Su destino estaba decidido mucho antes de nacer, su opinión era algo que no tenía la menor importancia, simplemente se le adiestro para vivir.
Hasta aquel atardecer nunca había reflexionado sobre estas cuestiones. La brisa se colaba por aquel resquicio de la ventana entreabierta acariciando su rostro, mientras sentado ante su escritorio garabateaba en un trozo de papel amarillento sin pensar en nada. De pronto su mano empezó a moverse automáticamente, sin control, dejando una palabra impresa en el papel. Al detenerse a leer su breve manuscrito inconsciente, una lágrima resbaló lentamente por su mejilla.
Unas horas después el fugitivo consiguió escapar de su prisión, partió en busca de un destino, aquel al que no tuvo derecho, el que le robaron al nacer.
Al despertar el día, se produjo una gran conmoción en la corte real, pues el rey había desparecido dejando como única despedida un trozo de papel amarillento. En esta despedida sólo había una palabra y sobre esta palabra una lágrima difusa.