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El grupo de los jueves, por primera vez en tantos años, estaba reunido en el salón Dorado un día Martes. Ernesto Bruno Herbert, quien permaneció inmutable, y con la mirada abstraída desde su llegada, observó unos instantes el pálido rostro de Mirta Irizabal, y colocó su pié derecho entre las piernas de Elizabet Pratt, mientras el gordo del otro extremo de la mesa, de aspecto pulcro y aséptico, monologaba en forma obstinada sobre ciertas ventajas que habrían de producirse en caso de continuar la crisis, y repasaba tontos detalles sobre un viaje a Burdeos proyectado para el próximo verano, luego del cierre anual y supeditado al éxito de ciertos exámenes, que Elizabet pasaría sin mayores complicaciones. Mirta, adivinó en el rostro de Ernesto algunos signos de maldad, e intuitivamente pensó que aquel gordo idiota, fuera lo que fuere, lo merecía.
Elizabet, permaneció rígida e inmóvil durante unos segundos, antes de emprender una sutil batalla por liberarse de tan incómoda situación, que se extendió por buen rato, hasta que Ernesto, esbozando una enorme sonrisa, se incorporó de un salto y se dirigió junto al gordo copa en mano, dejando tras de sí un aceitoso rastro de manteca, que distraídamente había untado bajo su pié, antes de emprender tan dulce empresa. Mirando a los presentes, y sujetando de modo amistoso el antebrazo de Sergio, lanzó un ferviente llamado a brindar por la feliz pareja. Luego, cuando todos estaban ya de pié, gritó alegremente: – ¡Pero che, quien fue el boludo que tiro la manteca al piso! – y levantando su pierna de manera carnavalesca, cuidó de mostrar a los comensales la viscosa sustancia amarillenta-negruzca, mezcla de grasa y suciedad, que se había formado en la planta de su píe. Mirta, intuitivamente, bajó su mirada a la entrepierna de Elizabet y no pudo contener su exaltación. A toda voz gritó: –¡Pero negra! ¡Que hijos de puta, también pusieron manteca en las sillas! –
Alguno de los presentes comenzó a despotricar contra aquellos “boludos” que se dedican “a semejantes pelotudeces”; otros revisaban sus ropas como si en ello fueran sus vidas; El gordo, intentaba convencer a Elizabet, que estaba colorada como si fuera a estallar, que la mancha se quitaría luego del paso por una “buena tintorería”; Mirta, desbordando de placer, inspeccionaba la silla de Elizabet y los restos de manteca por allí esparcidos, elaborando distintas teorías, que comentaba abiertamente con todo el mundo. Cuando el murmullo ya estaba generalizado, y antes que comience a decaer la indignación general, Ernesto, abrazando el gordo con fraternal afecto, gritó a viva voz: –¡Che, paren de hacer escándalo! Sergito va a creer que yo anduve jugueteando con su mina – Mirta largó una carcajada visceral, mientras el gordo con su mejor cara de imbecil, celebraba la ocurrencia de Ernesto y abrazaba a Elizabet, que a esta altura de los acontecimientos, había cambiado el rojo fuego de su cara por un color tan pálido, que Mirta intuyó un desmayo de un momento a otro. – Así es querido – Dijo Mirta al oído de Ernesto, cuando la cena retomaba su curso habitual – debería comenzar aquí el fin de los tiempos – Luego se entregó a Esteban, y se perdió recorriendo un callejón indefinido, delineado por el vino y esa niebla espesa que solía apoderarse de su mente en aquellas escasas ocasiones en que su convulsionado mundo interior retrocedía ante el avance de la dicha.
poco antes de la media noche, Luisito Almirón ingresó al salón exhausto causando gran revuelo entre los presentes.
– ¡ El tren ¡ – Gritó, entre jadeos. – ¡Según parece, se ha extraviado el tren!
Por unos segundos, un voraz silencio bajó sobre las mesas. Almirón, apoyado con su mano derecha sobre el marco del portal, miraba la punta de sus pies presa de un profundo desasosiego. En el fondo del salón, el presidente, adoptando una actitud digna de tal situación, tomo la palabra.
– Bueno, bueno. Luisito. – dijo con tono conciliador, mientras observaba su reloj.
– Esto no ha de ser mas que un malentendido. De un momento a otro tendremos por aquí a ese tren – Agregó, mientras acercada un vaso de vino a Almirón, que meneaba la cabeza con incredulidad, al tiempo que recuperaba su aliento.
– Mire... – dijo Almirón, a la vez que agradecía al presidente el gesto con un leve movimiento de cabeza. – Puede ser que esté herrado en muchas cosas. Pero aquí no hay vuelta que darle. Hace casi dos horas pasé por estación Herminia, y el amigo don Pascual me aseguró personalmente que el tren había partido minutos antes; algo retrasado, pero dentro de lo normal.
Sin embargo, al llegar aquí, me encuentro con el Flaco Augusto en la estación y me dice que del tren ni señas. – Almirón se detuvo un instante en el rostro de los presentes sopesando el efecto de sus palabras, para luego continuar su exposición con mayor ímpetu.
– Ya me extrañaba el hecho no haber divisado la formación.– dijo – Ud. sabe que el camión responde, y de no darle alcance, al menos debiera haber divisado sus luces.
Un grupo de comensales, se había reunido en torno a Almirón y asentían su relato con rostros graves. Ernesto, amasando entre sus manos una batería de comentarios irónico, se aproximó al grupo para no perder detalles.
– ¡Sres.! – Exclamó Luisito con gran determinación – Estuve en Herminia minutos después de su partida, recorrí todo el camino que nos separa, y no hay tren. De haber llegado a aquí, y suponiendo que el Flaco Augusto estuviese dormido, o que distraídamente no reparara en la presencia de la formación, Uds. no lo hubiesen ignorado, y a juzgar por sus expresiones, entiendo que nada de eso ha sucedido. – Realizó una pequeña pausa, y meditativo agregó:
– Sres., mi sobrina Agustina está en ese tren. Por lo tanto, no me quedaré aquí cruzado de brazos.
Ernesto, quien se regocijaba sin ocultarlo, proclamó a toda voz: – Sres. a la estación –. Velozmente, el cortejo partió del club.
Ernesto encabezaba el grupo junto al Presidente y a Almirón. De cerca los seguía el Chacho Urtizberea, Rubén Seguí, el Ruso Rasumov, y el gordo Sergio, enmarañados entre un puñado de chiquilines, que ansiosos por ganar la delantera se apretujaban correteando.
El flaco Augusto estaba parado en medio de las vías con la mirada fija en dirección a Herminia, tratando de penetrar la cerrada oscuridad de la noche. Al escuchar el murmullo de la comitiva que se aproximaba, gritó esforzando su voz para que los mas retrazados escucharan, y para dar mas relevancia al asunto:
– ¡ Don Pascual dice que el tren paso por Herminia hace mas de noventa minutos! Luego, retomando su habitual voz, explicó que Juan, el sobrino de don Pascual, estaba junto a él en ese momento, y que, además, tienen en su poder el bolsín de la correspondencia, prueba irrefutable que disipa toda duda sobre el paso de la formación.
– Vamos al camión – Gritó Almirón y emprendió una dificultosa carrera en dirección al galpón de los Juárez, seguido de un puñado de voluntarios.
– Che Flaco – dijo Ernesto. – Seguro que no estas mamado, no?
– Joder, che!. Que no estamo’ pa’ broma. – Contestó el flaco, presa de una exaltación emergente.
En pocos minutos el operativo de búsqueda estaba en marcha. Almirón recorrería el camino con la peonada de Álvarez y los hermanos Zuñé, armados de dos poderosos reflectores de caza. Urtizberea y Seguí, partirían en moto hacia Los Arroyos, destino próximo del tren, a pesar de las objeciones del Flaco Augusto. El Ruso, intentaría comunicarse telefónicamente con Bernardo Artola, jefe de aquella estación. La señora de Lugones, junto al resto de la comitiva femenina, preparaban mate cocido y té en la sala de espera. Mirta, embriagada de placer, no dejaba de comentar sobre los horrores que habrían de esperar, si el tren se encontraba accidentado en una noche tan oscura; Posibilidad, que despertaba el mas profundo pesar entre las señoras presentes, quienes sofocadas por la incertidumbre, buscaban contención en las seguras palabras del gordo Sergio, siempre tan atento y gentil.
– ¡ Che Gordo ¡ – Gritó Ernesto. – Si en verdad querés hacer algo por las damas, Por qué no te movés el ventilador de techo del despacho del jefe, a la sala de espera. Se van a morir deshidratados ahí!.
Sergio, miró a Ernesto con gran afán de colaboración, e incorporándose de un salto dijo:
– Dale Ernestito, dame una mano –
– No che, yo de electricidad no se nada. A demás, si se requiere ayuda con las víctimas, alguien tiene que estar presto. No? – Contestó Ernesto con gran seriedad, y aire responsable.
– Tenés razón – Asintió el gordo. – A ver, Carlitos. Tráete la escalera para la oficina del jefe – Dijo dirigiéndose a un muchachito que observaba atento a pocos pasos.
– Por las dudas cortá la luz – Gritó Ernesto, mientras el gordo entraba a la oficina del jefe seguido por Carlitos, que cargaba con dificultad una enorme escalera de dos alas.
– A ver Sras. – Dijo Ernesto elevando la voz. – que alguien corra hasta casa del Dr. y lo traiga enseguida –
– Ud. Ramona – ordenó Ernesto – acérquese a la parroquia y hable con el padre Arturo. Pídale que prepare sus bártulos, no vaya a ser que algún agonizante lo sorprenda muriéndose antes de la extremaunción.
En ese preciso instante, un fuerte estampido precedió un apagón total en la estación. Todos los presentes corrieron a la oficina del jefe, donde el gordo, sentado en el piso, se reponía del mal momento.
– ¡Pero Gordo! – Exclamó Ernesto, mientras Elizabet corría en auxilio de Sergio. – Si cortabas la Luz esto no pasaba. ¡En lindo despelote nos metiste!.
– En mi casa hay algunas linternas – Dijo Rosa Bernardez. – ¿Ud. Cree que pueden ser útiles?
– ¡Por Supuesto que si! Por favor, todos traigan sus linternas – Ordenó Ernesto, al tiempo que las Sras. partían raudas a sus respectivos hogares.
– Que cagada te mandaste gordo. ¿Me querés decir que hacemos ahora? – Dijo Ernesto socarronamente, dirigiéndose a Sergio que aún permanecía incrédulo en le piso, envuelto en una total oscuridad.
En ese momento, el Flaco Augusto, entró en el despacho del jefe a tientas.
– Acaban de confirmar de cabecera que el tren efectivamente partió, en fecha y hora. En unos momentos reportarán si registran algún incidente –
Todos se dirigieron a la antigua sala del telégrafo, donde estaba uno de los dos únicos teléfonos del pueblo. El otro, estaba en casa del Dr. Gilberto Jiménez, que rara vez venía por el pueblo, y quién no era grato en el lugar.
A poco de acomodarse el último de los socorristas, se escucharon los gritos de los hermanos Zuñé, que exánimes llegaban corriendo por el camino paralelo a la vías.
– ¡Nos fuimos a la cañada! – Explicaba Daniel, el mas chico de los hermanos según su agitación lo permitía.
– Estamos todos bien doña Matilde – Comentaba el mayor a la mujer de Almirón. – No se preocupe, siquiera el camión se dañó – Dijo Daniel. – El problema, será sacar ese armatoste de ahí.
– ¿No hay tractor? – Preguntó Ernesto.
– Vamos en la chata – Dijo Augusto.
Ernesto y Sergio se ubicaron en la cabina a la vetusta camioneta junto a Augusto, quién iba al volante. Los hermanos Zuñé se acomodaron en la caja trasera, entre el poco espacio que dejaban las colmenas cuidadosamente estibadas. El Carlitos, y un par de muchachos mas, siguieron al vehículo lo mas dignamente posible montados en sus bicicletas, y Roque, el hijo de Almirón, se sumó al cortejo a caballo, llevando tras de si dos yeguas “por si las dudas”.

Augusto se detuvo apenas unos segundos junto a Almirón, quién se encontraba lleno de barro hasta las orejas.
– Uds. sigan, no mas – Dijo Almirón. – Aquí estamos todos bien. Pegamos la vuelta a pié.
Antes que Almirón terminara de completar su frase, Augusto ya había acelerado su vieja camioneta, que a regañadientes comenzaba a avanzar vadeando el arenal del camino.
Inútilmente escrutaron los veintidós kilómetros de vía que separaban a Los Cardales de Estación Herminia. Al llegar a la estación, se encontraron con don Pascual bajo el alero que cubría parte del anden, frente a la sala de espera. Mientras la comitiva se dirigía a cambiar opiniones con el jefe, Ernesto se cruzó al almacén de los Delgado a tomarse una ginebra.
– Con sed no se puede pensar – Adujo a modo de disculpas.
Pocos minutos después, Ernesto y no menos de quince voluntarios, acordaban directivas frente a la estación, sumados a los miembros ya existentes.
La caravana partió nuevamente a Los Cardales. Esta vez, mas sigilosa y vigilante.
Sin embargo, tampoco obtuvieron resultados favorables.
El sordo Sosa, antiguo ferroviario ya retirado, insistía a viva voz que no era esta la primera vez que ocurría semejante cosa. Pero, debido motivos desconocidos, los del gobierno “echaban tierra” y todo quedaba en el olvido. El padre Arturo, oraba junto a las Sras, evitando de esta manera que el descorazonamiento general malograra las tareas de rescate. Ernesto, por su parte, difundía a cuatro vientos posibles teorías, todas ellas increíblemente ridículas, que sin embargo, despertaban la atención de los todos presentes:
– Es indudable que estamos frente a un caso de universos paralelos, o quizá de materialización de Materia Oscura – Monologaba seriamente Ernesto.
– No me sorprendería que estemos ante las puertas de un nuevo “Big Crunch”.
– ¿Y que es eso? – Preguntó horrorizado uno de los peones de Álvarez.
– Es la contracción final del universo – Comentó Ernesto, solemnemente. – El fin de este mundo, así como lo conocemos. El génesis de un nuevo Big Bang.
– ¡Díos no lo quiera! – Exclamó Sánchez, mientras lidiaba con el tablero eléctrico de la estación, que no entendía de razones.
En ese instante, sonó el teléfono y el Flaco Augusto se precipitó sobre él.
– Si Sr. – Dijo el flaco al tubo. – Así es Sr. – Afirmó.
– Muchas Gracias Sr. Es Ud. Muy amable – Luego cortó.
– ¿Y Che? – Preguntó Ernesto. – ¿Habla que no es novela?- Dijo. Mientras todo el mundo se reunía en torno a Augusto.
– Eran de la terminal – Comentó el Flaco. – Dicen que el tren se canceló para mañana. Así que aquí no ha pasado nada. – Argumentó, con profunda decepción.
– Ya lo creo – comentó el sordo Sosa, que no era tan sordo. Colocando la mano en el hombro de don Pascual.
– Eso no es verdad – Exclamó Juan. –Tenemos el bolsín, el mismo que dejó el tren a su paso.
– Pero che – Dijo Ernesto. – Será mejor que veamos la famosa bolsita. ¿supongo que la han traído, no?
Don Pascual y Juan se miraron uno al otro con desconsuelo.
– No pibe – Dijo don Pascual. – Vayamos a buscarla.
Por segunda vez en la noche, la comitiva partía rumbo a Herminia. Poco minutos después, el teléfono sonaba nuevamente. Segunods mas tarde, el flaco, salía presuroso de la estación rumbo a la calle, en donde aquellos que no lograron un lugar en los transportes, despedían a los que partían en busca de la renombrada prueba.
– Sres. – Gritó el flaco. – Confirman que el tren en verdad salió como estaba previsto. El parte anterior era erróneo...
Desafortunadamente, la caravana no advirtió las señales que se intentaron, y se perdió en la oscuridad del camino.
A poco de llegar a Estación Herminia, don Pascual ofrecía a los socorristas un bolsín azul, estampado con las siglas del ferrocarril.
– Sres. aquí está la prueba de mis palabras. – dijo, mientras extraía una papeleta que rezaba “sin novedad” – ¿Qué dicen ahora?.
En ese momento, Juan salía a toda carrera de la estación gritando:
– El flaco confirma por teléfono que el parte era erróneo. Sres. el tren en verdad no fue cancelado; salió en fecha y hora...
– ¿Habrá pegado la vuelta? – preguntó Urtizberea, pensativo.
– Le digo que es imposible – insistió el sobrino de don Pascual. – Por aquí pasó como Díos manda.
– ¡Bueno che! – interrumpió Ernesto. – No empecemos con boludeces, que algo tenemos que hacer.
– Y Ud. Que propone – preguntó Almirón, irritado por la frustración.
– Y que se yo, che. ¿Se cree que soy mago? – Respondió Ernesto, con tono ofendido.
– Vamos a lo Doña Emilia – exclamó Carlitos – Le gusta el copete, pero don tiene. Eso no se puede negar – Afirmó el muchacho.
Uno tras otro, los baqueanos enfilaron a casa de la vieja, que vivía mas allá de la cañada, en el confín del pueblo. Doña Emilia era acreedora de gran prestigio en todo lo referente a futurología. No había persona en Herminia que no haya requerido sus servicios, al menos alguna vez en su vida; incluso gente distinguida del lugar.
Ernesto llegó encabezando la comitiva, luego de sortear con dificultad el excremento de gallina que inundaba todo el terreno, valiéndose de una de las antorchas que el Negro Álvarez había fabricado con sorprendente destreza.
No fue necesario llamar a la puerta del rancho, el revuelo de aves y cerdos que produjo la llegada de semejante cantidad de personas, puso en sobre aviso a doña Emilia.
– Ya voy. Ya voy – Gritó la vieja.
– A ver che. No empujen que hay lugar para todos. – Gritó Ernesto, ante el avance tumultuoso de los mas rezagados del grupo, que lo empujaban hacia la puerta.
La confusión del momento, no permitió determinar quien de los presentes acercó su antorcha al techo de paja. Lo cierto, es que en pocos minutos el rancho todo era consumido en una enorme fogata. De mas está decir, que todo intento por obtener información de parte de doña Emilia resultó infructuosa, razón por la cual, luego de ubicar a la vieja en casa del Dr. Fernández – moción realizada por Ernesto y bien recibida por todos, con excepción del propio doctor, que acepto a regañadientes y con no pocos condicionamientos –, la partida regresó a la estación para reevaluar la situación imperante.
– Sres. – Gritó Ernesto, buscando atraer la atención de los presentes. – Propongo dar parte a las autoridades nacionales ahora mismo.
– Vos Gringo – Ordenó Ernesto – Llamá a gendarmería e informales del accidente. Que manden ayuda.
– Vos Pibe – Dijo al muchacho de Almirón, que lidiaba con su alazán. – llamate a los bomberos de Santa Inés. Que se vengan cuanto antes.
– Nosotros vamos para Los Cardales – Ordenó Ernesto, dirigiéndose a los miembros originales de comitiva. Minutos después, emprendían el regreso.
En todo el trayecto se tejieron hipótesis y teorías sobre el suceso. Vías Muertas, seres de otras galaxias, errores burocráticos, dimensiones paralelas, etc..etc..etc, explicaban lo acaecido con mayor o menor precisión, según el exponente.
Al llegar a destino, una curiosa algarabía se evidenciaba en quienes esperaban a los socorristas.
– ¡Eh, Gente! – Gritó Mirta, alzando ambos brazos en un gesto irónico. Luego agregó:
– Llamó don Pascual. El tren acaba de llegar a Herminia – y quebró su cuerpo hacia delante imitando el saludo de una actriz.
– ¿Pero como? – Preguntó Ernesto. – ¿Están Jodiendo?
Mirta se encogió de hombros. Después, tomada de la mano de Esteban ingresó a la estación, que ya tenía luz nuevamente. Ernesto fue de los últimos en ingresar, sumamente indignado ante la falta de seriedad evidenciada en el manejo del asunto. Con dificultad avanzó entre las señoras, que no ahorraban comentarios y emociones, para trepar en uno de los banco de la sala de espera:
– ¡Por favor, señores! – Gritó, llamando la atención de todos los presentes, mientras la bocina del tren llegaba desde lo lejos.
– Me veo en la obligación de decir estas palabras... – Comenzaba a decir, cuando la mujer del vasco Yrigoytia irrumpió gritando en el lugar.
– El vasco no llegó de La Martina – Dijo, compungida. – Debió llegar hace mas de dos horas.
Ernesto, si perder un minuto gritó:
– Señores, tenemos que organizarnos – Luego, guiñó un ojo a Mirta, y se perdió entre la maraña de gente que se aprestaba para el socorro.

Texto agregado el 08-02-2007, y leído por 335 visitantes. (12 votos)


Lectores Opinan
10-02-2008 Un comienzo confuso y apretado que asfixia un poco y, cuidado puede detener la lectura. Las complicaciones se simplifican un poco al final del texto. Si, me gusto porque lograste entrar en mis emociones palpando mis inquietudes que no agitaron por completo el ramaje de mi curiosidad. piara
10-09-2007 A mi me gusto. No puedo negar que me enrede con tantos nombres. Pero es gracioso y te va llevando. Saluditos adriana73
05-06-2007 Estimado Sr. Parakultural, como verá usted...dediqué un tiempito a leer su obra. Debo confesarle que aunque medio confuso al principio...resultó amena su lectura y los diálogos fluyen con naturalidad. Le dejo un sinfin de estrellas y un cálido besote...eu extraño vocé...jajaja muy bueno Marce.... beshoooooooooooooooooo Maru soymaru
09-05-2007 no se la verdad.... no sabria patibeat
09-02-2007 Te sigo. Me gusyo. Alejandrom
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