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Hay sentencias, hay declamaciones que lo cambian todo, sin dejar de mantener la alegoría. Y esto me hace volver a las calles de la adolescencia, que me aparecen cubiertas por un leve polvo suspendido, disimulando todo.
Todo el pueblo.
Como al mirar a través de un vidrio esmerilado.
Nostálgico.

Y aquí aparece lo dicho por Kemal Heraclito Faustino Manquel, “El Ronco”, vacilante caminador de desparejas veredas barriales, tropezador de escalones, cascotes y piedras sueltas. Instructor de llegar tarde a toda cita.
En confesión secretisima, a su esperado y único amor, a Joselita Isabelina Sierra, torpe flor patagonica, nacida entre la arena revuelta por el viento, tamarisco solitario de ramas secas, prolongación nostálgica de alguna leyenda.
Que se mantuvo virgen a rajatablas muy a pesar de sus deseos y de las insinuaciones de los vagos del barrio, borrachines maliciosos y chorritos sin monta que dos por tres la querían poseer, tenerla, o si era posible toquetearla un poco, llenarla de besos y atiborrarle los silencios y las cavidades.
Sobre todo cuando todavía era una rosa joven, buscada por los ojos con brillo enfermizo de la lujuria en esa época que tenia las carnes firmes y sus curvas desafiaban los pecados innombrables y los vencían con su sola frescura adolescente. Y que luego como todos fue tomando el rumbo penoso, sombrío y de palidez congelada que tienen los inviernos en el Sur.
Cuarenta y siete años esperando el hombre soñado, con el que nunca había acertado en su solitaria y miserable existencia.
Hasta que un día le vino la urgencia de la vejez cercana. De que todo le había pasado ante los ojos sin lograr materializar los deseos y las chanchadas que siempre giraban por su cabeza.
Y le hacían decir, para adentro, que no pensara en eso, que era malo, que la enfermaba.
Y llegar al inevitable fin de su pasaje por la tierra sin lograr que la encarnaran, que la penetraran solo un poco en sus mucosas aunque sea el tiempo que dura una siesta, o una noche de verano.
Y salió como herida a la calle.

El tiempo había recorrido ya un trecho largo de la noche. Y ella con la ropa a medio poner o a medio sacar, medio desnuda y medio vestida, por que los pensamientos le ocurrieron durante un sueño o una pesadilla en mitad de la noche.
Y despertó en su cama fregándose con los dedos y hasta con las palmas, y salió realmente como herida a la calle en busca de su príncipe o de un sapo, fuera lo que fuere, pero que la hicieran mujer, o la hicieran puré.

Y justo pasaba el Ronco.
Con su caminar tiranosaurico, su gesto de humildad egocéntrica, con su imagen de tristeza sincera, de sombra vagabunda y pesada, de insomne con sueño.
El mismo día del quinto aniversario de haber quedado sin trabajo, retirado a los empujones de sus tareas habituales por los negocios sin esfuerzos y el idioma ilegible para las generaciones laburantes con que alfombró el mundo la globalización.
Rajado del Ferrocarril del Estado General Julio A. Roca, donde había dejado parte de su supervivencia terrenal. Junto al olor del gasoil carburado, del aceite quemado manchador, de la grasa pegajosa compañera de madrugadas que nunca se pudo sacar de las grietas de sus manotas acariciadoras junto al ruido de las frenadas de las locomotoras, sobre el acero longilineo de los rieles.
Desde su atorranta y lejana infancia ya cubierta por una neblina dorada, como las escenas de los recuerdos en las películas.
Y con la derrota de no saber hacer otra cosa, salvo leer a los clásicos y picar boletos anunciando la próxima estación con su voz aflautada y bufona, y de la que todo el mundo se reía con buena causa, y le decían que parecía un desviado.
Cargo logrado por ascenso directo, después de casi de dos décadas de trajín en las playas de maniobras ferroviarias que partían el pueblo en dos desesperaciones iguales.
Primero como cambista a farol de kerosén en mano y después engrasador del tren grande, del que venia de Constitución.
De Buenos Aires.
Con el olor a mierda seca y vapores amoniacales de la gran ciudad en los baños.
Y a veces revisador también de la trocha angosta, negra quemadora de petróleo que encarando el sudoeste va tocando parajes solitarios desde mi pueblo hasta Esquel.
Enfrentando el frío de los metales enterrados en la nieve,y enfrentando el viento asesino de pelajes que reina vagabundo por esas latitudes.

Luego de sobrevivir un fin de semana entero con sus noches y mañanas en el boliche jugando a la generala. Sentado en un taburete muy alto, y muy duro, y sin parar de tomar Cinzanos con fernet, haciéndolos anotar en su cuenta interminable la que juraba pagaría con el primer adelanto de sueldo que cobraría al conseguir un nuevo e imposible trabajo.
Y lo juraba por sus muertos.

De la cruza de razas que lo engendró. Del raro contacto genético que lo hizo aparecer de la nada. Para ser parido una mañana ventosa de noviembre en la meseta, de un vientre pampa irrigado por el rojo fluido que genera el espíritu de los hijos de la tierra y el esperma largamente transportado desde el antiguo imperio otomano por un turquito muerto de hambre, pero rápido como un despeño diarreico, luego de un cólico por frío en la panza.
Que fueron poblando los pedreros y los cañadones con ranchos construidos emulsionando su lejana Capadocia, con cueros de guanacos y ramas de algarrobillo y adobes de tan antigua tradición al elaborarlos, que en Nevsehir o en Urgup, se comentaba, que fueron los primeros que utilizó el hombre en la tierra cuando dejo de vivir en refugios excavados en las rocas.

De su madre había heredado no mucho, salvo una tabla de lavar gastada en el centro de los escaloncitos, casi agujereada de fregar con los nudillos que conservaba el olor a los años de su infancia.
Y el gesto absoluto de cumplir testarudamente con la palabra dicha.
Y el apellido de hijo no reconocido.

De su procreador solo obtuvo ese vozarrón aniñado, impresionante, para decir: esperá, carajo! , o gritar goles con los puños apretados y se lo escuche de tres cuadras por lo menos y el oficio de enamorar a las mujeres y engatusar paisanos.
Aunque lo negara y no lo confiara ni a los amigos, también le vino como ancestral patrimonio sanguíneo, la posibilidad de ser celoso como nadie, y no por el amor a la mujer que cela, sino por el desmedido orgullo personal de macho que tiene.

*****

Y al verla, en su imagen de fosforescente alma agónica, trashumante, levitando por las calles vacías con la piel seca por la calentura. La enfrentó para decirle:

- No se si puedo salvar tu fantasía y tu desvelo...!
- Pero, me animo a resguardar tu espíritu que vaga odioso y buscón...!


Se arregló la voz con una tos estruendosa, que cubrió con el puño cerrado. Después se limpio la mano salpicada en la campera, y continuó.

- Muchas veces la culpa fue mía..., yo he terminado con esos amores, ... los he consumido, los he convertido en el tedio, en el empalago...
- Para ahora mirar con asco a mujeres respetables y honradas que no tuvieron otro defecto que haberme complacido en exceso...!!
- Yo tengo la culpa...!, no me asesines con la ansiedad de tus ojos..., me hago cargo de la culpa..., y me brindo a aplacar tus deseos.


Y se la llevó para el bulín.
Caminaron, hacia la barriada pintada con un color rayano a la miseria.
Donde flota la capa más superficial del sabalaje, la menos densa de la pobreza, donde no llega el lumpen más profundo, donde solo te salva el funcionamiento del balero, donde solo te coloca fuera de la desesperación lo que podes sumar pensando.
Ella demostraba en la mímica de su rostro las expectativas amontonadas, una arriba de la otra.
El le susurraba barbaridades junto al cuello y a ella no le molestaba su aliento camélido, a él le era indiferente el aroma penetrante de sus axilas peludas, a ella no le incomodaba la humedad de su nariz de toro, a él lo inflamaba cada vez mas el calor de su piel llameante.
Eran la pasión, en su más pura esencia, iniciando una travesía.

Y la consagro en palabras.
Como siempre, valiéndose de su impresionante poder de síntesis, que envidiaran los más rebuscados literatos y críticos, curditas de consumo testarudo, concurrentes al Circulo de Adoradores de las Letras Bien Escritas, empecinados rastreadores de claves estilísticas como la economía del lenguaje y su despojamiento, las frases cortas y provistas de tensión significativa, la utilización del pretérito imperfecto como tiempo verbal otorgador de una cadencia especialmente adecuada a la narración y la inserción de los diálogos, sin privilegios tipográficos que se vayan integrando al cuerpo del relato, ...y solo tomadores de tintos envasados en origen.


Quede claro, que el Ronco jamás había escrito un mísero garabato. Por el tamaño de sus dedos las veces que trató de mejorar su letra en pequeñas esquelas de amor mecanografiando el texto, nunca pudo finalizarlos. Debido a que tipeaba sin solución cuatro teclas a la vez y sabemos no lo distingue el mejor de los humores o docilidad a la aparatología, o enseres de la modernidad.
Entonces finalizaba invariablemente apretando la birome que guardaba junto a la estopa en el bolsillo, contra el bloquecito de papel con renglones, para dibujar su sencillez con letra ferroviaria.


En ella las ganas atravesaban la piel, la perforaban, salían disparadas como misiles de calentura, de entusiasmo erótico, sobre todo a través de sus orificios naturales y de pequeñas heridas y raspones que se clavaban con exiguas explosiones, fulgurantes, en todo lo que la iba rodeando mientras caminaba junto al retumbar de los pasos de quien la haría rebuznar de placer, prontamente.
Y los coirones secos de los baldíos, los montones de leña apilada, las maderas podridas de los portones, la ropa de transeúntes esquivos, se transformaban en fogatas, que alumbraban, y entibiaban la nocturnidad, haciendo juego con el ígneo color de sus ojos.
Que alguna vez clavaron frías miradas.
Como disipando el tedio de su falta de necesidades, el ronquito avanzaba sin hablar, recorriendo la amplitud del campo visual, con el ritmo sosegado de su nistagmus, en horas tranquilas, mas o menos a veinte por hora.
Ella lo seguía a unos pasos, detrás, recalentándole la espalda como una estufa, chamuscadolo.

Tosió, arreglándose su voz de pito, dueña, de quienes pensaban equivocadamente, de su mote jocoso.
Sin saber la realidad de su don, que le impusiera el apelativo y que era la causa de que viviera solo, desde que iba al colegio primario.
El anormal, estrepitoso, e inaguantable, ruido respiratorio que profiere al dormir.
Si bien esto expresa cierto grado de obstrucción en su vía aérea superior, nadie es merecedor de semejante desgracia. Es decir los que trataban de descansar cerca de él, cuando comienza con su actividad onírica.
Con sus ya famosos sueños entrecortados, a causa del propio estruendo de sus fauces, y el silbido espiratorio compensador que le generaron la personalidad de constante somnolencia diurna, y que lo hace dormitar en las más insólitas, y peligrosas situaciones.
Él, inaugura generalmente sus ronquidos, primero con suavidad, como la queja de un anima en la oscuridad plena. Después aumenta, como el ronroneo sincopado de un camión Bedford regulando, estacionado.
Para pasar progresivamente, a una desesperante salva de gruñidos, que lo hacen temblar de tal manera, que la cama, se desliza dando saltitos por toda la pieza.

Al girar la cabeza de vez en cuando, para contestar los llamados calenturientos de la Joselita le venia a la memoria una frase de su progenitor sabihondo, quizá trasladada en algún refrán de curso común en la lejana Anatolia... :“la mujer que no es loca...es hombre...!” .
Y que él, había tenido la paciencia de conservar entre sus sentencias utilitarias.

Nunca se supieron los detalles de los sucesos finales de la gesta erótica que aconteció en esa fría madrugada entre las cuatro paredes del bulincito, protegido de los engualichamientos y otras pestes por una foto del "Bocha" cuando era joven. Cuando tenía todo el pelo. En cuclillas, con la casaca número diez del rojo sobre el pecho, la única que se calzó en su vida, aparte de la celeste y blanca, apretando con las dos manos un fobal blanco, nuevito, contra la gramilla. Serio como siempre y atrás las tribunas de la “Doble visera” llenándose de gente. Enmarcada sobre la cebecera de la cama cubriendo parte de la pared descascarada.

A la Joselita la enterraron al día siguiente, no bien comenzada la tarde. En el cortejo solo iba el Ronquito y un perro que de pasada se les unió con ganas de garronearlo, pero se paró con un chistido. Y luego lo acompañó sin ladrar olfateando y meando varias veces en el camino.
En el cementerio, desierto, el viento hacia sonar las ramas de los pinos que crecían para un solo lado y las chapas, cortadas en forma de corazón clavadas en la encrucijada de las cruces. Donde apenas se leía, con esfuerzo entre el oxido, el nombre de los finados.
El frío dominaba la ceremonia y el sol lo ayudaba sin aparecer.
La difunta (cuentan las comadres) permaneció toda la eternidad con una sonrisa exageradamente dibujada en el rostro.
Esto, llamó la atención más de una vez, al verla pasar en ese estado, de angelitos y luciferes.

Para mi amigo Daniel Horacio Gomez

(2002)

Texto agregado el 22-03-2007, y leído por 766 visitantes. (32 votos)


Lectores Opinan
03-08-2007 Lo disfruté. Medeaazul
17-05-2007 Releo este texto. 47 años esperando la pobre...y el Ronco!!! La vida, pucha, lo que es la vida. Gracias, Carlos, por regalarnos este texto. islero
10-05-2007 Hoy quise viajar hasta tu lugar...y aqui me encuentro disfrutando de este magnífico paisaje. monica-escritora-erotica
05-05-2007 Uf... ¿Cómo es este color de "barriada pintada con un color rayano a la miseria (...) donde no llega el lumpen más profundo, donde solo te coloca fuera de la desesperación lo que podes sumar pensando"? Quedo turbada con esta extraordinaria capacidad de arrastrarnos desde la miseria nauseabunda de lo mínimo hasta lo absurdo y perfectamente bello en lo mismo. Los angelitos y luciferes no envidian tanto la muerte risueña de esta Joselita Isabelina Sierra como yo el genio narrativo que se nos descubre en este cuento. Dejo estrellas envidiosas y agradecidas de encontrarme esta historia de amor quemante. vacarey
02-05-2007 La he releído hoy, y realmente de tan rico lenguaje no encuentro frases aparte, para mí todas son indisolubles, bien plantadas, que saltan a imágenes que describen con exactitud personaje y momento. Muy buen trabajo, reitero, quizá un poco largo, pero ahora dudo si sostenerlo porque no encuentor que quitarle si algo hubiera que hacer para acortarlo, pues todo hila en un perfecto tejido final, la sonrisa eterna de la muerta. Estrellas nuevamente aunque no permita la regla repetir.... Un abrazo desde muy lejanas tierras al sur del sur... Sergio tobegio
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