno -Vera-
 
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