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LA PUNTA DEL DIABLO

La mañana amaneció gris, el cielo estaba plomizo y las nubes amenazaban lluvia.
Nos levantamos cerca del mediodía, algunos sólo con lo prescindible, otros con el termo y el mate, decidimos hacer la travesía desde el Polonio hasta Valizas.
Comenzamos a caminar despacio, más de 5 kilómetros de distancia teníamos que andar, al bajar a la playa un viento suave nos acompañaba, las olas iban creciendo a medida que nos acercábamos a la orilla, como dándonos la bienvenida.
Solo nosotros deambulamos por la arena, las dunas, como gigantes nos escoltaban al igual que ese océano verde e infinito.
Paramos en el casco de un viejo barco que dormía eternamente sobre las arenas blancas para tomarnos unas fotografías.
Luego de un rato, reanudamos la marcha, el viento cada vez soplaba más fuerte y la arena era como agujas que se clavaban en nuestra piel, pero igual continuamos.
A lo lejos se divisaba la Punta del Diablo, formada por un grupo de rocas que tenían un nexo entre la costa y el mar.
Al llegar al lugar, el porteño quiso sacarse una foto como Jesús con los brazos en cruz. Me senté en la arena a observarlo, mientras algunos lo alentaban y otros aprovechaban para descansar.
Sólo un instante me distraje y un grito de terror llamó mi atención, miro hacia el agua y veo su cuerpo arrastrado por las olas y golpeándose en una y otra roca.
Las olas lo llevaban de aquí para allá tiñendo el agua de rojo.
Nadie se movía, paralizados por el miedo no atinábamos a ayudarlo.
Su cuerpo cada vez se alejaba más e ir a buscarlo era el riesgo de la vida de uno de nosotros. Reaccionamos e hicimos una cadena con nuestros brazos y manos para rescatarlo del agua.
Una ola lo abrazó y lo trajo hacía la orilla, cuando lo dimos vuelta, su rostro estaba bañando en sangre, le faltaban dos dientes, un pequeño hueso asomaba como muestra de lo que había sido su nariz, la piel de su cuerpo era como jirones.
Apenas respiraba, nos miramos unos a los otros, sin saber qué hacer, Sandra se arrodilló a su lado y comenzó a hacerle respiración boca a boca, al cabo de un rato y sin obtener respuesta, se tira en la arena, me mira y me pide que la ayude.
Tratando de recordar aquellas clases de primeros auxilios que nos dieron en el colegio, tome su mandíbula, abrí su boca y comencé a respirar dentro de él.
Al rato una tos seca acompañada de un chorro de sangre escapa de su boca.
Nos abrazamos y lloramos.
Abrió los ojos, se puso de pie, miro sus manos ensangrentadas, todo su cuerpo y nos preguntó quienes éramos, qué hacíamos ahí, qué le habíamos hecho.
De inmediato nos dimos cuenta que había perdido la memoria.
Como un autómata se lanzó al agua nuevamente, pidiendo por sus documentos, había perdido la riñonera con su pasaje, pasaporte, dinero.
Sólo sabíamos que se llamaba Enrique y que era argentino.

Paula

Texto agregado el 16-07-2002, y leído por 498 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
27-01-2003 Un relato de buen fluir, donde la brisa del mar, la serena presencia de la playa y de la amistad, es rota por el imprevisto que se econde detrás de todos los ángulos de la vida. mandrugo
 
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