Charles, el vampiro, se encontraba en el luctuoso e inhóspito sótano de una iglesia. Estar allí no le atormentó, ya que pensar en su amada lo trasladaba a otro mundo, lo sacaba de ese lugar terrible.

Recordaba el rostro bello y lívido de su amada; sus ojos negros que reflejaban el fulgor de la luna llena; su linda cabellera negra y lacia que se dividía en el centro de su cabeza; su voz de ángel que recitaba los poemas más hermosos.

De vez en cuando el verdugo le daba de beber vino de sus propias venas, sangre de rosas rojas. Sí, aún lo recuerdo. Él tenía así cincuenta días y cincuenta noches, pero sabía que hoy sería liberado.

Afuera gritaban su nombre, gritaban su condena, pedían que le quitaran la vida, esperaban un espectáculo. En ese entonces los ayudantes del verdugo entraron a su jaula, le quitaron las cadenas de sus manos, lo levantaron y lo llevaron a un atrio de la iglesia.

Mientras tanto el alba había llegado, y el sol empezó a quemar la piel del vampiro, lo dejó en cenizas.

Charles no dejó de sonreír cuando el sol lo acariciaba, pues tenía cientos de años que no lo veía.